Un beso

Si me das un beso te regalo una muñeca tan grande como vos

 

Su voz en la oscuridad de la habitación sonó completamente desconocida. Abrí grandes los ojos. Creía que si lo veía reconocería a mi primo mayor. Busqué en ese vacío un brillo, una mancha en movimiento, pero no, nada. De lo invisible salía la voz.

Una de las que hablan, te doy.

Pensé en la muñeca, en nuestros padres y en el beso. En eso que se iba haciendo lugar en el aire encerrado de la habitación.

Solo un beso y te regalo una tan grande como vos.

Era la necesidad desesperada de esa voz que ya no parecía la de Martín lo que me inquietaba. Era la voz del Lobo en cama de Abuelita. Era su olor, su jadeo al acecho en la espesura ciega del bosque. Intenté hacer silencio, parecer dormida. No lograba aquietar el pecho, no podía callar los latidos, ni el sonido de mi respiración.

No tiene nada de malo, nada más un beso y te doy la muñeca más linda del mundo. Una que acá no existe. Todas tus amigas la van a querer usar.

Era cierto, no había nada de malo en dar un beso, especialmente a alguien de la familia. Si nos saludábamos siempre con un beso. Sin embargo, la piel ardida de vergüenza, como cuando un chiste no se entiende. Esa curiosidad. No, no era por la muñeca. Era la cercanía, la posibilidad de ayudarlo para que vuelva a ser el de antes, el de siempre. Nada de malo, solo un beso para romper el hechizo y acabar con la incomodidad.

En cuanto lo pensé, fue como si hubiera accedido. No hubo opción. Las manos llegaron por debajo de las sábanas y entraron por el camisón. El cuerpo pesado me fue aplastando hasta quitarme todo el aire y cortar la respiración. Entonces la voz ordenó:

Tenés que darme un beso ahora.

Mi boca se frunció obediente en un pico cerrado, capullo de inocencia y aunque no veía nada, cerré los ojos, entregada, lista para descubrir la verdad de aquellos besos mágicos de los cuentos de hadas, capaces de convertir sapos en príncipes o revivirnos de la muerte. El beso como cura. Un beso suave. Puro. Aireado. Un beso salvador.

No esperaba que existiera algo más.

De pronto la boca se llenó de gusanos. Recordé entonces el primer día en el mar. La fuerza de las olas, la espuma en la rompiente, el cuerpo revuelto. La sal, la piel raspada en la arena. Pensé en los pulpos con sus tentáculos y ventosas y en las gaviotas cuando se zambullen al agua para capturar a sus presas sin siquiera dejar de volar. Vinieron entonces las sombras del viento cuando arrastra la tormenta. El frío del agua que cae y no deja parpadear. Las pestañas de las muñecas cerrándose al acostarlas. Los caracoles del jardín de los abuelos. El cielo abierto, como una boca húmeda, tragándose todo.

Era un beso, nada más.

Después todo siguió igual, pero distinto.

Guardé el secreto junto a las muñecas y ya no quise jugar más.

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