PANDEMIA Y POLÍTICA

Aunque contrafáctico, vale imaginar qué hubiese pasado si el coronavirus ocurría en 2019

 

Hechos

Ya nada será igual desde que el jabón pasó a ser el arma defensiva más importante, más que los misiles y que la “capacidad disuasiva” del armamento atómico, y las casas un refugio más seguro que los antiaéreos.

El avance del coronavirus ha provocado situaciones trágicas que conmueven al mundo, por eso mismo la pandemia podría tener una efectividad tal para fisurar el andamiaje ideológico de la actual fase del capitalismo —más conocida como neoliberalismo—, que provocaría la envidia de quienes diariamente lo enfrentamos en la arena de la llamada batalla cultural.

La necesidad de contar con sistemas de salud pública solventes, el control de fronteras, la suspensión de clases, las cuarentenas, otras restricciones y medidas de comprobada eficacia para prevenir, mitigar y superar el ataque del virus, implican una impugnación categórica de muletillas que se han repetido sin cesar hasta instalarse como dogmas en amplios sectores de la población, que forman parte de la cultura popular y que han servido para justificar políticas que benefician a poques y hunden en la miseria a muches. Cada uno de los factores señalados y el largo etcétera que se puede agregar implican, entre otras cosas, la importancia del Estado-nación, la reivindicación de una cultura de la solidaridad social y un cuestionamiento a la libertad tal como la concibe el liberalismo político.

Por otra parte, el obligado aislamiento que ha impuesto el coronavirus permite ver hasta qué punto el neoliberalismo ha invadido materialmente cierto tipo de relaciones sociales; cuestión que debería despertar conciencias a los efectos de asumir que el espacio-tiempo comunitario es un territorio en disputa y así, por ejemplo, generar regulaciones que reduzcan —cuanto menos— los altos niveles de explotación de les trabajadores que allí se desempeñan.

 

 

 

Estado, libertad e interés general

La necesidad de controlar el avance de la pandemia ha desafiado la concepción liberal de la libertad, esa idea de que la libertad no debe limitarse. La realidad ha obligado a contradecirla a gobiernos que —implícita o explícitamente— se reivindican como neoliberales, particularmente aquellos que suponen que la libertad es sinónimo de apertura, de libre circulación de mercancías y capitales, esa fiesta con música para los oídos de especuladores como George Soros y provecho de las corporaciones multinacionales, que en tales condiciones pueden superexplotar a les trabajadores de los países periféricos; Soros predica la desaparición de las fronteras y, por lo tanto, de los Estados.

Un ejemplo es el giro de 180 grados del Presidente francés Emmanuel Macron, quien hasta hace pocos días denunciaba la “lepra nacionalista” asociándola a los “horrores del populismo”, y —más allá del significado que a estos términos se den en Europa y de sus destinatarios en Francia— ahora Macron canta loas a la Nación, marco legítimo por antonomasia de las movilizaciones colectivas. El Presidente de Francia no tiene la coherencia de Macri, para quien “el populismo es más peligroso que el coronavirus”. Aunque contrafáctico, es interesante el ejercicio de imaginar qué hubiese pasado si el coronavirus aparecía aquí antes del 10 de diciembre pasado.

Los que han intentado resistir —aunque poco a poco han debido ceder— son los Estados anglosajones, que históricamente han sostenido dentro de sus fronteras que la libertad no puede tener límites, manifestación de una cultura que además cuestiona la noción de interés general, esencial en situaciones como la que estamos viviendo. En el Reino Unido, el Primer Ministro Boris Johnson tiene dificultades para imponer medidas necesarias ante la realidad sanitaria, porque ciertas medidas son autoritarias para los británicos y sólo se las admite en caso de guerra. En Estados Unidos, Trump no puede decretar el confinamiento de la población para todo el territorio nacional por ser esta una prerrogativa exclusiva de los diferentes Estados que conforman la Unión. Así se ve obligado a forzar textos de algunas leyes, como la famosa Stafford Disaster Relief and Emergency Assistance Act.

En cambio el gobierno argentino, que está procediendo con decisiones firmes, oportunas y alto sentido de responsabilidad, ha dispuesto y está implementando medidas en distintos frentes con el doble propósito de prevenir la expansión del virus y morigerar las consecuencias no deseadas de esas medidas. En particular, ha decretado restricciones en el funcionamiento de ciertas actividades que constituyen límites a la llamada libertad económica: el caso de restaurantes, por ejemplo.

