La vecinocracia

El punitivismo de abajo, expresión antipolítica de la democracia

1.

En la última década hemos asistido a la formación de un nuevo vecinalismo a la altura de los temores que los vecinos fueron incubando durante décadas. Un vecinalismo que averiguamos enseguida en los cartelitos “vecinos alertas” o “seguridad vecinal”, pero también en la cultura de la queja y la indignación propalada desde los grandes medios con los separadores radiales, una nueva ética protestante exaltada por los movileros cuando le ponen el micrófono a la víctima de turno.

Se trata de una tradición de larga duración en Argentina que nos retrotrae a los vecinos contribuyentes y gestores de la ciudad del siglo XIX, pasando por el fomentismo, el peticionalismo municipal, los partidos vecinalistas del siglo XX, hasta llegar al vigilantismo. Con el vigilantismo queremos hacer alusión al giro policialista del vecinalismo. Los vecinos honestos se vuelven vecinos alertas. No basta la honestidad, se necesita ser prudentes. La prudencia nos enseña a estar precavidos y asumir los riesgos. Un vecino responsable es un vecino atento, que permanecerá vigilando el barrio y su hogar. Con el vigilantismo el vecinalismo se repliega en el territorio y modifica sus alianzas. Son vecinos afiliados a la comisaría de la zona, asociados a prácticas de delación. Vecinos que se la pasan apuntando con el dedo, estigmatizando al otro que no comparte sus formas y estilos de vida.

Pero el vigilantismo retoma la tradición antipolítica que caracterizó al vecinalismo tradicional. En efecto, los vecinos continuarán vaciando la política de contenido político, solo que ese vaciamiento se hará con otras razones o, mejor dicho,  impulsados por otros sentimientos. Un vecinalismo organizado en función de la seguridad, del miedo nuestro de cada día. Porque a diferencia del fomentismo que se reunía alrededor de los problemas de infraestructura que tenía el barrio (para conseguir el asfalto, las cloacas o el agua potable), el vigilantismo hará pivote sobre los problemas de inseguridad que acechan al vecindario: los vecinos se juntan para pedir al comisario más móviles patrullando o que consigne más agentes en las esquinas; para exigir al intendente o sus delegados que se poden los árboles, dispongan mejores luminarias, cámaras de video-vigilancia o repartan botones anti-pánico.

Los reclamos de los vecinos quieren ponerse más allá de cualquier ideología. Porque la inseguridad, se ha dicho, afecta por igual a todos los vecinos. Los ladrones no preguntan la adscripción partidaria antes de realizar sus fechorías. Los vecinos son activistas de lugares comunes post-ideológicos, que suelen manifestarse “sin banderías partidarias”, portando pancartas con consignas hueras y algunas veces con leyendas que rayan el odio. Sus repertorios de acción colectiva están compuestos por las marchas de silencio o cacerolazos, amontonamientos más o menos espontáneos en la calle, siempre en torno a las cámaras de televisión. Vecinos que formarán una muta indignada para manifestar su bronca mientras el resto de los vecinos posesos, con el ceño fruncido, repetirán el habitual mantra: “Se-gu-ri-dad, se-gu-ri-dad, se-gu-ri-dad”. Son vecinos que están dispuestos a resignar su libertad a cambio de más seguridad. Aprendieron que el precio de la seguridad es el enclaustramiento y, por añadidura, la paranoia. Una patología que también deberán aprender a disimular a base de fármacos y visitas periódicas al terapeuta.

 

2.

La vecinocracia es el gobierno de los vecinos vigilantes. Con la vecinocracia estamos haciendo referencia a esa nueva forma de soberanía territorial acotada y circunscripta al barrio. Los “vecinos alertas” son la expresión de un empoderamiento visceral que será retroalimentando con las políticas de la prevención situacional. Como dijo el criminólogo italiano Alessandro Di Giorgi: la “tolerancia cero” es un control participatorio, toda vez que implica a los vecinos en las tareas de control. Para que los policías puedan actuar preventivamente, además de facultades discrecionales necesitan que los vecinos le mapeen la deriva de los colectivos de personas productores de riesgo. De esa manera, el punitivismo de abajo empalmará con el punitivismo de arriba. Los funcionarios, algunos cautivos de las urgencias electorales y la falta de ideas, otros fervientes partidarios del castigo anticipatorio, están dispuestos a decirles a los vecinos lo que estos quieren escuchar: que la seguridad es igual a más policías, más armas, más cámaras, que se necesitan más penas, nuevas figuras penales, más cárceles. Con ello, el gobierno cruza los dedos y espera que la inversión en materia de seguridad les permita llegar a las próximas elecciones distrayéndonos de la crisis económica.

