MORITURI TE SALUTANT

Eduardo Berti extrae narrativas plenas de vida cuando de la muerte nada se sabe

 

Morir es una vivencia. La muerte es una creencia. El primero es un verbo, quiérase o no una acción, compete a animales, vegetales, aún minerales y elementos ignotos como estrellas, otros planetas, galaxias enteras, agujeros negros, ese rollo. El segundo, un sustantivo, tiene el poder de designar a los anteriores, otorgarles alguna entidad, apoltronarse en el centro de la frase. Del morir hay constancia, descripción, secuencia. Por el contrario, de la muerte nada se sabe, nadie ha logrado qué sucede una vez producido el fin de la vida (salvo, claro está, algunos animadores televisivos que versearon aquello del túnel, la luz al final, los fotogramas de la existencia pasando a los pedos frente a los ojos, ese otro rollo).

Para el morir humano está destacada la más conjetural de las ciencias: la medicina. Para la muerte están las religiones que pululan y crecen en su derredor mediante distintas construcciones imaginarias destinadas a generar angustias y trascartón, calmarlas por el mismo precio. Como aquí y ahora no se trata de fetichismos, es preciso abocarse a la ciencia, que sí tiene un dispositivo bastante eficaz y comprobado para disminuir al mínimo factible los distintos padecimientos que sobrevienen en la recta final de la vida. Pues se trata de la vida, desde ya, siempre. Y la herramienta presente en la mayoría de los hospitales del mundo se denomina Servicio o Unidad de Cuidados Paliativos (UCP). Se nutre de un núcleo de profesionales especializados en —como su nombre lo indica— evitar, a grandes rasgos, en todo lo posible el dolor. Aunque buena parte de los pacientes allí destinados sean terminales, eventualmente puedan ser asistidos otros enfermos cuyas dolencias requieran tratamientos específicos de esa índole.

 

 

El autor, Eduardo Berti.

 

Hacer literatura en tamaño escenario es de alto riesgo: precipitarse en el efectismo melodramático, el golpe bajo, la impostura piadosa, alto morbo, ramplona cursilería. Narrar las vicisitudes diversas de la condición humana, sin embargo, es un aporte a las letras, a la narrativa, a la ética, más allá de una hazaña. Le corresponde a Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964), escritor notable cuyas obras de ficción y ensayo han sido traducidas a una docena de idiomas, quien vive en Francia desde hace dos décadas, donde en 2014 se adscribió al grupo Oulipo, del que en su momento nos ocupáramos. Ahora, en Una presencia ideal, vierte su experiencia durante una residencia de varias semanas en la UCP del Centre Hospitalier Universitaire de la ciudad de Rouen, donde nació Gustave Flaubert. Allí convivió con los profesionales, pacientes y familiares. Testigo de los sucesos, el autor produjo una serie de textos “más o menos libremente” inspirados en lo visto, escuchado, pero por sobre todo, vivido. Son 55 historias breves —van de una a cuatro páginas— construidas en primera persona, con nombres cambiados, tomadas en la voz de 13 enfermeras, 11 auxiliares de enfermería, 7 médicas, 5 médicas residentes, dos enfermeras de unidad móvil, un único médico varón, dos camilleros, más, de a uno: psicóloga, lectora voluntaria, secretaria, médica de unidad móvil, enfermera practicante, jefa de servicio, música voluntaria, maquilladora, asistente social, asistente externa, personal de limpieza y voluntaria de una Asociación solidaria.

Berti aduce una causa poderosa, de honestidad intelectual, para que este libro haya sido (en forma espléndida, por otra parte) traducido al castellano por Claudia Ramón Schwartzman: “Me atreví a escribir estos textos directamente en francés. Esto no significa un cambio de lengua de escritura. Sigo escribiendo en español y voy a seguir haciéndolo, sin ninguna duda, pero en este caso el francés se impuso por varias razones y una en particular: descubrí el universo que inspiró estos textos en francés, las primeras frases y los primeros borradores nacieron en francés, y cada vez que intentaba traducir, me sonaba falso, artificial”. El resultado es acorde y sorprende: imposible discernir qué corresponde al testimonio, a la crónica, y a la ficción. Como la vida misma, pues de eso se trata.

