Federalismos, en plural

La polémica de los “pituquitos” abrió las heridas del antagonismo fundante de nuestra organización nacional

 

Hay dos perspectivas para comprender cómo se construyen las identidades políticas. De un lado, están quienes las definen por un conjunto de rasgos o atributos que le serían propios. No resulta problemático, dentro de este enfoque, establecer proposiciones tales como “los porteños son soberbios” o “los provincianos son feudales” y sanseacabó. Pero, del otro lado, están quienes rechazan leer las identidades a partir de esencias –que rápidamente devienen estereotipos y estigmas– y sostienen que sólo es posible caracterizarlas por las relaciones de diferencia que establecen en cada momento histórico. Es decir que no hay identidad sin alteridad, sin el establecimiento de una línea demarcatoria entre nosotros y los otros. La pregunta, para esta última cosmovisión, no sería qué características tiene cada polo del par binario Interior/Capital, sino qué es lo que dibuja la barra: qué está en disputa.

Aunque algunos analistas hayan descubierto la “grieta” argentina con el kirchnerismo, la construcción de pares binarios se remonta a los orígenes de la organización nacional, luego de la declaración de la Independencia. Los dos primeros partidos políticos de nuestro suelo expresan la frontera antagónica fundante: unitarios y federales. Dos siglos después, este debate está lejos de ser un asunto saldado.

 

El Grito

El encargado de encender la mecha del federalismo esta última semana fue el gobernador electo de la provincia de Córdoba y actual intendente de la ciudad homónima, Martín Llaryora: “Basta de que nos maltraten de afuera, basta de que nos digan qué hacer los pituquitos de Recoleta”. El adentro/afuera inscripto en su enunciación alude a un sentimiento de pertenencia que tiene una doble dimensión. Aunque sus destinatarios directos fueron los habitantes de la provincia –“hoy somos más cordobeses que nunca”–, también apeló a construir una solidaridad interprovincial, ya que pidió que “el grito de Córdoba” (que comparó con el Grito de Alcorta) sea tomado como ejemplo “por el interior de nuestra Patria”.

 

 

 

Llaryora inició su militancia política en la universidad, donde llegó a ser titular de la Juventud Peronista, y hoy es miembro del Partido Justicialista. En el bunker donde celebró la victoria de quien lo sucederá en la intendencia de Córdoba, Daniel Passerini, se encargó de definir el “nosotros” de manera ampliada e indicó que estaban sumando “a distintos partidos políticos como el radicalismo, el PRO, el vecinalismo, la democracia cristiana”. El dirigente de Hacemos Unidos por Córdoba identificó a la fuerza como “nueva expresión política” y anunció que estaban “inaugurando el partido cordobés”.

Sin embargo, los pasajes más eufóricos –y más ovacionados– de su discurso estuvieron dedicados a señalar un antagonismo con la dirigencia de Capital Federal: “Vienen de visita y todos los días te dan clase de gobernabilidad. Cualquiera gobierna en el distrito más rico de la Argentina y más subsidiado, vengan a gobernar en el interior”, desafió Llaryora, denunciando la posición altanera de quienes vienen “a explicar cómo se gobierna bien”. El primer eje de la discordia fue lo que el gobernador electo distinguió como una “colonización cultural” apuntalada en el poder mediático central “donde nos agreden, donde nos mienten”. Las oficinas de la visibilidad política aggiornan aquel refrán popular que invoca que Dios atiende en la ciudad de Buenos Aires: “porque parece que, si no vas a Capital Federal, no existís”, agregó.

El segundo nodo divisorio lo marcó la demanda en torno a una injusta distribución de los recursos: “¡Devuélvanos la guita de las retenciones!”, fue la proclama más efusiva de Llaryora. “No se puede subsidiar al distrito más rico de la Argentina en el gas, en la luz, en los colectivos”, observó, para luego arremeter: “No producen nada”. Esta frontera en torno a la producción fue reforzada en varias oportunidades: “Nosotros no estamos en la timba financiera, nosotros producimos, nos rompemos el lomo con nuestros campesinos, nuestra industria, nuestros trabajadores”. La denuncia de lo que designó como un “pensamiento unitario” finalizó con una amenaza cuasi separatista: “Empiecen a generar una política más justa para mantener unido al país, algún día si no nosotros vamos a ir por la nuestra”.

