Por una Corte federal

Es fundamental la ampliación de los miembros del máximo tribunal

 

La Corte Suprema y una parte importante del Poder Judicial ha rebasado desde hace tiempo los límites de la división de poderes, usando y abusando de “declarar la inconstitucionalidad” de leyes sancionadas por el Congreso de la Nación, atribuyéndose en los hechos facultades legislativas.

La Corte Suprema ha violado la división de poderes y el sistema republicano de gobierno. La idea de que son un poder ubicado por encima de los otros dos, con el fin de “disciplinarlos” o poner límites a las facultades legislativas, se ha incorporado al sentido común. La profusión de las declaraciones de inconstitucionalidad de leyes y decretos en una medida jamás vista en nuestro país se convierte en el último recurso de la retrógrada derecha argentina para impedir la aplicación de una ley que no favorece a los sectores concentrados del capital.

Recordemos que cuando en 2013 el Congreso nacional sancionó cinco leyes destinadas a la democratización de la Justicia, la Corte declara la “inconstitucionalidad” de la ley que determinaba la elección popular de una parte del Consejo de la Magistratura.

Los voceros políticos de las clases dominantes y los medios hegemónicos han impuesto la idea de que una sentencia de la Corte que declara la inconstitucionalidad de una ley equivale a la derogación de la norma cuestionada. Es como si a las dos cámaras del Congreso, Diputados y Senadores, se agregara una tercera con poder de veto.

De esta forma, el Poder Judicial, el único que no surge de la elección popular, adquiere un poder político desmesurado.

La historia de nuestro país, como la de otras naciones de nuestra América, Estados Unidos y Europa, demuestra que el Poder Judicial fue siempre concebido como un poder aristocrático colocado por encima de los demás poderes del Estado.

Como una derivación necesaria de dicha concepción, los jueces no sólo deben ser inamovibles mientras conserven su buena conducta, sino que tampoco deben ser electos, como sucede con los miembros de los otros poderes del Estado. Una supuesta majestad de la Justicia estaría por encima del resto del Estado y de la sociedad para custodiar los valores eternos de la propiedad privada y el orden social basado en la misma. Es por ello que los sectores populares y más vulnerables son –más que sujetos– objeto para esta concepción de la Justicia: objeto de desalojos, objeto de sanciones penales, objeto de despidos, en su mayoría, convalidados por los tribunales de justicia.

Desde la fundación misma del Estado argentino, el Poder Judicial se opuso a las transformaciones sociales y políticas tendientes a favorecer a los trabajadores y demás sectores populares. Para los proyectos nacionales y populares, se constituyó en un freno: hasta tal extremo que, en 1930, la Corte Suprema de Justicia de la Nación convalidó el primer golpe de Estado encabezado por el general José Félix Uriburu y la supuesta validez constitucional de la totalidad de la legislación de la dictadura, a lo que denominó “derecho revolucionario”.

La misma Corte opuso serios obstáculos a las transformaciones sociales y políticas de la primera presidencia de Juan Domingo Perón. Llegó a desconocer el fuero laboral y se negó a tomarles juramento a los primeros integrantes de los tribunales del trabajo. El gobierno inició juicio político contra sus integrantes y el conflicto se resolvió con la renuncia de la mayoría de ellos.

Una situación muy similar se produjo en Estados Unidos, cuando el Presidente Franklin Delano Roosevelt impulsó el New Deal, con importantes avances en materia de legislación laboral y de la seguridad social. La conservadora Corte norteamericana, sempiterno modelo de la nuestra –que aún cita sus fallos como si se tratara de las Tablas de Moisés y sus legítimos intérpretes– resistió el New Deal por considerar que atentaba contra los derechos de la propiedad privada. Fueron los años en que “la cultura jurídica clásica, abroquelada en una Corte Suprema norteamericana defensora de la propiedad absoluta y de la libertad contractual extrema, sufrió uno de los más duros golpes de su historia. Fue entonces cuando el Presidente Roosevelt amenazó, sin demasiadas formalidades, de subvertir la propia composición de la Corte Suprema Federal, jubilando a sus ministros ancianos y nombrando nuevos integrantes. Fue suficiente aquella amenaza para que la nueva sensibilidad por un derecho del trabajo protector del sujeto débil (a través de reglamentaciones limitativas del derecho de los propietarios) fuera inmediatamente compartida por la Corte”[1].

