Reconstrucciones de la memoria

Recordar para alterar el curso historia

 

Primero que nada, quiero agradecer a la Secretaría de Derechos Humanos de Hurlingham por esta iniciativa, a sus trabajadores y dirigentes por ocuparse de que esta conmemoración, tan demorada, finalmente se lleve a cabo. Agradecer también a las vecinas y vecinos del barrio por asistir a este acto y a todas las amigas y amigos por estar acompañándonos en este acontecimiento de memoria.

Como indica la placa, aquí ocurrió un hecho violento, y por eso hemos venido hoy a recordarlo.

 

 

Lo que la placa no cuenta —y está muy bien que así sea— es que ese hecho, a mis hermanas y mí, nos modificó la vida para siempre. El Estado terrorista secuestró a nuestros padres, dos jóvenes militantes revolucionarios, y nunca más supimos sus paraderos. Luego de eso nuestras vidas se vieron signadas por el desorden y el miedo. Andrea tenía 13 años, Paula 11 y yo tres. Las ausencias de Ana María y de Roberto en nuestras vidas, sumadas a la violencia a la que estuvimos expuestas durante 12 horas de salvaje operativo, nos han dejado una importante huella de dolor e impotencia. Sin embargo, hemos sobrevivido, al menos hasta acá, y les hemos transmitido a nuestros hijos, los nietos que Ana María y Roberto nunca conocieron: Mateo, Joaquín y Furio, los ideales de igualdad y desobediencia que sus jóvenes abuelos nos legaron.

 

Flyer de la convocatoria.

 

Menciono especialmente a sus nietos porque este reconocimiento por parte del Estado democrático sobre las atrocidades cometidas por parte de un Estado genocida es una invitación al diálogo, a la reflexión y a la convivencia para las nuevas generaciones. Recordar el horror nunca es un buen plan para quienes lo vivimos, pero, sin embargo, sabemos que si no nos esforzamos por recordarlo, las historias se pueden perder en la bruma de la memoria. Y un territorio brumoso es mucho más difícil de recorrer que uno en el que las cosas se ven de manera límpida. Para que eso suceda hay que dejar entrar la luz del sol y observar de cerca la crueldad y la impunidad con que el neoliberalismo dio sus batallas en aquellos tiempos. Hoy muy lejanos, aunque no tanto, si pienso que esa guerra despiadada que viene dando el capital, los mercados o las grandes concentraciones económicas —como quieran llamarlo— se sigue cobrando víctimas fatales de un modo sistemático.

La pobreza, la desigualdad de oportunidades, la falta de acceso a la vivienda, la sobre información que no es más que desinformación, la falta de acceso a la cultura y el vallado de los sentidos a través del menudeo de la droga son la versión contemporánea de los comandos parapoliciales que actuaban durante la década de los ‘70, bajo las órdenes de los militares y de las grandes corporaciones de este país, en el que hoy siguen financiando a candidatos con tendencias exterminadoras.

Las nuevas formas de la crueldad y la impunidad que el neoliberalismo utiliza para paralizarnos, sobrexplotarnos o, en su defecto, descartarnos, son tal vez algo más sofisticadas que las patotas que antiguamente entraban a las casas de quienes no se alistaban bajo el régimen despótico del capital. Las figuras retóricas han ido cambiando de semblante según el transcurrir del tiempo, pero no es difícil trazar un recorrido entre las formas de estigmatización que utilizan los poderes hegemónicos para describir la militancia política que se opone a la humillación de quienes luchan por su subsistencia. Se los llamó subversivos, luego punteros, planeras o piqueteros y ahora se le llama casta a todo aquel que considere que el plan motosierra va a dejar sin dudas muchos caídos.

