HAY UN ENTERRADO QUE CUENTA

Inmóvil, sepultado en vida, alguien ve cómo múltiples historias tejen la Historia del último par de siglos en una novela de magnífica factura

 

Un tipo semienterrado entre los escombros. Sobresale la cabeza, parte de un brazo, la mano; el resto, más de la mitad del cuerpo, hundido, casi en vertical, sin poder moverse. Pudo haber sido una explosión, un terremoto. Una catástrofe, seguro. Nadie en derredor, silencio. Apenas una ráfaga de luz artificial hace brillar, ni cerca ni lejos, los restos de lo que podría haber sido un azulejo.

Una voz narra la escena, lo que le pasa al tipo. Lo que cree haber visto que el enterrado percibe, piensa, memora, hace. Cree que mueve los dedos, que abre los ojos, que dice algo. No cree relevante relevar detalles. De todos modos quien relata se encuentra imbuido en la creencia, esa cruza de ensoñación diurna y esperanza, de duermevela y repudio a ese paisaje irrefrenable que arrojan los cinco sentidos. Uno pasa a ser la voz del otro allí donde las palabras se intersectan, forman una rara topología multidimensional de letras, afectan tiempos, personajes históricos y de ficción – que no es lo mismo pero es igual. Lograda confluencia la de Enterrados, décima novela de Miguel Vitagliano (Floresta, Buenos Aires, 1961) en la que a partir de un único personaje en un solo escenario se despliega un cosmos dentro del cual caben desde La Divina Comedia hasta los pensadores griegos y, a la vuelta, la guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, el nacimiento de la novela, mucho de los Borges, hasta los Beatles, un poco, tantos otros.

“Mejor no pensar”, uno dice a menudo que el otro dice. Frase que hace de puerta hacia lo inevitable, catapulta al presente narrativo una escena arrancada de la Historia que se refleja en el brillo del irreconocible escombro sobre un instante más real aún. Como puede cobrar realidad la travesía erótica en el carruaje de Madame Bovary o el joven Charles Dickens trabajando en la fábrica de betún o Silvina Ocampo luchando contra su novela La promesa. Porque no hay más ficción que la de la historia cuando es narrada, allí donde queda por siempre perdida en cuanto sucede, es que Vitagliano se vale de múltiples relatos para componer el propio. No sin un eje ni una clave, por cierto.

El eje son las cuplas Francisco Solano López-Elisa Lynch, en espejo simétrico e inverso con Bartolomé Mitre-Delfina de Vedia, ambas en reproducción alterna de la máxima heráldica argenta: civilización o barbarie. La clave que el autor con generosa astucia brinda, son las “referencias por capítulos” que ocupan las últimas tres docenas de páginas del libro, en las que se suceden los fragmentos biográficos o situacionales que aparecen de algún modo mencionados en cada parte del relato. Por eso se sugiere leerlas de a tandas antes de avanzar en los capítulos, breves, ídem. Lecturas cruzadas, las de las parejas entre sí y las de las secciones del libro —y a su vez mutuamente—, reproducen esa galaxia compuesta de fragmentos, escombros de lo visto, oído, leído, como los sueños; como en la agonía, dicen.

La voz cantante va pasando de uno a otro, del diálogo a la reflexión, de la descripción a la duda de la percepción: “No creo que su intención fuera fugarse en el que buscaba, ni escaparse ni fugarse, pensaría que era el mundo entero el que se rendía ante su reino de piedras. Es más, pronunció esas mismas palabras y no eran suyas, Elisa las estaba murmurando frente a la ventana: ¿Quién es la atrapada? ¿Por qué yo y no todos los demás?”.

El enterrado (sobre)vive hoy; es contemporáneo, hay teléfonos celulares y TV, pasaron Evita y el Che, la facultad de Filosofía y Letras queda en la calle Puán (en una novela para nada Puán, felizmente). Pero hoy es al (un) mismo tiempo la mitad del siglo XIX; Juan Manuel de Rosas, Urquiza, la guerra contra el Paraguay, la barbarie plena. Bárbaros que falsifican civilización y viceversa: “El deseo propio se descubre codiciando el deseo del otro”. Vitagliano concentra el paradigma en una escena magistral. Mitre adolescente quiere cruzar el río Salado, muy crecido; va solo. Ignora por dónde: el caballo, sabedor, se le retoba. Surge a sus espaldas una voz, pronto se identifica como Rosas, Don Juan Manuel: “Si cruzás por ahí te vas a ahogar. Seguro. Ese es un mal lugar, chiquilín. Seguime”. Al rato el hombre le indica un vado; aferrado a las crines el joven Bartolomé, cruza. “Mitre contó la anécdota hacia el final de su vida, cuando Rosas ya había muerto. En la vejez se regalaba el protagonismo de un episodio milagroso para terciar con sus historias de Belgrano y San Martín en la tradición por venir”. Pues “Mitre admiró a Rosas antes de elegir odiarlo”.

La Historia sigue siendo la misma aunque esa profusa combinatoria entre lo que el enterrado dice, lo que el narrador aduce, lo que los personajes transitan y lo que jamás se sabrá cómo fue, habilita la literaria proeza, el acto de libertad de que el sentido se desate en el relámpago de la lectura. Enterrados tiene estilo propio.

Un sutil entramado serpentea entre los acontecimientos. Recorrido que devela la falacia o, dicho de otro modo, genera una verdad en otro espacio: como con Sarmiento en otras escenas, el autor muestra una y otra vez a Mitre sobre La Divina Comedia, decidiendo “restarle cuerpo a las palabras”. Allí donde había traducido “por entregarme al fuego como amante”, corrige por el más casto “por conocer el mundo como un experto”. (Inevitable asociar que, si se profana de tal modo al Dante, de qué no se es capaz en una Tribuna de Doctrina). Disección de un país “fundado con la mirada atenta a lo que sucedía en el mundo, se internaba en un frenesí mimético que no iba a abandonar. Sarmiento y la creación de los Jardines de Palermo en lo que había sido la estancia de Rosas. El control simbólico de la barbarie (…) Los portones de hierro colocados por Sarmiento sobre el terreno de los Jardines de Palermo pretendían tomar distancia de la naturaleza, creaban lugar entre la nada”.

Así como la Cultura aplasta la Naturaleza y al final ya no se sabe cuál es cuál, idéntica dialéctica recorre el espacio vacío que brota entre barbarie y civilización. Hueco que está repleto por el mismísimo cuerpo del enterrado. Donde lo que se encontra es el texto labrado por Vitagliano en su despliegue de excelencia narrativa que se mantiene a todo lo largo de la novela y se cierra en uno de los mejores párrafos finales escritos por estas costas. El plural del título, Enterrados, multiplica por millones el compromiso de una Historia hacia los habitantes de una patria sin fronteras en todos los tiempos, y no tanto a la inversa. Desde los escombros del lenguaje y entre el polvo volátil que recrea las versiones de los acontecimientos, nadie queda exento.

 

FICHA TÉCNICA

Enterrados

 

 

 

 

Miguel Vitagliano

Buenos Aires, 2018

274 págs.

 

 

 

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