PERIODISMO DE GUERRA

El enfrentamiento entre universos simbólicos alternativos es una cuestión de poder

 

Los medios de comunicación cumplen un rol muy importante en la moderna sociedad democrática. Como decía Voltaire, abren las ventanas de los gabinetes del poder, desvelando las injusticias o las artimañas de los poderosos. Pero también pueden convertirse en instrumentos de poder, sustituyendo o avasallando a las instituciones democráticas. En opinión de algunos autores, la teoría clásica de la división de poderes habría quedado desfasada como consecuencia del influjo creciente de los medios de comunicación. Por ese motivo, el Código Europeo de Deontología del Periodismo, aprobado en Estrasburgo el 1 de julio de 1993,  advierte que los medios de comunicación, para evitar caer en una “mediocracia”, no pueden erigirse en factores de poder que se sitúen por encima del Estado y la sociedad. No deben ejercer funciones que no entran dentro de su cometido y tienen, en relación con los ciudadanos y la sociedad, una responsabilidad ética que en los momentos actuales es más necesario que nunca recordar.

En general, se espera de los medios que desempeñen la función de reflejar los hechos sociales y políticos cotidianos con la mayor objetividad posible. Intuitivamente, desde una perspectiva un tanto ingenua, el medio de comunicación puede aparecer como un cauce inocente que traslada los hechos y los pone en conocimiento de la audiencia. Sin embargo, ese aglutinado que denominamos realidad es una mezcla enmarañada de voces y de ruidos, conformada por hechos visibles o audibles pero también por acontecimientos políticos controvertidos que se prestan a interpretaciones divergentes. La captura y transmisión de estos acontecimientos supone un proceso de selección inevitable, al elegir algunos, jerarquizándolos de alguna manera, y desechar otros. Aquí comienza el espacio de la ética, porque el buen periodista debe evitar la manipulación interesada que se produce, ya sea por recortar parte de la realidad, escondiéndola a sus lectores, o por el uso de la saturación informativa, transformando la di-fusión en con-fusión.

Según Manuel Castells, transitamos la “era de la información”, lo que significa que gran parte del conocimiento de la realidad nos llega a través de los medios de comunicación. Estos medios no son ya los antiguos periódicos que se imprimían en las rotoplanas, sino que hoy constituyen grandes conglomerados de la industria del ocio, con extensiones en el cine, la radio, la televisión y otros servicios de la telecomunicación. Por consiguiente, al tratarse de estructuras empresariales que necesitan garantizar cierta rentabilidad a sus accionistas, tienen un sesgo pro mercado, dominado en ocasiones por tendencias oligopólicas. Sus líneas editoriales se inscriben generalmente en las coordenadas del liberalismo económico, diferenciándose luego por el enfoque sobre temas políticos, culturales o religiosos. La organización jerárquica de las empresas periodísticas conspira contra el grado de autonomía de los periodistas, que deben seguir las pautas marcadas por la dirección so pena de no ascender en el cursus honorum. No obstante, es cierto también que, frente a las presiones de los directores o propietarios, algunos periodistas conservan una relativa capacidad de iniciativa si ofrecen contenidos atractivos y de calidad. De modo que en este juego de tensiones, bajo el peso de identidades ideológicas y la influencia de intereses políticos o económicos, tenemos como resultado distintos modelos o formas de hacer periodismo.

Frente al periodismo de los grandes medios existe otro modelo de periodismo que, sin desmedro de la calidad, adopta una actitud crítica y militante, para iluminar zonas que los medios tradicionales desatienden. Es un periodismo que busca participar activamente en la disputa de sentido que tiene lugar en el seno de cualquier sociedad. Los hechos políticos son, inevitablemente, hechos controvertidos. Como señalan Berger y Luckmann, las definiciones sobre la realidad se determinan en la esfera de los intereses rivales competitivos, cuya divergencia se traduce luego en términos teóricos. Existen, por consiguiente, conceptualizaciones competitivas que luchan por construir narrativas que obtengan el favor de la opinión pública. En el fondo, el enfrentamiento que se produce entre universos simbólicos alternativos es una cuestión de poder, de cuál de las definiciones conceptuales de la realidad habrá de prevalecer. Las nuevas tecnologías y el uso de Internet han dado vuelo a una gran cantidad de iniciativas, algunas casi artesanales, que han derribado las barreras de acceso que suponían antes las enormes inversiones que se requerían para imprimir diarios de papel. De modo que se ha producido un saludable proceso de democratización de la información y de la opinión que horadan la capacidad de crear opinión con la que contaban los medios tradicionales.