Por eso llamo a este encuentro un acontecimiento de memoria, porque este momento en que nos reunimos para no olvidar este hecho implica al futuro. Estamos alterando con un acto amoroso el curso de la historia. Nos estamos reconociendo entre pares y eso nos implica como pobladores. Nos invita a preguntarnos cómo convivir con la diferencia, cómo convivir con quienes piensan distinto, cómo convivir con quienes les gusta viajar y con quienes desean no salir nunca de su barrio, con quienes necesitan discutir con los moldes y con quienes desean ser moldeados, cómo entablar un diálogo con quienes solo piensan en su progreso personal o cómo comunicarse con aquellos que ya no creen en la vida en sociedad y se han llamado a retiro. ¿De qué se trata la convivencia? Y por qué no, ¿de qué se trata la existencia en esta trama de mezquindades y soberbias despiadadas?

 

 

Hace poco leí en un libro de un autor chileno que la memoria es descerebrada; no se aloja en el cerebro. Me interesó mucho este concepto porque por lo general aquello que se considera descerebrado tiene una carga negativa. Como si todo lo que nos sucediera por fuera del cerebro fuese algo tonto o malo o patológico. Y la memoria, en cambio, tiene una muy buena reputación. Excepto por el “no estudies de memoria”, no conozco otro dicho de uso común que diga que la memoria pueda ser nociva. Es de consenso mundial que la memoria es siempre una causa justa.

Entonces llamar a la memoria descerebrada es por lo menos una impertinencia o al menos una subversión de lo establecido.

Según este autor, quienes recuerdan son los miembros del cuerpo y no el supremo cerebro. Y como cada miembro trae su propia memoria cada vez que se rememora, de alguna manera el hecho siempre es otro, porque a veces recuerda la mano; otras, el olfato; algunas veces serán las piernas, y otras, los ojos o los oídos. Rememorar es casi una forma de desmembrarse. Un miembro toma el control por encima del cuerpo o un miembro activa el cerebro, cada vez, para dar paso a la mutación del hecho que será narrado según los estatutos lingüísticos a los que ese miembro haya accedido.

Esto no es poner en duda que las cosas sucedieron. Claramente en esta esquina hace 47 años nos rodearon cientos de hombres con armas, camiones y autos y nos secuestraron. Horas más tarde, a nosotras tres nos entregaron sin documentos y sin nada más que lo puesto a nuestros abuelos. Sin dudas nuestros padres entregaron algo a cambio para que a nosotras no nos maten. Nunca sabremos qué fue eso que dieron, pero sabemos que nuestra vida valió por varias. Lo que a veces es una bendición y muchas otras una condena.

No sé cuánto hay de real en esta teoría del descerebre de la memoria, pero según este libro, esta conspiración de los recuerdos viene de un estudio de neurociencia. Aunque tampoco doy fe de que la ciencia siempre esté en lo cierto, me subo a estas elucubraciones sobre el cuerpo sensible que gobierna los recuerdos más allá de la mente para desarrollar unas ideas que me surgen a partir de este concepto. Si la memoria es descerebrada, es decir que no es monolítica, no está impresa en una única glándula ubicada en nuestro cerebro, sino que está desparramada por todo nuestro cuerpo, puedo inferir que las formas del recuerdo son tan diversas y particulares como cada cuerpo que recuerda.

Y puedo ir más allá de los límites del cuerpo y ubicarlo en tiempo y espacio, y entonces no es lo mismo recordar en la casa donde sucedió el hecho que tan lejos de ella. Porque la piel reacciona al aire, al sol, a la luz y a la temperatura. Si hace calor recuerdo distinto que si hace frío. O si recuerdo en grupo no es lo mismo que estando sola, porque sus presencias hacen que mis oídos tengan una atención diferente a la del silencio de mi soledad.

Entonces me pregunto por qué algo tan caprichoso como la memoria tiene tan hidalga reputación y, en cambio, el deseo, que actúa de un modo tan caprichoso como la señora memoria, tiene tantos adeptos en su contra. Calculo que ahí se empiezan a jugar las batallas de lo moral. La eterna contienda entre lo bueno y lo malo o para poner un ejemplo más mundano, ¿cómo hay qué vestirse para asistir a la fiesta de todos? ¿Con el recato y la solemnidad de la memoria o con el emperifolle y el desparpajo del deseo? Hasta ahora la civilización ha elegido condenar el desparpajo y velar por lo solemne. Sin embargo, creo que estamos frente a una encrucijada, donde memoria y deseo deberían amigarse y pasear de la mano con más soltura. Porque finalmente ambos son unos descerebrades y actúan con el derecho inalienable de los sin razón.