Otro aspecto central en la contención de la pandemia es el relacionado con la información. Internet es a la información lo que los aviones son a las cosas: un acelerador que permite que todo demore menos y llegue más lejos, con la singularidad de que nosotros mismos somos generadores y difusores de contenidos vía redes sociales; asimismo, si consideramos que las noticias falsas llegan más rápido y más lejos que las verdaderas —tal vez porque son más impactantes— y que son una especialidad de los grandes medios comerciales, se comprende que la desinformación es otra pandemia de la que nos debemos defender.

En este contexto, la confianza recientemente recuperada en la palabra pública estatal juega en nuestro país un rol fundamental en la lucha contra el Covid-19, no sólo en cuanto a lo que se debe y lo que no se debe hacer, sino también porque una gran diferencia entre el coronavirus y otras muchas epidemias que cambiaron el curso de la historia reside, precisamente, en la capacidad que hoy existe de viralizar el miedo y el desconcierto en un mundo en el que se multiplican las vulnerabilidades por la intercomunicación física y comunicativa. Y, como no podía ser de otra manera, la situación ha sido aprovechada por la derecha: si en Europa la crisis está pasando factura a la lenta reacción comunitaria, la respuesta inmediata de la extrema derecha en Francia, Alemania e Italia ha sido reclamar la introducción de controles más estrictos respecto de los extranjeros, vinculando la inmigración con amenazas sanitarias; se trata de agitar el miedo, de alimentar la idea de amenaza exterior. Entre nosotros, la oposición se ha puesto a la altura de las circunstancias, pero no habría que descartar la aparición de les Bullrich y les Pichetto con sus conocidas recetas.

En síntesis, la lucha contra el coronavirus:

  1. Está mostrando con una contundencia inédita que el mercado es inoperante en situaciones críticas y que se requiere un Estado con recursos y autoridad para afrontarlas.
  2. Nos está recordando que el Estado está ahí para proteger a sus ciudadanos y que el interés general puede justificar la imposición de límites a cualquier actividad humana.
  3. Está llamando a los bien intencionados devotos del liberalismo político a comprender que sin Estado “el hombre es el lobo del hombre”, como sostuvo el filósofo británico Thomas Hobbes (1588–1679), en franca contradicción con lo que, después de la experiencia con Oliver Cromwell (1599–1658), pasó a ser una tradición de su pueblo.
  4. Nos está diciendo que la cultura del sálvese quien pueda es algo más que moralmente inadmisible: es suicida.

 

 

 

Otro virus se expande sin cesar  

Las transitorias distancias que nos vemos obligades a guardar con les otres, inducen a recurrir a prestaciones y servicios que no todes utilizamos en tiempos normales, y contribuyen así a visualizar la invasión por el gran capital de un espacio-tiempo donde se dan relaciones sociales de cooperación entre miembros de la sociedad. Me refiero al rol que juegan las llamadas plataformas, como Uber, Pedidos Ya o Rappi, que se publicitan con frases del tipo “hacemos tu vida más fácil”. Cuando les que tenemos algunos años éramos jóvenes, el almacenero de la esquina nos enviaba —si era necesario— la mercadería con un cadete que, en muchos casos, era él mismo o un empleado que tenía un salario y protecciones laborales; ahora se llama al delivery, a esos chicos que arriesgan su vida en motos o bicicletas para hacer un reparto más. O llamábamos el taxi a la parada, ahora se llama a Uber.

No se trata de algo enteramente nuevo, este tipo de relaciones ha existido siempre. Lo nuevo es la importancia y el papel fundamental que tal esfera tiene ahora tanto para la supervivencia del capitalismo como de los sectores populares. En las actuales condiciones se ha convertido en un nuevo campo de lucha por los derechos sociales, en cuyo interior se produce la tensión entre las relaciones de cooperación por un lado, y las de extracción corporativa por otro; tanto es así que no es exagerado afirmar que una de las grandes batallas entre capitalismo y sociedad que se dará a corto plazo será por el control de ese ámbito, como se deduce de la importancia que tiene para les unes y les otres.

La centralidad que reviste para les pobres y capas medias se puede apreciar si se tiene en cuenta que en los años neoliberales las prestaciones y servicios sociales dejaron de ser cubiertos por el Estado en forma de salario indirecto: en la actualidad se cubren individualmente en el mercado o mediante formas de cooperación en el espacio comunitario. Un retroceso que nos transportó a fines del siglo XIX y principios del XX.

