Globalización, neoliberalismo y después

Antinomias que es imprescindible reemplazar para fortalecer la democracia

 

El desarrollo de la globalización se ha impulsado, hasta ahora, sobre la base de una matriz neoliberal que llegó a un punto en el que ha chocado contra sus propios límites e incluso se ha tornado perniciosa. Pasemos revista.

Margaret Thatcher fue Primera Ministra del Reino Unido desde el 4 de marzo de 1979 hasta el 28 de noviembre de 1990; Ronald Reagan, por su parte, fue Presidente de los Estados Unidos desde el 20 de enero de 1981 al 20 de enero de 1989. Ambos pusieron en marcha políticas orientadas a desestructurar la economía keynesiana y el Estado de bienestar que existía en sus respectivos países. Reagan encaró una desregulación de la economía y el retorno a los principios básicos de una economía de mercado sin intervención del Estado. Thatcher, frente a una economía más afectada que la norteamericana, optó por liberalizarla, privatizar numerosas empresas públicas, bajar impuestos y contener la protesta sindical. Ambos adoptaron los postulados de la Escuela de Chicago, que había sido la usina del paradigma económico neoliberal llamado a sustituir el modelo keynesiano.

Fueron pilares de esta nueva opción: el achicamiento del Estado; la autorregulación de la actividad económica por la vía del mercado; la ampliación de la actividad mercantil y el favorecimiento de las actividades financieras tanto en el ámbito local como en el internacional. De esto último se desprendió un mayor relacionamiento entre países y regiones, que abrió las puertas a una mayor interdependencia y, por ende, al desarrollo del multilateralismo.

Este proceso fue acompañado por una fuerte innovación tecnológica que merced a los avances de la informática, de la cibernética y de la automatización aplicados a la producción, la administración y los servicios –entre muchos otros campos– cambió sustancialmente el mundo del trabajo. Estas nuevas tecnologías tendieron y tienden a sustituir a la fuerza de trabajo y tuvieron una fuerte y negativa repercusión sobre el mundo laboral, donde campearon la desestabilización, la inestabilidad, la precarización y el desempleo. Estas deletéreas consecuencias, que se reflejaron también en el deterioro de los ingresos, fueron detectados tempranamente por diversos investigadores franceses, en la etapa inmediatamente posterior al tándem Reagan/Thatcher. Robert Castell publicó en 1995 La metamorfosis de la cuestión social; en el mismo año, Pierre Rosanvallon dio a conocer La nueva cuestión social; y un año después el mismo Rosanvallon y Jean Paul Fitoussi editaron –en coautoría– La nueva era de las desigualdades. Años más tarde –ya en 2012– Joseph Stiglitz publicaría su demoledor El precio de la desigualdad, cuyo subtítulo “El 1% de la población tiene lo que el 99% necesita” patentiza el descalabro que percibe en los propios Estados Unidos (cabe aclarar que a ese 1% debe tomárselo con pinzas, como el propio autor lo sugiere).

La desaparición de la Unión Soviética, en 1991, contribuyó significativamente al desenvolvimiento de la globalización, que tuvo desde entonces alcance planetario: numerosos países que orbitaban alrededor de aquella decidieron incorporarse a la Unión Europea en incluso a la mismísima OTAN.

 

 

Las crisis, las derechas y el trumpismo

Como consecuencia de una serie de circunstancias en 2008 y en 2010/2011 se desarrollaron sendas crisis en los Estados Unidos y en Europa –en particular pero no exclusivamente en la Eurozona–, paradojalmente los dos grandes gestores iniciales de la globalización. Se combinaron en ambos casos un escaso dinamismo económico, un incremento considerable de la deuda pública, un manejo ineficiente de la actividad bancaria y un desarrollo desmesurado y muy poco controlado de las actividades financieras, entre otras causales. Ambas crisis marcaron la existencia de una dinámica perversa que se volvió también inmensa.

Por debajo de aquella dinámica habían/han quedado instaladas y actuantes dos antinomias correlacionadas. Una era/es la que enfrenta a la competitividad con la inclusión. En este caso, el polo positivo incorpora tecnologías informatizadas y ahorradoras de mano de obra, en tanto que el polo opuesto padece la falta de empleo y/o la inestabilidad y la precarización laboral, mencionadas más arriba. Dicho en corto: la competitividad y la inclusión se llevan mal en la matriz neoliberal. Al punto que es posible decir la libertad (de mercado) se ha comido la equidad –o igualdad— social. La otra antinomia es la que marca una distribución del ingreso muy desequilibrada, que da como resultado un polo híper beneficiado y otro muy perjudicado.

Hay en este dispositivo una condena económica de los menos pudientes y más vulnerables, que seguramente produce malestar, disgusto, rechazo y –por qué no– indignación. Pero hay también una condena política. Salvo excepciones, no son pocos los países en los cuales oficialismo y oposición –liberales conservadores, socialdemócratas o sedicentes progresistas– no se ha diferenciado significativamente en lo que respecta a la gestión de la economía neoliberal. Con sus más y sus menos más bien la han servido. De lo cual ha resultado una falta de atención y/o un desamparo político de los pobres y/o afectados que en no pocos casos han tendido a buscar cobijo en otros campamentos, para bien o para mal.

El crecimiento de las derechas en América y en Europa es en buena parte el resultado de lo expuesto inmediatamente más arriba, a lo que se suman operaciones mediáticas y judiciales que abonan también aquella opción. El trumpismo, el bolsonarismo, las derechas europeas, algunas de las cuales también gobiernan, son ejemplos que emergen en buena medida de los estragos y rechazos causados por las duraderas antinomias indicadas más arriba. Si se las examina en detalle seguramente se encontrarán en ellas determinaciones particulares y/o singulares que también aportan a ese resultado: la derechización electoral de porciones variables de los afectados y/o los no pudientes.

 

 

Final

Ninguna suerte está echada aún. Lo cual implica que el horizonte de posibilidades está abierto todavía.

Sí está claro que hay un asunto nodal que debe ser modificado si se prefiere vivir al amparo de una democracia robusta: las dos antinomias correlacionadas ya indicadas. No será fácil porque han sido y son un duro fundamento del desarrollo de la globalización tal como la conocemos, que cuenta con el aval de los súper ricos del mundo, aquellos que de modo figurativo Stiglitz llama el 1% para su país. Su modificación o su reemplazo, sin embargo, es condición sine que non para avanzar hacia una economía más benéfica y una política mejor: más responsable y más sensata. No va quedando ya espacio para el gatopardismo, es decir para ofrecer algunos cambios para que nada, en el fondo, cambie.

No está fácil imaginar el después en medio de una pandemia persistente y pugnas geopolíticas que no se han visto desde los peores momentos de la Guerra Fría.

Pero claro, como escribió Max Weber, siempre es posible decir “sin embargo”.

 

 

 

 

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