Pero si llevo el descerebre más allá del cuerpo del sujeto y lo pienso (¿o lo recuerdo?) como un cuerpo social, entonces el concepto arriba a una nueva potencia. Porque el cuerpo social es necesariamente descerebrado, cada miembro que conforma la comunidad recuerda como puede, lo que puede y cuando puede. O lo que quiere, cuando quiere y como quiere. No se le puede imponer a la memoria una obligación de ser. O peor aún, cuando se le impone un modo de actuar, un deber ser de veneración y linealidad, se está traicionando su naturaleza misma, que es tan dinámica como compleja.

Los deseos de la comunidad son siempre un gran misterio, pero gran parte de esos anhelos tienen una influencia directa con aquello que se sigue recordando y el modo en que esos recuerdos son desparramados entre los miembros. Esos gestos o formas de los relatos hacen que los sujetos se vuelquen en mayor o menor medida por sobre determinadas ideas y no por sobre otras. Quiero decir que la memoria no es solo una construcción social, sino también una potencia política, a pesar de su condición antojadiza.

Sin embargo, otro autor chileno, que está muy preocupado por la injerencia de la ciencia en esta época actual, en la que parece que nos conducen la incomprensión y la sin razón a nivel mundial, sostiene que la humanidad está siendo afectada por el embelesamiento que sufrió a partir de la teoría del caos. El último gran descubrimiento que revolucionó a las ciencias. Cómo un movimiento minúsculo, una alteración mínima en una ecuación, puede traer consecuencias catastróficas. Pero lo sorprendente no es el descubrimiento en sí, sino la interpretación común que se hizo de ese hallazgo. Que no es el desorden —porque el caos tiene un misterioso orden—, sino lo imprevisible. Cómo lo humano se volcó hacia esa tendencia pesadillesca ante la incomprensión de que una cosa mínima pueda generar una alteración inmensa. Según este libro, el cuerpo social a nivel global atraviesa una crisis de sentido tan profunda que lo imprevisible es su mayor anhelo.

Entonces vuelvo al inicio y pienso que lo que esa placa no dice —y está muy bien que así sea— es que las ausencias de Ana María y Roberto y los crímenes nunca juzgados contra sus vidas y sus cuerpos son como esas alteraciones minúsculas en una ecuación cósmica, que nos llevaron a todos a la gran catástrofe de no verlos envejecer y de no tenerlos hoy con nosotros para preguntarles qué carajo piensan sobre este presente descontrolado en el que la ciencia ficción se ve empequeñecida por una realidad que nos resulta cada vez más irreal, pero en la que, sin embargo, el deseo y la memoria se siguen mirando con distancia; como si las batallas teológicas que dieron comienzo a lo que hoy se llama civilización no pudieran ser acalladas a pesar del monumental desbarajuste que la tecnología ha metido en nuestros cuerpos sensibles.

No sé qué responderían, pero seguro que algo gracioso, porque por lo que pude reconstruir de sus cortas existencias, eran dos personas que gozaban mucho de las bromas y del humor. Género que, según una escritora argentina, es el del perdón.

En honor a su alegría y a sus risas, los invito a plantar un jardín colorido y ojalá los tallos, los pistilos y las mariposas sean testigos de los diálogos que las nuevas generaciones tendrán que tener de manera incesante, para que la incomprensión no nos lleve a la pérdida de la razón.

 

 

 

 

* Palabras de la autora durante el acto por la señalización, organizado por el Municipio de Hurlingham, de la esquina donde vivieron sus padres, Ana María Caruso y Roberto Carri.

 

 

Albertina y Paula Carri.

 

 

 

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