La lucha es el motor de la Historia

No es joda que somos las hijas de todas las brujas que no pudieron quemar

 

Aun con la emoción atravesada en todo el cuerpo, escribo para poner en palabras sensaciones y ordenar las ideas en ebullición. Los feminismos populares nos parimos con pedagogía de lucha  y –como sostiene Diana Broggi- también con  aquello que puede escapar a lo racional, manejando otros registros del lenguaje. Con deseo, mística, en los duelos y en las celebraciones, con imágenes paganas, con la espiritualidad en los sentidos más amplios, profundos y directos.

Y estos días hicimos Historia, justamente porque la lucha es el motor de la Historia, y  el paso que acabamos de dar con la sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo fue parido en la luchas de miles, en la persistencia de la Campaña Nacional por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito, en la Marea Verde y sus pibas irreverentes, en los talleres de los Encuentros (pluri)nacionales de mujeres, en las convicciones y confianzas construidas con legisladorxs de los distintos bloques, en las organizaciones de la sociedad civil y organismos de derechos humanos, en la capacidad de transformación que tiene la política y en el potente e imparable movimiento de mujeres y de la diversidad de nuestro país.

Y hacer Historia es centralmente transformar los modos en los que vivimos, por eso es fundamental historizar la práctica del aborto para comprender todo lo que se pone en juego cuando se habla del cuerpo y la sexualidad de las mujeres.

El Martillo de las Brujas

El Martillo de las brujas o Malleus Maleficarum -1484-, que no casualmente nos tenía a las mujeres como objeto de estudio, plasmó el discurso inquisitorial en que se legitimó la  primera gran privatización del control social punitivo, sometiendo a las mujeres al patriarcado punitivo. Las brujas eran sujetas desviadas, cuya maldad radicaba en su propia debilidad, lo que las llevaba a hacer un pacto con el diablo[2].

El Malleus afirmaba que “existen siete métodos por medio de los cuales [las brujas] infectan de brujería el acto venéreo y la concepción del útero

  1. llevando las mentes de los hombres a una pasión desenfrenada;
  2. obstruyendo su fuerza de gestación;
  3. eliminando los miembros destinados a ese acto;
  4. convirtiendo a los hombres en animales por medio de sus artes mágicas;
  5. destruyendo la fuerza de gestación de las mujeres;
  6. provocando el aborto;
  7. ofreciendo los niños al Diablo […][3]”.

Parto de esta obra teórica fundamental, porque se trató de un instrumento de opresión y represión de las mujeres durante el Medioevo, aunque las raíces de esa dominación y de las diversas luchas y resistencias de las mujeres,  son muy anteriores a la caza de brujas.

La opresión y subordinación de las mujeres a los hombres se debía a que su explotación tenía una función central en el proceso de acumulación capitalista, en su rol de productoras y reproductoras de la fuerza de trabajo, mercancía esencial del capitalismo[4].

La transición del feudalismo al capitalismo ha probado que la acumulación originaria no solo exigió la derrota del campesinado y de ciertos movimientos urbanos que reivindicaban la vida comunal y el reparto de la riqueza, bajo la forma de diferentes herejías religiosas; sino que a la conquista, el comercio de esclavitud, la expoliación de América y la guerra contra ciertas formas de cultural popular tuvo como principal objetivo a las mujeres. Justamente, la cacería de brujas se ubica tanto en Europa como en América en los siglos XVI y XVII.

 

Las mujeres han sido históricamente objeto de una particular explotación; es por eso que se puede rastrear una directa relación entre la caza de brujas y la división sexual del trabajo que nos recluye al trabajo reproductivo. La obstrucción de las tareas productivas y la imposición de las reproductivas fueron llevadas adelante por medio de la máxima violencia estatal. De este modo, tanto los roles sexuales, como la feminidad son construcciones, constituidas para las mujeres como función-trabajo, bajo la cobertura del destino biológico.

En este sentido, nuestros cuerpos fueron objetos centrales en esta constitución; de allí que la maternidad, el parto y la sexualidad pasaron –y aún lo siguen siendo, aunque a partir de ahora en menor medida- a ser objeto de regulación estatal. Es por eso, que desentrañar la función de la violencia estatal y social vinculada a la sexualidad y la función reproductiva de las mujeres es central para comprender lo que se encuentra con esta enorme conquista de estos días.

De ese modo se puede entender porque el aborto, ha sido a según la época y la cultura, una práctica legal o ilegal acudiendo a diversas razones para justificar lo uno o lo otro.

