Los préstamos del imperio

La aparente amabilidad y benevolencia de los que mandan

The Flight of the Prisioners, James Tissot, 1896-1902.

 

En la historia bíblica, cada potencia dominante ejerció diferentes modos de imperialismo o colonización sobre sus vencidos. Los asirios deportaban poblaciones enteras, implantando en el lugar vaciado gentes diferentes; en adelante, nadie tendría memoria, ni amor a la tierra. Los babilonios optaron por llevar a las grandes elites a su propia tierra; aquellos que tomaban decisiones estarían, entonces, bajo control. Ambos, además, saquearon totalmente las ciudades conquistadas. Los persas, en cambio, eligieron un modo que podría caracterizarse de “amable”. Dividieron todo su territorio en “provincias”, llamadas satrapías, a cargo de un sátrapa al mando de un pequeño ejército. Todos los sometidos podrían volver a “sus casas” y hacer su vida “normal”. El sátrapa garantizaba que no hubiera disturbios y que se pagaran impuestos (los judíos, concretamente, según Heródoto, debían pagar 350 talentos de plata al año). Más adelante, griegos y romanos –con sus matices, en ocasiones importantes– vieron la conveniencia de este modelo y lo aplicaron en tierras conquistadas.

Pues bien, los judíos, que creían que Dios les había regalado una tierra (la “tierra prometida”), que se hacía presente en un lugar (el templo de Jerusalén), que les mostraba un modo de vivir (la “ley” de Dios) y que tenía una especie de hijo adoptivo que los conducía (el rey, hijo de David), al ser invadidos por los babilonios perdieron absolutamente todo (año 597 a.C.). Nada de eso quedó en pie. El campesinado (la enorme mayoría de la población, por cierto) estaba en la tierra, pero sin control ni conducción (“dispersos como ovejas sin pastor”) y quienes debían conducir estaban exiliados a más de 1.000 kilómetros. Pero cuando Ciro, el rey persa, dominó Babilonia e instauró una nueva potencia dominante (año 537 a.C.), muchas cosas parecieron normalizarse; especialmente a partir de Darío (521-486 a.C.) se pudo regresar a la tierra, tener un templo y obedecer (relativamente) la ley de Dios. Faltaba, fundamentalmente, un rey, así que empezó a surgir la esperanza de que alguna vez habría un “ungido” (la coronación de los reyes incluía ser ungidos con aceite, momento en el que Dios fortalecería a su elegido con su espíritu). Como se sabe, ungido en hebreo se dice “mesías”, con lo que la expectativa para momentos de libertad más plena seguía vigente y en tensión al futuro. Pero, al menos, aunque la libertad era relativa, era ciertamente mayor que en tiempos babilonios. Incluso, a fin de que la población conquistada y dominada no se sintiera “oprimida” (sic), los persas alentaron en Israel a que reconstruyeran un templo (para lo que hicieron un préstamo adecuado, e incluso enviaron un coordinador, obviamente “persófilo”), a fin de que la ley y el templo parecieran demostrar que “Israel ha vuelto”. Préstamo que, ciertamente –impuestos mediante– debía ser devuelto. Según algunos estudiosos, en las ruinas de Jerusalén, antes de esto, la población no llegaba a 500 personas; de hecho, el templo sería pequeño (celebrado –según algunos– en el año 515 a.C.; o 450 a.C. según otros, cuando la población ya alcanzaba los 1.000 habitantes). Luego será muy agrandado a partir de Herodes, el grande, con evidentes características helenistas; en tiempos de Jesús no estaba aún terminado.

Notemos algunos detalles: la aparente amabilidad persa, ciertamente, no era gratuita. Contar con poblaciones más a gusto garantizaba una cierta tranquilidad en el comercio por los caminos del imperio. Es importante, además, recordar que la religiosidad persa se aproxima bastante al monoteísmo, y está marcada por un evidente dualismo: bien-mal, verdad-mentira. Así debe entenderse la relación con los pueblos dominados. Así lo señala el gran conocedor de Oriente antiguo, Mario Liverani:

 

Frente a los cultos locales su actitud es significativa. Tal vez Ciro, y Darío con seguridad son zoroastrianos. El dios Ahura Mazda es su dios supremo, único. Los demás dioses (que son más bien entes demoníacos) son arrojados a un nivel inferior y forman la parte contraria, el reino del mal y la mentira, pero toleran el culto a los dioses de los vencidos. Ciro se proclama devoto de Marduk cuando toma Babilonia (tratando de granjearse la simpatía de los vencidos) y publica el edicto de regreso a Jerusalén del pueblo de Yahvé (con la misma intención). Su criterio es el pluralismo y la tolerancia: cada región y cada pueblo tiene sus dioses, se deja libertad de culto, las estatuas de los dioses vuelven a su sitio, se celebran las fiestas, se reconstruyen los templos y el emperador universal es el amo benévolo de todo esto. ¿Podía aprobar el mazdeísta que llevaban dentro los reyes aqueménidas lo que les aconsejaba la razón de Estado? Porque lo que a nosotros (herederos espirituales de los vencidos) nos parecen de justicia y libertad, un enfoque mazdeísta son concesiones al reino de la mentira. Tal vez la «verdad» y la «ley» zoroastrianas se limitaban a los aqueménidas, a los persas o, como mucho, a todos los iranios, mientras que los otros pueblos eran irremediablemente adoradores de no-dioses. Cuando Cambises, primero en Babilonia y luego en Egipto, se mostró intolerante con los «otros» cultos, la tradición le señaló para siempre como un insensato. [M. Liverani, El Antiguo Oriente. Historia, sociedad y economía, Barcelona: Crítica 1995, 718-719]

 

A modo de conclusión

El imperio, todo imperio, “impera” (manda, ordena). Puede permitir aquello que le es de su exclusivo beneficio y provecho (y mientras lo sea, por cierto). Obviamente, empieza señalando claramente su superioridad, incluso sobre los dioses vencidos, a los que “en su inmensa benevolencia” les permite existir o que se les rinda culto. Y, además, puesto que es en su provecho, podrá mostrarse amable y benévolo (incluso es posible que en lengua persa “aqueménida” signifique “persona amigable”) evitando así toda insurrección desde su raíz. Los impuestos y las bases militares dejaban claro, a los ojos de todos, quién era el que mandaba y todo lo que debía hacerse si no se quería simplemente ser aniquilado. Toda semejanza con la actualidad…

 

 

 

 

 

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