Un nuevo sentido común

Hay que ir hacia un nuevo sentido común, que vuelva a impulsar el trabajo y la producción

 

Cada vez que el INDEC da a conocer los datos de la pobreza nos interpela como sociedad y grita en la cara por nuestra insensibilidad y por nuestra incompetencia.

¿Por qué lo aceptamos? ¿Por qué la sociedad toda no se manifiesta abiertamente en contra de esa injusticia?

Puede haber varias razones, pero una es fundamental. La lógica económica imperante —el sentido común que han construido de que se debe ser eficiente, productivo—, no hace otra cosa que condenar a un porcentaje cada vez mayor de la población al hambre y a la desesperación.

Los datos dados a conocer por el organismo oficial para el primer semestre 2019 afirman que el 35,4% de la población que vive en los 31 aglomerados urbanos más poblados del país y el 36,1% del interior subsiste bajo la línea de pobreza. Sobre una población de 45 millones de habitantes, unos 16 millones carecen de recursos y medios que permitan satisfacer las necesidades físicas y psíquicas mínimas para un adecuado nivel de vida, tales como alimentación, vivienda, asistencia sanitaria, acceso a servicios básicos (electricidad, agua potable, línea telefónica) y educación formal.

Dividido por franja etaria, dice que el 52,6% de los niños son pobres y el 13% no accede a la canasta básica de alimentos [1]. Que el 70% de los jubilados y pensionados del país percibe ingresos por debajo de la línea de subsistencia y que debe optar por disminuir y/o dejar de tomar la medicación y/o reducir el consumo de alimentos y /o privarse de lo más elemental para llegar a fin de mes.

Presentado por zona observamos que el 42,4% de la población del noreste argentino y el 39,9% del noroeste no pueden cubrir la canasta básica total. Que en los partidos del Gran Buenos Aires alcanza al 39,8% de los que allí habitan y que la ciudad de Concordia es la localidad que tiene el mayor nivel de pobreza del país: 52,9%, llevándola a los mismos registros que en el año 2001-2002.

Los datos duros del INDEC señalan que mucha gente, aun trabajando, es pobre, a causa del acelerado aumento de los precios de los alimentos y enseres personales; mientras su remuneración, si es que crece, lo hace en forma mucho menor.

El gobierno de Cambiemos logró que gran parte de los argentinos trabaje y no puede alimentar debidamente a su familia.

Paralelamente el Balance Cambiario del BCRA demuestra que del 1 de enero de 2016 al 31 de agosto de 2019 se fugaron 78.219 millones de dólares

Esa riqueza acumulada, que no se invierte en el país y que seguramente no pagó impuestos, es la causa de la pobreza de gran parte de nuestro pueblo, porque es riqueza generada por nuestra sociedad que se fuga.

Si ese monto fugado se hubiera invertido, habría aumentado la producción y con ello los puestos de trabajo. A su vez el trabajador consume la mayor parte de su ingreso y ese incremento en el gasto lleva a un incremento en la demanda agregada, reproduciendo y multiplicando una mayor inversión en plantas, maquinaria y equipo para hacer frente a este aumento en la demanda, generando trabajo y con ello una mejora en la distribución del ingreso, que a la vez apuntala el crecimiento económico.

Refiriéndose al papel de la política económica, John M. Keynes afirmaba que “no es el de crear las condiciones para que funcionen bien las leyes ideales y espontáneas del sistema, sino la de tomar medidas expresamente destinadas a corregirlas" para garantizar el crecimiento económico y la mejor distribución del ingreso posible. Al contrario de lo que implica el sentido común impuesto por los medios, no existe ninguna necesidad de postergar políticas redistributivas para sortear la crisis de inversión y desempleo. Son estas mismas políticas las que pueden potenciar el crecimiento.

Por eso el Estado no puede dejar desaprensivamente que se fuguen recursos en nombre de una libertad para pocos, condenando al resto de la sociedad. En nombre del bienestar general, todos los gobiernos nacionales y populares pusieron trabas al egreso de divisas.

Máxime en un país como el nuestro, que destina a su mercado interno más del 75% de la producción, lo que permite la reproducción del capital. Por ende, todo aumento en términos reales del ingreso de la población se refleja en un círculo virtuoso de mayor consumo, mayor demanda y mayor producción e inversión para satisfacer esa mayor demanda.

Dado un Estado presente que acuerde metas de producción y precios, la Argentina crecería de la noche a la mañana, porque se generarían aumentos reales en los ingresos a los trabajadores, jubilados y pensionados y la mayor parte de ese mayor ingreso iría al consumo. Lo que se debe estudiar y garantizar es que se pueda producir en el país para sustituir importaciones y limitar el drenaje por ese lado.