Son diversas las experiencias con las que la población ha compensado el aumento del riesgo social, fruto del desmantelamiento de lo público y el avance de la mercantilización, mediante la creación de redes de solidaridad. Así han aparecido o se han recuperado distintas formas de integración: grupos de crianza compartida conformados por distintas familias con la idea de cooperar para conciliar la vida personal y laboral, acompañando a las criaturas durante las horas de trabajo; cooperativas de vivienda; cooperativas de consumo que hacen pedidos conjuntos; bancos de libros y material escolar organizados por asociaciones de madres y padres ; intercambio de bienes, de servicios o de conocimientos; cooperación para administrar redes de servicios públicos; etc.

Sin embargo, estas experiencias están todavía lejos de aquellas sociedades de socorros mutuos del siglo pasado, fuertemente incrustadas en las relaciones sociales de los sectores populares, que funcionaban como espacios de auto-organización y daban a los obreros, entre otros beneficios, cobertura frente a enfermedades, el desempleo o gastos ligados al fallecimiento.

Actualmente, los nuevos territorios comunitarios son mucho más reducidos y están integrados también por segmentos de las capas medias con tiempo y necesidades materiales cubiertas, con relaciones y capacidad para experimentar e intervenir en su entorno.

Para comprender la importancia fundamental que tienen estos espacios para el gran capital es necesario hacer un repaso de la evolución del capitalismo durante las últimas décadas. En Por otro Nunca Más expliqué la transformación consumada desde el fordismo a la financiarización, y mostré cómo el sector financiero había pasado a ser por sí mismo objeto de inversión, ganancia y acumulación a través de la especulación, al margen de la economía física. Así, el capitalismo se enfrentó a una contradicción sistémica porque el paso de la economía real a la economía ingrávida lo desposeyó de uno de los principales elementos para el proceso de acumulación: los medios de producción o su capacidad de convertir el dinero en capital.

¿Cómo generar, entonces, beneficios sin capital?

Durante la década del 2000 se hizo principalmente mediante la actividad especulativa, pero este mecanismo quedó averiado cuando en 2008 estallaron las llamadas burbujas. A partir de ese momento surgió el capitalismo de las apps, de las aplicaciones o plataformas. Esta modalidad es la que lleva a cabo una apropiación del espacio comunitario insertando los procesos extractivos en el seno de las interacciones sociales que ahí tienen lugar; es decir, succiona valor en áreas de nuestras vidas que hasta hace muy poco no estaban mercantilizadas. Es a lo que se dedican multinacionales como Deliveroo, BlaBlaCar, Car2Go, Uber, etc., etc.

Concretamente, el capitalismo de aplicaciones o economía de colaboración corporativa o extractiva opera en dos movimientos:

  • traslada diversas relaciones humanas de la vida cotidiana de las personas —intercambio de hospedaje entre amigues que viajan con destinos cruzados, hacer un encargo, etc.— desde la realidad geográfica a la realidad virtual, de manera que estas relaciones de cooperación entre personas quedan mediadas por redes virtuales controladas por poderosas empresas transnacionales.
  • trasladadas las relaciones a la red, las corporaciones cambian los términos y las condiciones de las experiencias de cooperación tradicionales entre personas: transforman relaciones sociales en relaciones pecuniarias, las mercantilizan o convierten en una relación comercial.

De esta manera se extrae riqueza sin necesidad de poseer medios físicos de producción. Las nuevas multinacionales han substituido el viejo modo de producción industrial y el trabajador asalariado que le era propio por un modo de producción ciudadano y el crowdworkers (trabajador multitud), típicos de la nueva economía inmaterial. Convierte a les ciudadanes en agentes económicos a escala reducida, capaces de generar intercambios directos con otres ciudadanes, de los que las corporaciones extraen valor pecuniario.

Se comprende que el espacio comunitario de cooperación tenga fundamental importancia para el capitalismo en su fase actual: es uno de los pocos ámbitos en los que puede succionar beneficios en tiempos de la economía inmaterial.

Se aprecia entonces que otra consecuencia de la lucha contra el coronavirus sea la de producir una mayor visibilidad de la expansión de otro virus, cuya singularidad está dada por cuanto, a diferencia del Covid-19, es selectivo: sus presas se concentran en los sectores populares.

 

 

 

 

 

 

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