En ese sentido, el vecino es una figura social que compite con el ciudadano. Alguna vez el ciudadano le ganó al vecino, pero ahora el vecino le está ganando al ciudadano. El vecino y el ciudadano son la misma persona, pero cada una de estas figuras propone papeles diferentes para cada individuo. No es lo mismo que el individuo se piense como un ciudadano ilustrado, a que lo haga encarnando al vecino alerta. Si el ciudadano es una figura universal y abstracta será porque los individuos fueron desencajados de su entorno para ser interpelados por la legalidad de turno, es decir, en función de los derechos que el estado le promete a cada individuo, más allá de su realidad. Por el contrario, el vecino es una figura particular y concreta. Si los barrios no son siempre el mismo barrio, tampoco los vecinos serán siempre el mismo vecino: los vecinos no tienen la misma capacidad contributiva y tampoco los mismos estilos de vida, los mismos valores, los mismos bienes que proteger. Por tanto merecen formas de seguridad diferentes acordes a la capacidad de consumo: Dime cuál es tu estándar de vida y te diré la seguridad que te corresponde, cuánta plata deberás invertir para prevenirte y cuántos patrulleros tendremos circulando en tu zona. Ahora bien, más allá de estas diferencias, los vecinos pueden tener los mismos sentimientos o ser afectados por los mismos acontecimientos.

 

 

Si al ciudadano lo impulsan las razones superficiales, a los vecinos los sentimientos más o menos profundos; si las acciones de los ciudadanos deben guardar las formas y las citas sociales que exige cualquier intercambio político, los vecinos, por el contrario, reniegan de la corrección política, se dejan llevar por las emociones y están dispuestos a encolerizarse rápidamente. Se mueven bajo el estado de emoción violenta y su verba no necesita guardar ningún cuidado. Pueden pasar de la indignación a la ira y su violencia escala muy rápidamente hacia los extremos. Prueba de ello son los linchamientos o tentativas de linchamiento, los escraches en las redes sociales o lugares de trabajo, las lapidaciones a policías y comisarías, las quemas de viviendas, los asaltos colectivos a determinados negocios. Los vecinos no quieren dialogar, sólo reclaman medidas contundentes mientas les advierten a los funcionarios: “Si no hay gatillo policial habrá linchamiento vecinal.” Como dijimos en otra nota para El Cohete a la Luna: las fuerzas vivas de la sociedad no son la expresión de la ausencia del estado sino de la frustración vecinal. El Estado no está presente con la munición o la puntería que a ellos les gustaría que tengan.

 

 

La vecinocracia no sólo está desautorizando los debates colectivos cuando reclaman medidas urgentes, sino que vacía los espacios públicos al refugiarse en la esfera privada, un santuario repleto de chiches y electrodomésticos que hay que defender cueste lo que cueste. La intimidad encantada de que el vecino sólo estará dispuesto a abandonarla cuando haya que repasar junto a otros vecinos el derrotero del barrio, o reclamar mayores medidas de seguridad. Para los vecinos alertas los espacios públicos son espacios de vigilancia. No se organizan para celebrar encuentros sino todo lo contrario: lugares que deben permanecer vacíos, siempre despejados, que se disponen para la circulación o ser admirados a larga distancia, para ser embellecidos o frecuentados en familia, siempre en el marco de políticas de prevención ambiental que desalienten las incursiones de los incivilizados. Como señalaron los neoconservadores, autores de la teoría de las ventanas rotas: un entorno degradado invita a creer que a nadie le importa nada y, por tanto, crea condiciones para que el barrio sea objeto de actos vandálicos hasta convertirse en el escenario ideal para otras transgresiones mayores.