 

La vocación civilizatoria

Los aludidos presidenciables capitalinos de múltiples apellidos, Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich Luro Pueyrredón, se encontraban en territorio cordobés junto a sus compañeros de fórmula, Gerardo Morales y Luis Petri, que cumplen la doble función de representar al radicalismo y a las provincias. Estuvo toda la plana mayor de Juntos por el Cambio: también fueron “al pedo” –como calificó libre de elegancia su candidato en la ciudad de Córdoba, Rodrigo de Loredo– el líder de Evolución, Martín Lousteau, el gobernador de Corrientes, Gustavo Valdés, y el futuro gobernador de Mendoza, Alfredo Cornejo. No obstante, el tiro por elevación de Llaryora alcanza al palermitano Javier Milei, quien no se molestó en cruzar la General Paz para cerrar la fórmula presidencial. No está tan claro si entra en la misma bolsa el conurbanense Sergio Tomás Massa, oriundo del partido de General San Martín.

Recogió el guante Rodríguez Larreta, abogando por la unidad nacional. Eso sí, una unidad sin kirchnerismo: “Basta de tirarnos unos con otros, argentinos contra argentinos. Para sacar este país adelante, para ganarle al kirchnerismo, tenemos que estar juntos”. Luego de embanderarse como “el primero que habla de recuperar un país federal” y culpar al kirchnerismo por haber “hecho de la Argentina un país unitario”, deslizó: “La discusión de la Capital contra el interior es una discusión que atrasa 150 años”.

 

 

¿Quiénes son los que, a criterio del jefe de gobierno porteño, están “atrasados” 150 años en las discusiones? La polarización atraso/modernidad, como emergente de una vocación civilizatoria centralista, sólo echa más leña al fuego. Pero, además, no hay que ir tan lejos para demostrar que las heridas siguen abiertas. Debería intuirlo Rodríguez Larreta, que el 14 de este mismo mes realizó una presentación a la Corte Suprema de Justicia para que ejecute el fallo que aumenta los fondos de la coparticipación federal a un 2,95% en favor de la ciudad de Buenos Aires y, claro está, en desmedro de las provincias.

 

Federal y popular

Las antinomias simplifican la realidad y sirven de atajo para explicarla, pero también tienden a obstruir la reflexión. De este modo, los debates que surcaron el siglo XIX sobre cómo debía darse gobierno la Argentina tienden a estar dicotomizados en la historiografía tradicional: en términos políticos, la cosa se abrevia como autonomía versus centralismo, en perspectivas económicas, como proteccionismo versus liberalismo y, en su faceta cultural, como tradicionalismo versus modernización. Más allá de los rótulos de “unitarismo” y “federalismo”, estos posicionamientos se desplazan y hasta yuxtaponen en los liderazgos y en las alianzas gobernantes de cada época. En lo que refiere a la construcción identitaria, la pregunta (quizá irresoluble) era y es cómo construir la unidad a partir de la pluralidad.

Tras años de guerras civiles –y de acusaciones cruzadas de bárbaros y salvajes–, la discusión se estabiliza parcialmente en 1853 al establecer una Constitución que adoptó para la Nación Argentina la forma de gobierno representativa, republicana y federal. El objeto, tal como reza en su Preámbulo, era “constituir la unión nacional”, pero también se trataba de balancear el poder de Buenos Aires –que, es preciso recordar, no concurrió a aquella primera cita–. Esta primera victoria del federalismo estuvo lejos de concluir un debate que no se agota en la definición de la representatividad institucional, aunque ella constituya uno de sus platos fuertes.

 

La Constitución de la Confederación Argentina rigió de 1853 a 1860. Ejemplar del Museo del Bicentenario.