Otra  controvertida forma de hacer periodismo se ha consolidado en los últimos tiempos en Argentina. Según la expresión utilizada por el periodista Julio Blanck es el “periodismo de guerra”. Se trata de un periodismo que se aparta de los parámetros clásicos para, según Blanck, “sobrevivir a una guerra que se nos (les) había declarado” (entrevista de Jorge Fontevecchia en el libro Periodismo y verdad). Este periodismo guarda con el periodismo la misma relación que la música militar tiene con la música. La justificación para hacer este periodismo partisano descansa en una visión maniquea, según la cual, en nuestro país, confrontan dos visiones de la política totalmente opuestas: una visión autocrática y otra republicana. Esta concepción teológica de la política la sintetizó magistralmente el ex Presidente Macri cuando afirmó que se trata de elegir entre “la luz o la oscuridad”.

Existe una notable disonancia cognitiva entre lo que este periodismo predica y el periodismo que practica en la realidad. Un ejemplo elocuente lo ha ofrecido inadvertidamente el diario La Nación en su edición del  domingo 20 de septiembre, cuando anunció, en una nota de José Del Río, que era el primer medio argentino en formar parte de The Trust Project, “un compromiso con el periodismo de calidad”. Según esa nota, “la credibilidad es sin duda uno de los activos principales de un medio de comunicación y por eso, en un país signado por una profunda grieta, resulta fundamental la labor del periodismo profesional que chequea, investiga y distingue la información real de las fake news”. En la misma edición en donde se hacían estas afirmaciones aparecían varias columnas de opinión con los siguientes titulares: “Un país al borde del abismo” (Joaquín Morales Solá); “La alarmante ineptitud del Gobierno” (Jorge Fernández Díaz); “La necesidad de reaccionar antes de que sea muy tarde” (Carlos Melconian); “Otra fractura en la Argentina invertebrada” (Jorge Liotti); “El poder de Alberto está desgastado: hoy gobierna más Cristina” (Jorge Lanata); “Los argentinos cada vez más pesimistas sobre el país” (Iván Ruiz). Como se percibe, se trata de una muestra notable de wishful thinking, que es el resultado de confundir los deseos con la realidad. El filósofo y lingüista Tzvetan Todorov, en El espíritu de la Ilustración, juzga severamente este tipo de periodismo: “En la actualidad, en algunos países es posible —si se tiene mucho dinero— comprarse una cadena de televisión, o cinco, o diez, y emisoras de radio, y periódicos, y hacerle decir lo que uno quiere para que sus clientes, sus lectores y sus espectadores piensen a su vez, lo que uno quiere. En este caso ya no se trata de democracia, sino de plutocracia. El que tiene el poder no es el pueblo, sino sencillamente el dinero”.

Finalmente, para completar el cuadro, debemos hacer referencia a otra forma espuria de  periodismo que guarda cierto aire de familia con el rol que jugaban los militares en América Latina que, para salvar la democracia, la torturaban y la vejaban. Es un periodismo que busca desvirtuar los procesos electorales dando cobertura a operaciones diseñadas en las cloacas del Estado por servicios de inteligencia que buscan desprestigiar o proscribir a ciertos líderes o partidos políticos populares. Algunos medios se resisten a reconocer estas operaciones de lawfare, pero las pruebas son abrumadoras. Un caso notorio acaba de ser develado en España, donde los jueces investigan una trama de operaciones dirigidas desde el Estado para, entre otras cosas, dañar al partido Podemos.

En Argentina existen evidencias de intentos similares dirigidos a alterar resultados electorales o afectar a dirigentes de la oposición durante el gobierno de Mauricio Macri. La más notoria ha sido la ofensiva mediática y política que buscó convertir  a Aníbal Fernández en “La Morsa”, el supuesto instigador del triple crimen de General Sarmiento. Pero no ha sido la única. Las investigaciones que se han abierto en Dolores por el juez federal Alejo Ramos Padilla y en Lomas de Zamora por el juez federal Juan Pablo Augé permitirán, en un futuro no muy lejano, obtener un cuadro completo de la magnitud de las operaciones de estas características diseñadas desde el despacho del titular de la AFI, Gustavo Arribas.

Los periodistas, cuando actúan como terminales de los servicios de inteligencia, blanqueando la información ilegalmente obtenida por las tramas de espionaje ilegal, corren el elevado riesgo de ser imputados como cómplices o colaboradores necesarios en los procedimientos penales que se abren con motivo de estas actuaciones. Pero, ¿qué sanción reciben los medios que se han prestado a estas maniobras? La legislación no contempla todavía este tipo de situaciones, pero en los países europeos existen organismos independientes de regulación, denominados “Consejos Audiovisuales” que velan porque los contenidos que emiten periódicos, radios y las televisiones respeten los derechos de la ciudadanía, vigilando y sancionando los excesos de los medios cuando incurren en comportamientos irregulares. En estos países, con buen criterio, consideran que la libertad de expresión es demasiado importante para dejarla al cuidado de los propios medios. No aceptan que esa libertad de expresión se convierta en un pretexto para que medios o periodistas la utilicen de modo manifiestamente abusivo, produciendo daños irreversibles en la delicada arquitectura democrática. La libertad de expresión no es un derecho regulado en las constituciones solo para consumo de los periodistas.

 

 

 

 

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