 

En las sociedades antiguas

Desde un texto chino de medicina escrito tres mil años antes de Cristo, en el que aparece la primera receta de un abortivo oral, en adelante, se ha conocido que distintas culturas han usado diferentes técnicas –tisanas, ungüentos, hierbas, supositorios[5]- para interrumpir los embarazos. En las sociedades antiguas el aborto era una práctica de control de la natalidad, legal, moral y religiosamente aceptada[6].

El aborto dejó de ser considerado como una práctica normal de regulación del control natal, y pasó a ser un asunto teológico y moral, primero, y luego criminal, a partir de los escritos de los primeros cristianos al considerárselo pecaminoso si se lo utilizaba para ocultar el pecado sexual, como la fornicación o el adulterio. Paralelamente, se comenzó a discutir en qué momento ocurría la hominización o infusión del alma en el feto, - algunos creían que sucedía en el momento de la fecundación y otros a los 40 días en el hombre y a los 80 días en la mujer-.

Los códigos sexuales desde el siglo IV en adelante fueron estrictamente regulados eclesiásticamente; en particular, a partir del reconocimiento del poder del deseo sexual que tenían las mujeres respecto de los hombres. De allí que a lo largo de los siglos, y con particular énfasis en el Medioevo, la Iglesia identificó lo sagrado con la evitación de las mujeres y del sexo, haciendo de la sexualidad un objeto de vergüenza como catecismo sexual –condenándose el concubinato, el sexo no procreativo y la homosexualidad[7]-. A su vez, “cuando el crecimiento poblacional se convirtió en una preocupación social fundamental durante la profunda crisis demográfica y la escasez de trabajadores a finales del siglo XIV, la herejía comenzó a ser asociada a los crímenes reproductivos, especialmente la “sodomía”, el infanticidio y el aborto.

 

Esto no quiere sugerir que las doctrinas reproductivas de los herejes tuvieran un impacto demográfico decisivo, sino más bien que, al menos durante dos siglos, en Italia, Francia y Alemania se creó un clima político en el que cualquier forma de anticoncepción -incluida la “sodomía”, es decir, el sexo anal- pasó a ser asociada con la herejía. La amenaza que las doctrinas sexuales de los herejes planteaban a la ortodoxia también debe considerarse en el contexto de los esfuerzos realizados por la Iglesia para establecer un control sobre el matrimonio y la sexualidad que le permitieran poner a todo el mundo –desde el Emperador hasta el más pobre campesino– bajo su escrutinio disciplinario”[8].

Sin embargo, las mujeres continuaban controlando la natalidad por medio del aborto y de distintos tipos de métodos anticonceptivos, e incluso en la Alta Edad Media la Iglesia era tolerante a su uso en los casos en los que se debía a razones económicas.

A fines del siglo XV las autoridades pusieron en marcha una verdadera contrarrevolución, que tuvo entre sus ejes centrales una política sexual fragmentada - legalización de la violación, gestión pública de burdeles, persecución y criminalización a las mujeres-, que concluyó con el dominio total por parte del Estado de la administración de la reproducción de la fuerza de trabajo.

En este contexto, se debe comprender el lugar de igualdad social que los movimientos heréticos asignaban a las mujeres, que, al igual que la libertad sexual que promovían sus doctrinas, explican que las mujeres se encuentren en el centro de la historia de la herejía.

Frente a otra crisis demográfica producida en el siglo XV y la correspondiente contracción del comercio en Europa y en sus colonias, “la principal iniciativa del estado con el fin de restaurar la proporción deseada de población fue lanzar una verdadera guerra contra las mujeres, claramente orientada a quebrar el control que habían ejercido sobre sus cuerpos y su reproducción”[9].

 

 

La caza de brujas fue la herramienta central en aquella guerra contra las mujeres, a través de la demonización de cualquier forma de control de la natalidad y de la sexualidad no procreativa[10]; de la mano de la creación o agravamiento de figuras delictivas como el aborto, el infanticidio y la anticoncepción[11]. Esto último tuvo como directa consecuencia un aumento sustantivo en la tasa de criminalización de las mujeres en Europa durante los siglos XVI y XVII, para lo cual, previamente, se debieron abolir los estatutos que limitaban la responsabilidad legal de las mujeres[12].

“Así, las mujeres ingresaron en las cortes de Europa, por primera vez a título personal, como adultos legales, como acusadas de ser brujas y asesinas de niños. La sospecha que recayó también sobre las parteras en este periodo –y que condujo a la entrada del doctor masculino en la sala de partos– proviene más de los miedos de las autoridades al   infanticidio que de cualquier otra preocupación por la supuesta incompetencia médica de las mismas”[13].

A partir de aquel momento es que se comienza a priorizar la vida del feto sobre la madre frente a una emergencia, posibilitado también por la exclusión de la comunidad de mujeres en el parto y la inclusión de médicos varones.  Las mujeres pierden el control del parto, quedado en manos del Estado y de los hombres el proceso de procreación, al servicio de la acumulación capitalista.

