La colonialidad es en sí misma un patrón de dominación de lo que llamamos sistema-mundo moderno y capitalista. Se originó por el colonialismo europeo a partir del siglo XVI y se expresó, durante los siglos XIX y XX, a partir de una nueva versión: el proceso de expansión capitalista-burgués, primero en Europa y América del Norte y luego lanzado a la búsqueda de nuevos mercados y de materias primas en los territorios coloniales de ultramar.
Dicha fase de desarrollo de las políticas coloniales se presentó como difusora de las ideas políticas emancipatorias, surgidas en la Europa de la modernidad, aquella que alumbrara la Revolución francesa (1789), como su más fino producto. Contaba de antemano con el concurso de las ideas del libre comercio o libre mercado como herramienta de lo que sería la penetración post o neocolonial. Esta estaba dirigida, en particular, al control de las economías latinoamericanas, a las que las usinas del colonialismo alentaron a independizarse con un altísimo costo geopolítico. Así fue, por ejemplo, el de terminar con la idea de la patria grande sudamericana, según expresaran Simón Bolívar, José de San Martín y José Artigas, entre otros.
El concepto de colonialidad no equivale a colonialismo. Es más significativo, ya que trasciende los procesos de independencia de las naciones, que tuvieron lugar durante la primera mitad del siglo XIX. Así, sirvieron para garantizar la permanencia de culturas y políticas de dominación, a cargo de nuevos actores económicos internacionales y de la connivencia de estos con elites políticas que terminaron, con el tiempo, reemplazando a las autoridades coloniales depuestas. De esta manera se aseguró el sostenimiento de hábitos de dependencia y subordinación política, económica y cultural de las clases dirigentes.
Dicha situación puso en evidencia que los poderes emergentes de la modernidad, lejos de tener planes de independencia real para las colonias al sur del río Grande, fueron conscientes de que los mismos fundamentos políticos, filosóficos y culturales de la revolución europea podrían servir como guías para una independencia real. Sin embargo, no era absoluta. Es decir que generaban la profundización de la hegemonía europea en Latinoamérica, a partir de gobiernos y élites dirigentes, asociadas directamente con el capital financiero y comercial internacional de entonces.
Para el caso argentino en particular, luego de 40 años de guerras civiles, los sectores triunfantes en las batallas de Caseros (1852) y Pavón (1861), enemigos del federalismo y especialmente interesados en insertarse en el mercado mundial como “granero del mundo”, determinaron su futuro con una fuerte limitación: la renuencia a iniciar un proceso de desarrollo autónomo industrial que permitiera compensar la diferencia entre materias primas y manufacturas.
De esta manera, quedó garantizada la custodia de los intereses de los nuevos patrones imperiales en lo que fueran las ex colonias españolas. Contaron para ello con la reproducción del patrón político moderno. Esto se hizo a partir de la configuración de un Estado nacional de signo claramente oligárquico, con políticas de penetración territorial, integración nacional y asimilación cultural, coerción social, extracción de recursos y represión de las poblaciones adversas al modelo instaurado. El proceso tuvo particular ferocidad para el caso de comunidades originarias (a las que se decidió exterminar, al igual que en Estados Unidos durante la posguerra civil).
Para la población no blanca en general, se reservaron criterios de discriminación y racialización practicada durante casi dos siglos en la Argentina. Hechos evidentes, por ejemplo, en los comienzos de la “civilización y barbarie” sarmientina, la neurosis biologicista de cierta intelectualidad de la década de 1880 que sigue vigente en conceptos como los de “chusma”, “cabecita negra”, “negros de mierda”, “cabeza”, etc.
El nuevo Estado nacional configuró los criterios políticos y económicos para una organización social profundamente desigual, así como para modelos de vida y explotación del trabajo, difusión de la cultura y la educación. Todos ellos sustentados en el concepto de raza heredado de los europeos, puesto en práctica desde los tiempos de la mal llamada “conquista de América”.
La educación en la Argentina
La educación argentina no podía resultar ajena a dichos contextos. Constituyó, desde sus inicios y con la sanción de la Ley 1420 en 1884 en adelante, uno de los pilares más fuertes para el consumo en sociedad de la “pauta de colonialidad”, a cargo de un Estado conservador, autoritario, centralista y pseudodemocrático.