 

 

Para el historiador Matías Bisso, la Batalla de Pavón de 1862, en la que triunfan las fuerzas porteñas comandadas por el general Bartolomé Mitre, “no arrasa con el federalismo, pero le pone un cierto coto”. No obstante, consideró que con la creación del Partido Autonomista Nacional aparece una suerte de “federalismo oligárquico, donde las élites del interior también le marcan la cancha un poco al puerto”. A la vez, alertó que no hay que dar por sentado que el federalismo es siempre un concepto positivo: “Hay un federalismo claramente popular, que es el que se impone en primer término en contra de un modelo centralista y unitario”, pero “muchas veces ha funcionado también como contención contramayoritaria”. Expresión de ello es el Senado de la Nación, la más federal de las cámaras, que tiende a sostener posiciones más conservadoras.

Bisso, quien es también docente de Historia Social Contemporánea en la UNLP y la UNSAM, desconfía del carácter popular de la reciente reivindicación federal cordobesa: “Viniendo de la provincia que terminó de confirmar la victoria de (Mauricio) Macri, no sabés si es en contra de la Capital Federal o en contra del Conurbano y el AMBA”. Hay otros dos fenómenos que deben incluirse en el análisis: por un lado, la expansión de las fuerzas políticas provincialistas –como el “cordobesismo”– que no responden a disciplinas partidarias nacionales y, por otro lado, la ambigüedad del anti-porteñismo, que es utilizado para generar empatía de manera transpartidaria y transclasista. Para Bisso, el movimiento nacional popular “fue circunscribiéndose cada vez más en términos de potencia electoral hacia el Conurbano” y está en deuda con el federalismo. El debate por la coparticipación puede ser la oportunidad para amalgamar un proyecto popular, democrático y federal de alcance nacional.

 

Regiones desiguales

La demanda por un mayor equilibrio federal ha tenido distintos títulos a lo largo de la historia: el ordenamiento geográfico del poder administrativo, la gestión del puerto y de los ingresos aduaneros, el desarrollo de los servicios públicos y la propiedad de los recursos naturales, entre otros. El capítulo más reciente lo ocupó el debate por la distribución de los recursos coparticipables que, según la Constitución Nacional (artículo 75, inciso 2), “dará prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional”. Es decir, debe tener una función distributiva y reducir las asimetrías.

Un informe del Centro de Economía Política Argentina (CEPA) construyó indicadores para dar cuenta de las desigualdades en materia de calidad de vida entre CABA y las provincias:

  • Población con hacinamiento crítico: CABA presenta un guarismo de 3,3%, por debajo del promedio de las jurisdicciones del país (4,8%).
  • Población que no tiene acceso a agua de red: CABA tiene 100% de cobertura, mientras que el promedio del país suma 12%.
  • Población sin cloacas: Córdoba es la provincia que tiene un mayor porcentaje de habitantes sin cloacas (68,4%). El más bajo corresponde a CABA (0,7%) y el promedio del país es del 32%.

 

 

  • Tasa de actividad: CABA muestra un nivel del 64,7%, mientras el del promedio del país sin CABA es de 55,2%.
  • Tasa de desocupación: Córdoba es la provincia con la tasa más alta (11,2%). En CABA es del 7%, mientras que en el promedio del país alcanza 7,9%.
  • Tasa de informalidad: el nivel de CABA es sensiblemente inferior al del resto de jurisdicciones: 22,8%. El promedio del país llega al 36,3%.
  • Media del ingreso per cápita familiar de los hogares: el monto de CABA (53.395 pesos en valores del 2021) triplica el nivel de ingresos de Formosa y duplica el promedio simple de las jurisdicciones seleccionadas sin CABA (25.442 pesos).

 

 

“Lo que se observa es una situación muy desigual respecto de la calidad de vida y del acceso a los servicios de la mayoría de las provincias respecto de Capital, pero también una desigual situación respecto a la dinámica del mercado de trabajo” subrayó el director de CEPA, Hernán Letcher.

El riesgo del federalismo es que se transforme en un mero discurso políticamente correcto que no esté sustentado en un programa federal y popular. Puede, también, encubrir disputas entre oligarquías nacionales que tengan poco impacto en las mayorías provinciales. Es posible que un Estado sea federal en la teoría y unitario en la práctica, pues, en realidad, sólo la equidad económica de las regiones logrará que no prevalezca una sobre la otra.

 

 

 

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