Por eso, más allá de que los vecinos nunca son el mismo vecino, la vecinocracia será experimentada como la expresión de una sociabilidad homogénea, organizada a partir de consensos anímicos que serán periódicamente avivados por el periodismo televisivo, y testeados en los focus group a través de los cuales se extrae la “línea correcta” para entrenar la demagogia política electoral. Una expresión que los comisarios saben interpelar en los foros vecinales que improvisan en su seccional, pues saben también que allí se van a encontrar con una audiencia exaltada o fuera de sí, diciendo lo que ellos quieren escuchar, pidiendo los que ellos necesitan: que se sienten inseguros, que no pueden andar tranquilos por la calle, salir de noche, en otras palabras, que desean más patrulleros, más policías, más controles, más armas, es decir, que la policía necesita más presupuesto.

 

 

3.

Dijimos que la vecinocracia es, en gran medida, producto de sus temores. Temores que fueron fermentando al interior de sus hogares, frente al televisor. Temores mal encausados, que luego hablan a través de diferentes prejuicios y que canalizan otras incertidumbres que tienen que ver con la corrosión del carácter, el desempleo y la precarización que amenazan con socavar su estilo de vida. Temores que tienen además un contexto político caracterizado por la incapacidad de los partidos para agregar los intereses y problemas de los vecinos, y la incapacidad del sistema judicial para reponer la certidumbre a la vida cotidiana. El vértigo que produce el neoliberalismo, escribió el criminólogo británico Jock Young, el miedo a no poder pagar el crédito hipotecario, el temor a no poder continuar viajando en vacaciones, a perder el status de consumo y a no tener la plata para cambiar el auto, o cubrir la cuota del colegio de los hijos o la salud prepaga, lleva a los vecinos a descargar su angustia sobre los más vulnerables. Esa catarsis se produce a través de mediaciones sociales, configuradas por determinados eventos –como los robos o hurtos y otros hechos que impactan en la integridad física de las personas— que tienen no sólo la capacidad de ganarse la atención de los vecinos sino además de no generar divisiones entre ellos. La muerte de una mujer embarazada en una salidera bancaria no genera escisiones. Más allá de que uno viva en un country o una villa, sea de River o Boca, macrista o peronista, todos nos vamos a sorprender diciendo: “¡Qué barbaridad!” A través de las ceremonias de degradación que se producen en torno a la estigmatización, los vecinos alertas le ponen un rostro a su incertidumbre, transformando el miedo abstracto en un miedo concreto. Al asignarle un estereotipo  al miedo que los acosa, los miedos se vuelven manipulables y pueden redireccionarlos hacia los protagonistas de aquellos pequeños eventos que no tienen nada que ver con la incertidumbre económica que transitan los vecinos. La cuestión social no sólo se desplaza hacia la cuestión policial, sino que las respuestas que eventualmente puedan llegar a ensayarse no guardan tampoco proporción con los hechos que tuvieron lugar. No estamos, entonces, ante el relanzamiento de la ley del talión: en este país, el robo de un teléfono celular puede costarte la vida. La infamia es el consuelo que tiene los vecinos que sienten amenazados sus estilos de vida.

 

 

Que conste que no estamos diciendo que la sensación de inseguridad sea una quimera y, mucho menos, que no tenga relación alguna con la expansión de determinadas conflictividades sociales, como por ejemplo, con el aumento del delito predatorio y el uso de la violencia expresiva. Pero no hay que confundir el delito con el miedo al delito. Se trata de problemas vinculados pero con causas distintas. Que sea una sensación no significa que sea una ficción: el miedo al delito modifica las maneras de habitar el barrio y transitar la ciudad, trasforma el universo social, no sólo porque los aísla en su bunker, esa cápsula que inmuniza a los vecinos, sino porque va constriñendo sus redes sociales, espaciando la frecuencia de los encuentros, modificando los horarios y sus rutinas. Pero lo que me interesa subrayar aquí es que muchas veces el miedo de los vecinos no guarda simetría con aquellos conflictos. Que sus representaciones son exageradas y a veces muy exageradas, respecto de lo que realmente sucede en su barrio o la ciudad. Sin lugar a dudas el miedo es la manera que tienen los vecinos de manifestar que no se van a resignar a aceptar con sufrimiento este nuevo estado de cosas. Sus umbrales de inseguridad no se negocian. Pero hay algo más en ese sentimiento confuso: un deseo de revancha social. Una revancha que averiguamos en el linchamiento vecinal, pero también en los escraches, las tomas de comisaría, en la justicia por mano propia o los comentarios del lector. Son formas distintas de infamia a través de las cuales se practica la justicia vecinal, una justicia tributaria de la justicia mediática, urgente y sin pruebas, sin derecho a la inocencia y al debido proceso, que no busca resolver los conflictos sino perpetuarlos en el tiempo, volver a pasar por ellos, revivirlos, para sentirlos otra vez y producir la catarsis. De allí que detrás de un vecino alerta haya también un resentido.