Defendiendo el mercado interno y el trabajo nacional, sustituyendo importaciones y haciendo acuerdos comerciales para apuntalar nuestras exportaciones, la Argentina crece y redistribuye en forma más equitativa, lo que se retroalimenta y profundiza con mayor inversión, que a su vez se realiza ante las mayores ventas. Todos los períodos de auge se hicieron con esa lógica, y derraparon cuando se impuso el “sentido común” de que abriendo nuestra economía a la libre competencia se incrementaba la eficiencia y la productividad, cuando el resultado es todo lo contrario: cierre de establecimientos, desocupación y pobreza.

 

El condicionamiento de la deuda

El objetivo de financiar el déficit fiscal con deuda externa impulsó el negocio del capital financiero, comprando títulos y acciones en pesos para ganar la diferencia ante un tipo de cambio prácticamente congelado. Este mecanismo voló por el aire con la salida de capitales (propiciado por los mismos bancos que habían colocado títulos de deuda argentinos en el mundo), el 25 de abril de 2018 y, de allí, el acuerdo con el FMI, lo que terminó generando una deuda de aproximadamente el 100% del PIB.

La deuda que ingresó se fue en su totalidad entre la fuga de capitales y el pago de los intereses de esa misma deuda, con sistemática desaprensión (para no usar otro término más real) de las autoridades. Sin esos recursos, se debe pagar una deuda para lo cual nos obligan a cumplir un plan de estabilización que consiste en ajustar por la vía de la caída del nivel de actividad, para que se reduzcan las importaciones y aumenten las exportaciones.

Paralelamente se nos propone otro —remanido— ajuste fiscal, para que sea el Estado quien con superávit primario compre las divisas para pagar la deuda. Encima proponen hacerlo con reducción de los impuestos al capital porque, en su lógica, el capital debe ser libre para poder generar riqueza. Cada vez que imponen esa visión se produce lo que nos pasó ahora: fuga de capitales y deuda externa para la Nación y el pueblo argentino.

Esa lógica de la escuela liberal que pregonan en los medios economistas del Instituto Di Tella o del CEMA o de Fiel o de cuanto think tank exista en el país, es funcional al capital financiero en desmedro de la producción y del trabajo y termina siempre de la misma manera, fuga y pobreza como dos caras de la misma moneda.

Con el agravante de que, aceptando su lógica, la solución al problema que proponen es el de profundizar el despojo con las llamadas reformas estructurales, que no son otra cosa que la “flexibilidad laboral”. Que los jubilados y pensionados subsistan como puedan, pero que sean el menor cargo sobre el erario público, cuando hoy representan el 40% del gasto de la administración nacional y el 10% del PIB.

Obviamente el Estado debe comprar los dólares con pesos pero, de acuerdo con su razonamiento (sentido común), se debe esterilizar para evitar el proceso inflacionario, con lo que el ajuste fiscal es acompañado por el ajuste monetario y con ello no hay créditos a tasas accesibles para la producción y el consumo.

En lugar de aceptar el sentido común impuesto por los grandes medios y el ideario de la economía liberal pro mercado, debería haber en primer lugar otra respuesta inmediata y consistente a la pobreza y a la marginalidad. Esa consistencia se genera creando fuentes de trabajo y trabajo bien remunerado, que permitan vivir dignamente al trabajador y su familia.  A partir de allí se debe edificar la sociedad, planificando qué podemos producir y qué efecto tiene esa decisión sobre el empleo y la actividad económica.

Bajo esa lógica —en esa reconstrucción del sentido común— debe verse el acuerdo de la ciudad de Rosario (una de las más castigadas por el cierre de industrias, el 35,5% de su población es pobre) entre los industriales y la Unión Obrera Metalúrgica, demostrando que son conscientes de la situación y que están dispuestos a trabajar para encontrarle solución.

Hacia ese nuevo sentido común de impulsar el trabajo y la producción apunta Alberto Fernández, cuando sostiene: “Vamos a federalizar la economía para dejar de condenar al interior. El gran promotor del trabajo es la industria y sobre todo las pymes. Nos tenemos que rebelar a este presente al que no tenemos que estar condenados”.

Solo sentando las bases de un sostenido crecimiento económico se da respuesta a que los asalariados tengan un trabajo digno, que su ingreso sea superior a la línea de pobreza y que el Estado recaude para que también los jubilados y pensionados vivan dignamente.

El mismo Donald Trump, cuando asumió la presidencia dijo textualmente: “America first”.  La América de ellos son los EE.UU., mientras que la América nuestra es la de José Martí. Si entendiéramos eso, solo eso, daríamos un paso importante en la reconstrucción de nuestra identidad y con ello de nuestro verdadero beneficio.

 

 

 

[1] La Canasta Básica está compuesta por bienes y servicios y se relaciona directamente con la suba en los precios de los alimentos, la Canasta Básica Alimentaria se determina en función de los hábitos de consumo de la población, tomando en cuenta los requerimientos normativos kilo calóricos y proteicos imprescindibles. Y la Canasta Básica Total incluye esos alimentos más el costo de servicios públicos y otros gastos.

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