Militante hasta el final

Falleció Walter Docters, luchador incansable por Memoria, Verdad y Justicia

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Luego de presenciar la sentencia en el juicio Brigadas, el declarante Walter Docters debió ser atendido en un centro asistencial de salud. Fue acompañado por su esposa, Silvia Fontana, hermana de una desaparecida, con quien se conocieron en las luchas por memoria, verdad y justicia. Falleció este jueves, a los 67 años.

Había hablado con El Cohete en una de sus últimas apariciones públicas, cuando presentó su libro en el sitio de memoria de lo que fuera el Pozo de Quilmes, ya quitado a la Policía de la provincia de Buenos Aires. Ese centro clandestino de detención había sido diseñado por su padre, cuando trabajaba en la Dirección de Arquitectura de la Bonaerense.

En aquella oportunidad Silvia presentó su libro Lili, el apodo de su hermana, que vivió en Tres de Febrero, fue secuestrada durante su embarazo –su bebé apropiado por Víctor Rei, agente de inteligencia en la Gendarmería– y desaparecida en 1977.

 

 

De manera que las búsquedas eran una constante en el entorno de Walter, a quien la vida le significó un torbellino de violencias ligadas al entorno social y político desde su infancia.

“Mi viejo nos fajaba. A mi vieja también. Jamás nos dijo un ‘te quiero’, ni a mí ni a mi hermano. Cuando empecé a pensar diferente a él, varias veces nos fuimos a las manos. Una vez le puse un revólver en la cabeza”, recabó Juan Manuel Mannarino para El Cohete en 2021 (ver. Vos tenés tus muchachos y yo los míos).

Con semejante convivencia, no es de extrañar que se haya ido a militar al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), cuya guerrilla, el ERP, le encomendó aprovechar su parentesco con varios policías para espiarlos. Tal tarea se vio facilitada cuando su padre lo hizo entrar en la fuerza para “enderezarlo”. Fue de secretario a una oficina dedicada a seleccionar perfiles de ingresantes. Allí, en 1976, se enteró de los primeros centros clandestinos de detención.

En septiembre lo descubrieron. “Bajamos del colectivo y cuando estábamos por cruzar la calle paran unos autos y nos meten. Me tiran al piso del asiento de atrás, me quitaron el arma y me ataron. Me pusieron los pies encima, hicimos un trayecto que por el tipo de camino interpreté que era el Destacamento de Arana. Así fue”.

Al mes, un comando de policías fue hasta la casa de Guillermo Docters a avisarle:

–Jefe, tenemos a su hijo detenido por unos días. No se preocupe, lo vamos a tratar bien.

Si el buen trato implicaba torturarlo sin matarlo, entonces cumplieron, aunque a niveles extremos: a la vez que le reprochaban la traición, le pegaban con una goma en la boca, lo estaqueaban para picanearlo y le hacían “submarino”; todo durante quince días seguidos.

Esa experiencia es la que habrá de volcar a su libro Arana, centro de tortura y exterminio, sobre el Destacamento que se convirtió en el primer centro clandestino policial donde fusilaron y enterraron personas. Luego lo llevaron durante meses al Pozo de Quilmes, el mismo que había diseñado su padre.

Después de tres meses, lo llevaron ante él, en una oficina a la que entró Miguel Etchecolatz para vociferar: “Pichón, ahí lo tenés con vida. Ahora dejate de joder”.

Vivo, pero no libre, quedó retenido toda la dictadura. Había caído con sólo 19 años. Pasó por la Comisaría de Valentín Alsina, la Unidad Penitenciaria 9 en La Plata, las cárceles de Caseros y Devoto, hasta que recibió la libertad vigilada el 18 de octubre de 1983. “Cuando salí, el mundo ya no era el mismo”, resumió.

 

Yo pisaré las calles nuevamente

El Juicio a las Juntas (1985) fue la oportunidad de relatar todo contra todos, incluido su padre, quien hacia 2001, ante otros jueces, habrá de contestar: “Mi hijo se equivoca. Sólo cumplí tareas administrativas en la Dirección de Arquitectura, nunca diseñé ningún centro clandestino”.

Hace unos años integró Historias Desobedientes con otros hijos de represores, a quienes contaba que, cuando lo confrontó con aquel pasado, sólo obtuvo por respuesta: “No recuerdo, se me hizo una laguna”.

El rescate de la memoria quedaría entonces en él: “El mío es el primer libro acerca de cómo funcionaba un campo de concentración. No es mi historia, fui uno más; lo central del libro es contar el funcionamiento del lugar. Haberlo escrito es una reivindicación, puede servir para otras generaciones, ya que no es una novela, sino que tiene datos”.

A partir de aquel juicio histórico, comenzaron sus fallas cardíacas. De todas maneras, continuó acompañando la memoria con la palabra, con la constancia de 34 testimonios judiciales como querellante.

Después de declarar contra Etchecolatz, como había hecho Julio López, pasó a ser testigo protegido con custodia permanente de la Policía Federal en su casa platense. No obstante, hacia agosto de 2017, él y su mujer fueron atacados en la noche por tipos que rompieron la puerta a patadas; fueron directo a una de las cuatro habitaciones y les robaron la computadora, sin que los custodios se enteraran.

 

 

Eso no lo amilanó. En una audiencia cuestionó a los represores que se escondían detrás de pretendidas cuestiones de salud para no asistir a juicios, pedir prisión domiciliaria o hasta la libertad. “Yo tengo más enfermedades que ellos y sin embargo estoy”.

 

 

Habrá de contarle a Mannarino que, tras una descompensación por arritmia cardiaca, cuando salió de la clínica, con la barba blanca crecida, le dijo a su mujer: “Silvia, siento que me escapé de lo más profundo de un pozo”.

Durante estas décadas en democracia participó de actividades del sitio de memoria ex CCD Pozo de Quilmes, gestionado por la Comisión Provincial de la Memoria (CPM), el colectivo Quilmes Memoria, Verdad y Justicia, la Subsecretaría de Derechos Humanos provincial y la Municipalidad a cargo de Mayra Mendoza.

Respecto de Quilmes, durante el último juicio “Brigadas”, que incluía a las de Banfield y El Infierno de Avellaneda, sintetizó: “Mi vida fue como pude, con mis contradicciones, peleando cada vez que veía una injusticia, preocupándome por la salud de mi madre. Hice muchas cosas mal, cometí muchos errores, lo seguro es que hice lo mejor que pude; lo único que nunca dejé de hacer es sentir el dolor de los demás como propio. Puedo hacer un listado de todas las cosas que no hice, pero lo que sí hice es mantener mi convicción de que un mundo mejor es posible y seguir laburando”.

De ello dio cuenta Néstor Rojas (CTA), quien, enterado de su partida, comentó con El Cohete: “Compartí muchas cosas con Walter, adentro y afuera; compartimos mucho patio en las entrañas del monstruo”. Ese vínculo perduró durante décadas y se hizo extensivo a sus hijos. Esa nueva generación, como las anteriores, puede dar fe del compromiso con su palabra: “Voy a militar hasta que me muera”.

 

 

 

 

 

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