Las acusaciones en los juicios contra las brujas, de prácticas sexuales degeneradas, de la generación de una excesiva pasión erótica a los hombres, de embelesar a los varones y de ese modo que perdieran autoridad masculina, colocaban a toda mujer sexualmente activa como una amenaza social, convirtiéndose los siglos XVI y XVII en un periodo de constante y profunda represión sexual de las mujeres. Esa represión, con cambios, subsiste hasta nuestros días y la sanción de la ley de interrupción voluntaria del embarazo es un paso que desanda ese largo camino represivo.

 

Nuestros cuerpos, nuestras sexualidades, nuestros deseos confiscados en pos de una división sexual del trabajo que siglos y siglos después persiste y sostiene un orden político, social y económico que marida al patriarcado y al capitalismo es lo que comienza a temblar.

 

La lucha por la conquista de este derecho es una lucha que nos hermana con los cuerpos feminizados en cada rincón del mundo y nos une con todas las brujas que fueron quemadas y todas las que sobrevivieron a costa de dominación, represión y  sujeción de un yugo al que le daremos todas las peleas que haya que dar  para seguir corriendo el límite de lo posible.

¡Es Ley!

[1] Este artículo se basa en otro de mi autoría “Criminología feminista. Cuatro siglos de disciplinamiento capitalista a las mujeres. Sobre la politización y apropiación de nuestros cuerpos, de nuestro trabajo y de nuestras sexualidades”. Tratado de Géneros, Derechos y Justicia. Derecho Penal y Sistema Judicial, Tomo I, Rubinzal y Culzoni, Bs. As, 2020. Pags. 267-289.
[2] Ver, Zaffaroni, Eugenio Raúl, Friedrich Spee, Cautio Criminalis, Estudio Preliminar, Editorial Ediar, Buenos Aires, 2017.
[3] Federici, Silvia, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Tinta Limón, Buenos Aires, pág. 309.
[4] Entre otras,  El poder de las mujeres y la subversión de la comunidad de Dalla Costa y Sex, Race and Class de Selma James.
[5] Ver, John Riddle, Eve’s Herbs: A History of Contraception in the West, Cambridge, Cambridge University Press, 1997-
[6] Se entendía que el feto era parte del cuerpo de la mujer, y como ella, en muchas culturas le pertenecía al padre o al esposo.  En el antiguo Derecho Romano no hay disposiciones sobre el aborto; en la época del Imperio.  Aristóteles defendía el aborto para limitar los nacimientos en las familias muy numerosas o humildes. Hipócrates demostraba conocer fórmulas abortivas, aunque llamaba la atención los riesgos para la salud que esto implicaba. En América, según la descripción que hizo Fray Bartolomé de Las Casas los indígenas abrumados por el exceso de trabajo y el maltrato que sufrían de parte de los españoles, utilizaban la práctica del aborto para que las descendencias no llegaran a sufrir las mismas desgracias.
[7] La Iglesia condena por primera vez la homosexualidad en 1179, en el Tercer Sínodo Laterano.
[8] Federici, Silvia, Ob. Cit. pág. 69.
[9] Ibídem, pág. 158.
[10] La condena del aborto y de la anticoncepción eran entendidas como maleficium.
[11] Se crearon verdaderos aparatos de control administrativo para la vigilancia de los embarazos, debiéndose registrar de cada uno de ellos; llegando en algunos casos a sentenciar a muerte a las mujeres cuyos bebes morían antes del bautismo, como en Francia de acuerdo al Edicto real de 1556.
[12] “La asociación entre anticoncepción, aborto y brujería apareció por primera vez en la Bula de Inocencio VIII (1484) que se quejaba de que: A través de sus encantamientos, hechizos, conjuros y otras supersticiones execrables y encantos, enormidades y ofensas horrorosas, [las brujas] destruyen a los vástagos de las mujeres […] Ellas entorpecen la procreación de los hombres y la concepción de las mujeres; de allí que ni los maridos puedan  realizar el acto sexual con sus mujeres ni las mujeres puedan realizarlo con sus maridos (Kors y Peters, 1972: 107-08). A partir de ese momento, los crímenes reproductivos ocuparon un lugar prominente en los juicios. En el siglo XVII las brujas fueron acusadas de conspirar para destruir la potencia generativa de humanos y animales, de practicar abortos y de pertenecer a una secta infanticida dedicada a asesinar niños u ofrecerlos al Demonio”. Silvia Federici, Ob. Cit. Pág. 292.
[13] Federici, Silvia, Ob. Cit. pág. 160.

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