El origen de esta concepción aristocrática del Poder Judicial está en el pensamiento y la acción de los políticos e ideólogos de la revolución norteamericana del siglo XVIII. Alexander Hamilton sostiene en El Federalista las bases ideológicas de un poder “independiente” que tiene como misión controlar y sobre todo impedir que la democracia de los sectores populares avance sobre los privilegios de los propietarios (por ese entonces esclavistas) de la Unión Norteamericana. El ejemplo de la Revolución Francesa aterrorizaba a estos próceres que hablaban de libertades individuales y vivían del trabajo de sus esclavos.

Tanto en Estados Unidos como en la Argentina y el resto de los países americanos, la idea de una sociedad igualitaria, de la democracia, choca con un Poder Judicial aristocrático, eterno y siempre igual a sí mismo, incólume frente a los cambios sociales y políticos y especialmente reacio a aceptar cualquier modificación del régimen social basado en la propiedad privada de los medios de producción.

En nuestro país, la Constitución de 1853 se inspira en el modelo norteamericano de justicia, en el que existe una Corte elegida por el Presidente de la Nación con acuerdo del Senado. El Estado argentino, consolidado a partir de 1880 –una vez resuelto el problema de la organización nacional y la cuestión de la capital– cumplió, con pocas interrupciones, la función de asegurar las condiciones apropiadas para la reproducción del régimen capitalista dependiente. Las clases dominantes utilizaron todos los medios con que contaron en el aparato estatal para asegurar la reproducción y expansión de la estructura económico-social en la que ocuparon, y aún ocupan, posiciones fundamentales.

En los escasos interregnos o excepciones de esa continuidad oligárquica en el manejo del Estado (el primer gobierno peronista: 1946-1955; y los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, desde 2003 a 2015), en los que el aparato estatal no fue controlado por personeros de la Sociedad Rural, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otros poderes fácticos contrarios a la soberanía popular, se priorizaron iniciativas transformadoras, tendientes a la más justa redistribución de la riqueza, a la igualdad y a la democratización de la sociedad.

Durante la mayor parte de nuestra historia, hemos vivido una democracia restringida (o “democracia con seguridad”, según los ideólogos del imperialismo) por la presencia dominante de un poder ubicado por encima de los demás, que sólo acepta autorregularse y rechaza sistemáticamente las leyes del Congreso que tienden a introducir reformas democratizadoras y modernizadoras en el Poder Judicial.

  

Reformas frustradas al Poder Judicial

El Senado de la Nación dio media sanción al proyecto de ley de Organización y Competencia de la Justicia Federal, enviado por el Poder Ejecutivo. Entre sus principales disposiciones, destacamos la creación de 23 nuevos juzgados en lo penal federal con asiento en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, de juzgados federales con asiento en las provincias –incluyendo ciudades donde nunca se habían situado con anterioridad– y nuevas Cámaras de Apelaciones, defensorías oficiales y cargos de fiscales.

La moderación del proyecto no pudo impedir que luego de que el Senado le diera media sanción, la oposición de derecha lograra que ni siquiera fuera tratado en la Cámara de Diputados.

Tampoco pudo lograrse la modificación de la Ley Orgánica del Ministerio Público Fiscal, a fin de cambiar los dos tercios por simple mayoría para la designación del Procurador –cargo que todavía ocupa el designado por el ex Presidente Mauricio Macri–, ni la creación de un Tribunal Federal de Garantías competente exclusivamente para las cuestiones de “arbitrariedad”. De tal forma, la Corte Suprema de Justicia de la Nación limitaría su competencia a los temas que el artículo 125 de la Constitución Nacional le ha acordado expresamente. Tampoco se logró la sanción del proyecto para modificar el funcionamiento del Consejo de la Magistratura.