 

4

La vecinocracia impone a los vecinos maneras de actuar, sentir y hablar. El vigilantismo, la estigmatización, el chismerío, la indignación, la victimización, la sociabilidad organizada en función de las afinidades, son modos de acción que interpelan y lleva a actuar a los vecinos de esa manera por el sólo hecho de ser vecinos. Vecinos envueltos en formas de socialización que no siempre eligieron, que se sorprenden repitiendo muchas veces sin darse cuenta. No digo que los vecinos marchan solos, digo que suelen entrar en trance cuando están presos del miedo o cunde el pánico en el barrio. Y que conste que eso no significa que sean totalmente ajenos a todas las prácticas que protagonizan o las vivan con extrañamiento. Son un efecto pero también una causa. La vecinocracia impone maneras de estar en la ciudad, nos carga humores y clisés. Cuando habla el vecino, de alguna u otra manera el resto de los vecinos se sienten escuchados y hablados también. No importa que se trate de Fulano, Mengano o Perengano. Cambian los vecinos, pero las declaraciones, los sentimientos de indignación, la queja, las técnicas retóricas utilizadas para justificar sus actos hostiles, serán más o menos las mismas. El vecino obrará conforme al resto de los vecinos, en función de los papeles que le asigna la vecinocracia.

La vecinocracia es el nombre de una violencia latente, la expresión de un consenso anímico que encuentra en los imaginarios autoritarios de larga data un punto de apoyo. La manifestación de procesos de formación de un acuerdo difuso en torno a la necesidad de apuntar al prójimo, sea para matarlo o herirlo de muerte simbólica; de apartar al otro que tiene otros estilos de vida, otras pautas de consumo, otros rasgos étnicos, otra cultura. La violencia vecinal es una violencia anónima y espectral, que se respira en el ambiente. No se puede imputar a nadie en particular porque involucra a todos los vecinos atrincherados que siguen al otro por televisión, cada vez más prejuiciosos, más temerosos en su autosegregación.

La vecinocracia es la expresión de una comunidad imaginaria que viene calando hondo, sobreimprimiéndose al “imaginario gorila”. Una violencia disimulada con rutinas religiosas, hábitos de consumo, pergaminos que certifican buenas acciones, diplomas universitarios y otros buenos modales. Una violencia interpelada por el periodismo entusiasta que se autopostula como su intérprete genuino.

 

 

En definitiva, la vecinocracia es una experiencia antipolítica que desautoriza la democracia cuando impugna las mediaciones políticas. La agenda de los vecinos es pre-política porque pretende poner los problemas más acá de las “discusiones políticas”. Pero además resulta ser antipolítica porque –por un lado— clausura los debates con las interpelaciones urgentes al poder ejecutivo, y porque —por el otro— las respuestas que traman más allá del estado de derecho pertenecen al orden del estado de la naturaleza. Los vecinos alertas desconfían de la política y cuando cunde el pánico, recomiendan cerrar filas para actuar rápidamente.

No es casual que la vecinocracia se haya transformado en el mejor aliado de este gobierno que hizo de la política una cuestión moral, que vació la política a través del cotillón y la mentira sistemática. El punitivismo de abajo encuentra en el punitivismo de arriba su mejor confirmación. Juntos están poniendo a la democracia en lugares cada vez más difíciles. Lejos de crear condiciones para debatir entre todos y todas como queremos vivir, patean la mesa, desautorizan la política y clausuran la democracia.

 

 

*Docente e investigador de la UNQ. Director del Laboratorio de Estudios 
Sociales y Culturales sobre violencias urbanas de la UNQ (LESyC). 
Autor de Temor y control, La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: 
olfato social y linchamiento vecinal (de próxima aparición en editorial EME). 

 

 

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