En junio del 2002, unos meses después de que Fernando De la Rúa huyera en helicóptero dejando un país en llamas y un tendal de muertos, se estrenó en la Argentina La suma de todos los miedos (The Sum of All Fears), del director Phil Alden Robinson. La película está basada en la novela homónima de Tom Clancy y es uno de los capítulos de la saga de Jack Ryan (programador de la CIA interpretado en este caso por Ben Affleck y otras veces por Harrison Ford, Alec Baldwin y, últimamente, por John Krasinski).
La historia trata sobre un grupo neonazi conformado por empresarios poderosos, banqueros y militares, que sueñan con relanzar el legado de Adolf Hitler. Su idea, elemental pero contundente, consiste en impulsar un enfrentamiento entre Estados Unidos y la Federación Rusa para que se destruyan mutuamente con su arsenal nuclear. El nuevo Reich se erigiría sobre las cenizas de los vencedores de la II Guerra Mundial.
Los conspiradores consiguen hacer explotar una bomba nuclear en un estadio de Baltimore en el que se encuentra el Presidente estadounidense, que logra salvarse. El objetivo es que la Casa Blanca considere que se trata de un ataque ruso y responda con firmeza, impulsando así la deseada escalada bélica. La oportuna intervención de Ryan, ayudado en las sombras por Anatoli Grushkov, un veterano asesor del Kremlin, consigue frenar el conflicto para luego descubrir la conspiración y desenmascarar a los responsables.
En la escena final (teniendo en cuenta que pasó casi un cuarto de siglo desde su estreno, me permito contarla), los Presidentes de ambas potencias rinden homenaje a las víctimas de Baltimore y firman un acuerdo para limitar la proliferación de las armas de destrucción masiva. Mientras los dos mandatarios, rodeados de funcionarios, participan de la ceremonia en un elegante salón de Washington, agentes secretos de ambos países liquidan uno a uno a los responsables de la conspiración, con Nessun dorma —la célebre aria de Turandot, de Puccini— de fondo.
El director rinde así homenaje a la escena icónica del bautismo en El padrino, en la que la familia Corleone asesina a los jefes de las familias rivales, mientras el nuevo Don, Michael Corleone, declara renunciar a Satanás.
Como espectadores recibimos ese final casi con alivio: consideramos que los malos, al menos esta vez, tuvieron su merecido. No es para menos, se trata de un reducido grupo de privilegiados que hubieran matado a millones de personas con tal de llevar adelante su sueño hitleriano.
Como ciudadanos, aceptamos la hipocresía del Estado ilustrada en esa escena final, ya que intuimos que la virtud del acuerdo de paz tiene su contracara en el ajusticiamiento sumario de quienes pusieron en peligro al planeta. Se trata, como en el caso de Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance), el western crepuscular de John Ford, de un dilema ético: ¿puede un crimen ser virtuoso? (“si es un crimen, no puede ser virtuoso”, diría Graciana Peñafort; “si es virtuoso, no es un crimen”, le respondería Edgardo Mocca). Por supuesto, no aceptaríamos cualquier represalia. Si los agentes bombardearan una ciudad entera para eliminar a los conspiradores o torturaran a sus familiares en busca de información, nuestra reacción como ciudadanos e incluso espectadores sería otra. Pero, limitado a los culpables, aceptamos no sólo el acto en sí, es decir, los asesinatos extrajudiciales, sino que comprendemos que la razón de Estado impida que los países que los llevaron a cabo los reconozcan.
Recordamos, en ese sentido, la famosa advertencia en el inicio de cada nuevo capítulo de la saga de Misión Imposible: “Si cualquiera de los miembros de su equipo es capturado o herido, el secretario negará cualquier conocimiento del asunto”. Esa hipocresía, “el homenaje que el vicio le rinde a la virtud”, según François de La Rochefoucauld, tan necesaria para mantener la ficción del Estado de derecho, ha ido mermando en las últimas décadas. Podemos situar, en ese sentido, un momento bisagra con el desembarco en 2001 de los neoconservadores en la Casa Blanca, de la mano de George W. Bush y Dick Cheney.
La invasión a Irak fue un ejemplo claro de la nueva política de lo explícito. En Desvelando la verdad (Shock and Awe), película estrenada en 2017, Rob Reiner describe las mentiras de la administración Bush para justificar dicha invasión a partir de los nexos imaginarios entre el entonces Presidente Sadam Huseín y Osama Bin Laden y de las armas de destrucción masiva iraquíes, tan imaginarias como los lazos entre un líder laico como Huseín y un entusiasta de la Guerra Santa como Bin Laden.