La Corte Suprema respondió con sucesivos actos de demostración de poder político e impunidad, de lo que se desprende que no está dispuesta a acceder a ningún tipo de limitación sobre los mismos. Al restablecer una ley derogada hace quince años, su actual Presidente es también Presidente del Consejo de la Magistratura. De esta forma, el máximo tribunal ha avanzado aún más sobre este órgano político extra-poder creado por el artículo 114 de la Constitución Nacional. Es evidente que nunca ha aceptado que sea este organismo el que “administre los recursos y ejecute el presupuesto que la ley asigna a la administración de justicia” y “dicte los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios para asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación de los servicios de justicia”. Y aunque también firmó otro fallo por el que la Corte dijo que los jueces trasladados sin acuerdo del Senado no pueden seguir en funciones, Horacio Rosatti avala que el Consejo dilate el tratamiento de las ternas de las que debería surgir el reemplazo de los jueces Bruglia y Bertuzi, quienes siguen fallando en defensa de Macri y contra las organizaciones populares.

 

 

 

El proyecto de federalización

El proyecto de los senadores José Mayans y Anabel Fernández Sagasti plantea la ampliación a 25 del número de los miembros de la Corte Suprema. De esta forma, se permitiría la “federalización” del máximo tribunal, por cuanto se designaría un juez por cada provincia y uno por el Estado nacional. El proyecto establece que los actuales miembros de la Corte “conservarán sus puestos” y que una ley especial determinará el modo de organización y funcionamiento de la misma.

La Corte argentina, reducida a cuatro miembros, se ha convertido en un caso único en el mundo. Se han cumplido en exceso los temores expresados por Rufino de Elizalde en 1863 al debatirse en el Congreso la todavía vigente ley 48: “No olvide el señor Diputado que el Poder Judicial se compone de cinco jueces que son inamovibles; que una mayoría de ese Tribunal de tres jueces hace resolución y entonces vendría a suceder que a esas tres personas estarían sometidos el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo de la Nación (…) Si esa idea se llevara a efecto, traería las más funestas consecuencias; porque queriéndose huir de los perjuicios que sufren los particulares, llegaríamos a la tiranía del Poder Judicial, que es la peor de las tiranías, puesto que no hay a quién reclamar. Lo que los tribunales dicen es la suprema verdad y esto hace comprender lo delicado que es darles una omnipotencia mayor que la que tienen. Por consiguiente, las precauciones que se quieren tomar contra el Poder Ejecutivo y contra el Poder Legislativo debemos tomarla también con mucha más razón contra el Poder Judicial, que se compone de una mayoría de tres hombres que duran toda la vida, y bajo la dependencia de esas tres personas vendría a quedar tanto el Poder Ejecutivo como el Poder Legislativo de la Nación”.

Restablecer la vigencia de una ley derogada a los fines de reconocerse el derecho a integrar y presidir el Consejo de la Magistratura excede la imaginación de quienes debatieron la ley 48. La Corte ha ido mucho más allá de los temores que allí se manifestaron, ha superado todas las vallas impuestas por la Constitución y la división de poderes y se ha arrogado facultades propias del Poder Legislativo.

Es por ello, además de las razones expuestas en varios artículos publicados en este medio[2], que el proyecto de una nueva Corte para nuestro país no debería convalidar la permanencia en sus cargos de los cuatro miembros actuales, por cuanto existen sobrados motivos para que sean sometidos a juicio político.

 

 

[1] Mattei, Ugo, Contro riforme, Ed. Einaudi, Torino, febrero de 2013, p. 36 (traducción del autor).
[2] “El copamiento supremo”, 24 de abril de 2022; “El obstáculo a la reforma judicial”, 6 de febrero de 2022; “Asediar al gobierno”, 12 de diciembre de 2021; y “El gobierno de los jueces”, 10 de octubre de 2021, entre otros.

 

 

 

 

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