Abre con la reflexión de una auxiliar de enfermería que advierte que no va a leer el libro resultante. Doble llamada de atención, para el escritor y también destinada al lector, basada “tal vez por prejuicio” en películas, series y novelas de similar temática, “cuando se apropian de nuestro trabajo para armar un espectáculo con el sufrimiento humano, aun en esos casos, las imágenes son tan desmesuradas que parecen efectos especiales (…) Tengo miedo de no encontrar nada”. A partir de allí se suceden relatos donde la muerte planea omnipresente: cien decesos por año, un muerto cada tres días. Son historias de vida, sumidas en el tramo postrero. Claro que en un centro hospitalario del primer mundo, con alta tecnología, abundancia de recursos, personal selecto, capacitado, con 12 habitaciones individuales, turno noche de 20:30 a 06:30; mañana de 06:10 a 13:51,  tarde de 13:10 a 20:45; una docena de auxiliares, otras tantas enfermeras; las verdaderas obreras del Servicio.

De pequeños fragmentos presentes dentro de distintos relatos, se van desprendiendo las peculiaridades cotidianas: la noche “puede ser más inquietante que de día. Se escuchan más de cerca la respiración  de los pacientes, los gemidos de dolor, los ruidos mecánicos de las máquinas, los intercambios de palabras, los silencios. Trabajar de noche es como vivir al revés”. Queda en juego el cuerpo, el de los pacientes y el del personal. Implicancia ineludible, aún para quienes no tienen contacto con los enfermos. “Desconozco el aspecto físico de los pacientes”, dice una administrativa al reconocer que tampoco le agradaría ese contacto, y sin embargo se anima a “caminar por el pasillo que conduce a las habitaciones (…) para que el olor de la enfermedad, más intenso cerca de las camas, de un sentido más poderoso a mi trabajo, pero de ahí a entrar a las habitaciones… No, no creo que sea mi lugar (…) prefiero limitarme a imaginarlos”. En la otra punta, la responsabilidad activa, definitiva, tanto para los familiares que toman la decisión como para quien “presiona la jeringa”: “la sedación está destinada a reducir o eliminar un estado que al paciente le resulta insoportable. A veces se trata de un sueño temporario; otras veces, la situación es tan alarmante e irreversible que se opta por un sueño continuo. No es eutanasia, dado que la sedación activa no consiste en desear ni provocar la muerte”. Y la profesional a cargo describe: “A lo mejor exagero un poco, pero en un momento sentí que presenciaba un acto casi alquímico: el abuelo, cuyo rostro se relajaba, se distendía, revelándonos como nunca antes las profundidades, no diría de la juventud, sino de la no-vejez...”

En Una presencia ideal abundan las historias personales. La violinista de la orquesta sinfónica que va a tocar para los pacientes. La maquilladora dedicada a mejorar el semblante del moribundo, a su pedido; a engalanar al novio en una boda in extremis. La médica imposibilitada de disociarse ante un familiar propio internado. El equipo móvil que acude de urgencia al hogar del desahuciado. Los camilleros encargados de sacar el cuerpo de la habitación, esquivando miradas. El anciano que pide a la enfermera telefonear a escondidas de su familia. Un inmigrante que cuenta las transfusiones en la ilusión de portar toda la sangre del país que le dio cobijo. Relatos particulares, en cuya minucia se desenvuelve la vida enredada en la tragedia. Los bosqueja la jefa del Servicio: “Cuando escucho que cuidados paliativos es la unidad a la que se va antes de morir, en lugar de enojarme, en lugar de empezar a explicar con más o menos paciencia que también tratamos el dolor en casos que no implican una muerte inminente; en lugar de eso, les doy la razón, exhibo mi mejor sonrisa, digo amablemente que es así, que está bien observado, y luego agrego de inmediato que, de hecho, se podría afirmar lo mismo de los servicios del hospital, de cualquier hospital, porque en definitiva, todo lo que merece llamarse vida es el conjunto de cosas que hacemos antes de morir, ¿no es así? Pues bien, le aseguro que eso siempre produce su pequeño efecto”. Universo no azarosamente femenino, parece ahuyentar al varón en una suerte de machirulismo darwinista difícil de descifrar, imposible de conceder.

Moraleja dedicada. Rodríguez Larreta: dignidad para los trabajadores de la salud; ya que si no lo hacés por el pueblo, hacelo por vos, que nunca se sabe cuándo te puede tocar el turno.

 

 

 

 

FICHA TÉCNICA

Una presencia ideal

Eduardo Berti

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires, 2021

160 páginas

 

 

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