Luego de que saltaran a la luz las mentiras con las que se había lanzado la operación (“No hay duda de que Sadam Huseín tiene armas de destrucción masiva”, afirmaba Cheney en agosto del 2002), Bush justificó la invasión y ocupación de un país soberano reconocido por la Organización de las Naciones Unidas (ONU): “El mundo es más seguro porque ya no está Sadam Huseín” y, unos años después, en referencia a la pantomima de juicio que concluyó en la muerte del ex Presidente iraquí: “La ejecución del ex dictador Sadam Huseín es un hito importante en el camino de Irak hacia la democracia”. No hubo ni disculpas, ni tampoco una pudorosa ficción política para atenuar el efecto catastrófico de una mentira de Estado y la devastación de un país miembro de la ONU.
Pero esa nueva política no fue monopolio de los neoconservadores. El 2 de mayo del 2011, el demócrata Barack Obama, Presidente norteamericano y Premio Nobel de la Paz, informó que: “Es un gran día para América, el mundo es más seguro y mejor a causa de la muerte de Osama Bin Laden. (…) Su desaparición debe ser bienvenida por todos los que creen en la paz y la dignidad humana”.
El ex Presidente Bill Clinton aseguró por su lado que la muerte de Bin Laden era un momento “profundamente importante” para las personas de todo el mundo que buscan un “futuro común de paz y libertad”. Benjamin Netanyahu, ya por entonces Primer Ministro israelí, sostuvo que la muerte de Bin Laden era “un triunfo atronador para las naciones democráticas que combaten el terrorismo”. Nicolas Sarkozy, Presidente de Francia, la consideró como una “derrota histórica de la plaga del terrorismo”. David Cameron, Primer Ministro británico, la definió como “un gran alivio para el mundo”. El ministro italiano de Relaciones Exteriores, Franco Frattini, la expuso como “una victoria del bien contra el mal, de la justicia contra la crueldad”. “Hoy hemos despertado en un mundo más seguro”, escribió con voluntarioso optimismo el presidente del Parlamento Europeo (PE), Jerzy Buzek, y el Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, opinó que “la muerte de Osama Bin Laden anunciada por el Presidente Obama marca un hito en la lucha común contra el terrorismo”.
Todos esos hombres de Estado entusiastas de la paz saludaron de forma unánime el accionar de un comando norteamericano que violó el espacio aéreo de Pakistán, allanó ilegalmente la vivienda de Bin Laden, mató a sus habitantes —incluyendo a la esposa—, se llevó el cuerpo del sospechoso y lo arrojó al mar. A diferencia de lo que ocurría con el equipo de Misión Imposible o con los agentes rusos y norteamericanos de La suma de todos los miedos, el poder político no sólo reconoció el crimen, sino que se vanaglorió de haberlo ordenado.
Como opinó en aquel momento la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú —a contramano de la mayoría de sus colegas—, existen muchas similitudes entre el accionar de ese comando y el de los grupos de tareas que secuestraron y torturaron supuestos subversivos durante la última dictadura cívico-militar, incluyendo el destino final del cuerpo.
Que el poder político supuestamente democrático deje de lado la hipocresía y reconozca abiertamente ajusticiamientos sumarios que ni siquiera las juntas militares se atrevieron a explicitar, marca sin duda un cambio radical. Los neoconservadores, pero también los supuestos gobiernos progresistas, impulsaron una suerte de moralismo selectivo, que establece la legitimidad de asesinar a plena luz del día si tomamos la precaución de calificar a quienes son abatidos como subversivos, terroristas, enemigos de la libertad o el calificativo que toque en ese momento.
El gobierno de la motosierra que padecemos en la Argentina, así como la violencia explícita que impulsó Jair Bolsonaro en Brasil o impulsa Donald Trump en Estados Unidos, serían inexplicables sin, entre otras cuestiones, el cambio de rumbo en las relaciones internacionales al que asistimos en las dos últimas décadas. La tan remanida guerra contra el terrorismo —en la que siempre estamos a un asesinato de conseguir la paz— no ha hecho más que incrementar dicho terrorismo y evaporar las libertades en los países supuestamente democráticos.
Al final de La suma de todos los miedos, el veterano Grushkov y el joven Ryan acuerdan “mantener abiertos los canales con la esperanza de evitar un desastre”. Tal vez reconciliarse con la vieja política y sus virtudes sea una buena manera de evitar el desastre de la crueldad explícita.
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