La creación de un sistema educativo de nivel primario, común, gratuito y obligatorio, financiado por el Estado nacional, fue una herramienta de alfabetización para millones de argentinos. Pero también significó un instrumento de difusión para el eurocentrismo y adoctrinamiento de los saberes y simbologías que la escuela debía garantizar como referencias insustituibles para los argentinos.
Semejantes contextos no hicieron más que reafirmar las condiciones que en aquel momento constituyeron una escuela primaria difusora de conocimientos básicos, lo que no era poco para la época. No ocurrió lo mismo con la escuela secundaria. Esta, además de ser privada y reservada para las élites políticas y religiosas, presentó una estructura educativa y un diseño curricular que aportaron a la formación de conductas de subordinación y ausencia de ideales emancipatorios, tanto en términos personales como colectivos. Se excluyeron así, deliberadamente, hechos e interpretaciones históricas que pondrían en evidencia que existieron y existen otras opciones posibles para el presente y futuro de la Argentina.
El eurocentrismo de la cultura implicó modalidades distorsionadas y distorsionantes sobre cómo producir sentido, explicación y conocimiento. Introdujo afirmaciones, ideas, secuencias, creencias, narrativas, estéticas, modelos de ética, preferencias, necesidades, incluso simbologías y valores ajenos al acervo popular de una nación periférica, sujeta a la colonialidad del poder y del saber.
No es casualidad la ausencia de un pensamiento crítico en la escuela actual, sobre todo en el nivel secundario, que no asume desde la enseñanza misma al conocimiento como un todo integrado, sino que lo presenta fragmentariamente en materias aisladas entre sí.
Peor aún, los desafíos que plantea la cultura digital masiva, en particular las llamadas redes sociales financiadas por capitales hegemónicos que no encuentran límite. Hace tiempo que manejan a su antojo el sistema democrático y podría decirse que el “educativo”, fomentando todo lo contrario al pensamiento y la reflexión.
Nos ha interesado destacar, por ser ejemplo de colonialidad, la propuesta educativa de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires llamada “Buenos Aires Aprende”. Esta incluye control y persecución ideológica de los docentes, cierres y fusiones de cursos y un ataque directo al corazón de las ciencias sociales, al pensamiento crítico y a la heterogeneidad cultural.
“Buenos Aires Aprende” forma parte de un proceso de ajuste y desfinanciamiento de la educación que se encuentra en desarrollo. Se manifiesta en la ciudad de Buenos Aires desde 2008, año de la primera gestión del PRO en dicha jurisdicción, y apunta a mercantilizar y privatizar la educación pública, gratuita y obligatoria, clausurando de este modo el ascenso social por la vía de la educación pública.
El modelo sostenido intenta implementar un sistema educativo dual y desigual. De este modo se conforma un sistema educativo para los sectores más pobres de la sociedad, en el que desarrollan tareas con menor exigencia de conocimientos. Paralelamente se instaura el funcionamiento de escuelas para los jóvenes de los sectores sociales más acomodados, que son los que en definitiva accederán a la inteligencia artificial, al conocimiento de nuevas tecnologías, concurrirán a la universidad y podrán formar parte de las clases dirigentes. En ambos casos, la educación quedará subordinada a las necesidades del mercado, y el sistema educativo se convertirá en proveedor de recursos humanos, según sus requerimientos.
Para terminar, parecería que la Argentina adoptó para su educación —con excepciones, breves en el tiempo— aquello de que “el pasado es la norma por la que se rige el presente”. Por supuesto que hubo modificaciones de planes y programas de estudio, pero nunca serias intervenciones curriculares a la matriz educativa sostenida en Civilización y barbarie, modelo que ha permanecido intocable por casi 200 años. De allí, lo permeable de la escuela al fenómeno de colonialidad, de un modelo de saber y de poder, a partir de una ciega creencia en valores eurocéntricos. Esto se profundiza cada vez más en la medida en que el neoliberalismo hace menos concesiones a la política y a la democracia.
Resulta prioritario plantear un giro decolonial a la educación argentina, un cambio epistémico, político, estético, ético y cultural, que enseñe a pensar, a reconsiderarnos como nación independiente, a construir subjetividades para la emancipación, a recuperar utopías y a encontrar la identidad y la memoria históricas, que parecieran olvidadas.
*Raúl Moroni es docente, supervisor y ex director de Educación Media y Técnica 1993/1996. Integra el “Grupo Rescate”, de apoyo técnico-pedagógico de la Secretaría de Educación Secundaria. UTE- CTRA.
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