La ancha vereda del peronismo

No es tan importante que alguien afirme y crea ser peronista sino cuál de los perones es su referente

 

Hay varias cosas sueltas que me invitan a decir una palabra. Breve palabra. De opinólogo, nomás.

 

1. Aumentos y aumentadores

No es fácil, al hablar de inflación y creer que en realidad hay infladores –porque hay quienes aumentan porque sí, por si acaso y porque no–, mirar a determinados responsables si, además, el mismo gobierno aumenta los combustibles, avala el aumento de la luz y el gas (después, especialmente, del brutal aumento de ellos mismos cuando fueron gobierno, en el pasado reciente). Si el gobierno aumenta los combustibles, por ejemplo, lo mismo que la electricidad y gas, ¿cómo no tendrán argumentos para aumentar “porque…” los aumentadores seriales? ¿Y la gente? ¿Y los pobres?

 

2. El peronismo

En sus recientes discursos, el Presidente ha comenzado a repetir que es peronista. Quizás se lo han aconsejado, vistas las encuestas en las que se lo compara más con De la Rúa que con los pasados gobiernos kirchneristas. En la “ancha vereda del peronismo” es evidente que resultan absurdos (además de cómico, en algún caso) los que pretenden tener el peronómetro, por lo que no me atrevería a negarlo. Quizás sea bueno hacer una analogía con el cristianismo, que tiene también una muy “ancha vereda”. En lo personal, por ejemplo, no me atrevería a afirmar que alguien no es cristiano, aunque me sienta casi en las antípodas de sus pensamientos y planteos (eso no quita, por cierto, que todos los que dicen serlo lo sean, pero es otro tema). Me parece, en estos casos, que lo importante no es tanto que alguien afirme y crea ser peronista, sino quién es su referente (obvio que serán Perón y Evita pero, como ironiza Pedro Saborido, hay “muchos perones”). Así, no me parece importante el peronismo autopercibido del Presidente sino el peronismo concreto en las distintas políticas que ejecuta. Y mi sensación al menos es que esa “me la debe”.

 

 

3. La “E” y la inclusión

El Ministerio de Salud acaba de comunicar que utilizará el lenguaje inclusivo. Y lo celebro. Sólo me queda una pregunta. Con más que justa razón, el/los feminismo/s han levantado su voz por la invisibilización de las mujeres en el masculino. Decir “todos” debería –reclaman los reales académicos– incluir varones y mujeres sin aclarar por qué, o por qué no podría ser al revés, o estadístico, y usar el género según la mayoría presente… A raíz de eso comenzó a usarse, en el lenguaje escrito, la @ o también la X. Y, actualmente, la E. Y acá mi pregunta: ¿No se vuelve a invisibilizar a las mujeres con la E? Porque una cosa es decir todos, todas, todes y otra decir, simplemente todes. En lo personal creo que la lucha de las mujeres retrocedería con una nueva invisibilización. La E incluiría el universo no binario, pero sin los otros géneros, insisto, invisibilizaría. Creo. Por eso suelo utilizar, cuando puedo, la a, la o y la e. Me parece más inclusivo.

 

 

4. Nombrar o no nombrar, that is the question

Poner o no poner nombres es una cuestión central, pero según la Justicia y no según las intenciones de los mandantes que quieren nombrar acá y callar allá.

a. La guerra y los nombres

Ya he señalado lo “curioso” (que no es tal) del enojo contra el papa Francisco por no poner nombres a los responsables de la guerra en Ucrania. Curiosamente Juan Pablo II no puso nombres en la guerra de Malvinas y nadie se extrañó. Pero es lo mismo que ocurre con su comentario de que la propiedad privada en un derecho secundario, ya que por encima está el destino universal de los bienes: “Comunista y zurdo” le gritó Javier Milei (con algún insulto más, como es su costumbre); “Montonero”, afirmó un catedrático español. Curiosamente lo mismo habían dicho antes las encíclicas Rerum Novarum 6 (1891), Quadragesimo Anno 49 (1931), Mater et Magistra 11.119 (1961), Pacem in Terris 22 (1963), Populorum Progressio 23 (1967), Laborem Excercens 14 (1981), Sollicitudo Rei Socialis 42 (1987) y el Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 71 (1965), sin merecer tales epítetos.

Los medios, sí, ponen nombres, dividiendo el presente entre buenos y malos según respondan a sus intereses. Y, por supuesto, logrando que millones de inocentes lectores demonicen o canonicen según los deseos (es decir, nuevamente los intereses) de los mandantes. En lo personal creo que lo grave, lo muy grave, más que Fulano o Mengano, es la guerra. La guerra es el gran mal, alimentada por los vendedores de armas (que curiosamente son los mismos que nos dicen que los malvados son los otros), y la guerra es expresión patente de la degradación humana, incapaz de solucionar de otro modo los conflictos.

b. El nombre de las cosas

Mencionar las cosas que pasan supone un diagnóstico. Mal se haría en aplicar remedios para una enfermedad “C” a quien en realidad tiene una dolencia “M”. En estos casos, es indispensable un buen diagnóstico. Diagnóstico que tiene nombres. Cuando uno escucha hablar, sea a obispos argentinos o a autoridades políticas argentinas, de los males que nos aquejan, y ve que faltan nombres, en lo personal al menos me resulta totalmente insatisfactorio. Porque esos males son impulsados por malvados. Y cuando da la sensación de que no se los nombra para no quedar mal con ellos, entonces hay un problema (curiosamente se hace en nombre del diálogo y la tolerancia). Y el problema, me parece, es que todo indica que se han parado en el lugar de los malvados poniendo voz de buenos. Y lo mismo vale para muchos sindicalistas, por más cayetanos o carolinos que sean. Si la jerarquía eclesiástica, los sindicatos o el gobierno no están parados y hablan desde el lugar del pobre, en lo personal creo que han perdido credibilidad. Y su voz, entonces, es voz del eco, no la voz de los que no tienen voz, como se decía antes, por ejemplo, de Evita. Mi sospecha es que ella no lo haría y, además, les diría algunas cosas. Y ya sabemos cuáles.

 

 

 

 

 

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