Si continúa siendo así en las Bellas Letras, lectura y escritura son instancias de un mismo momento. Doble reservorio de distintos clivajes, el primero se vuelca en el segundo para volver recargado y, con trabajo, relanzar el ciclo. De ambas instancias la sesera conserva retazos, cuando no escombros, cascoteando ideas provenientes de lo que fueron marcas, señales, caricias, golpes. No hay espacio neuronal capaz de guardar tanta materia prima; a tal fin están los archivos, libros subrayados, notas, apuntes vaya a saber dónde. Astucia y perseverancia, en forma alternativa, cooperan para sacar a la luz alguno de esos retazos si fueran necesarios. Aislados resultan depósitos de erudición. En otro orden se incluyen o constituyen por sí mismos un relato.
Miguel Vitagliano (Floresta, Buenos Aires, 1961) viene experimentando con ese material hace como diez novelas, tres ensayos e infinidad de textos docentes dispersos. Siempre con éxito, supo engarzar tales recortes en tiempos y espacios diversos, con lo que ha logrado especificar conceptos y embellecer la narración, lo que no es poco para nada. Ya sea en situaciones plenamente ficcionales como históricas, resultan aportes, además de a la trama, a una reflexión en segundo plano sobre la creación literaria y el misterio de la emoción estética. Ahora, en las 136 páginas de Sala de máquinas, se zambulle de cabeza —propiamente— entre los bujes, engranajes y ejes dentro de los plurales modos de producción de las más variadas escrituras. En tres secciones (Escritorios para escritores, Instrumentos para escribir y Diálogo de máquinas) rastrea instancias particulares sucesivas, mas no aisladas, que operan en función sustantiva y, por tanto, se apartan de toda adjetivación especulativa. Aspecto crucial al situar el libro por fuera de la dedicación especial para escritores. Por el contrario, resulta una ventana abierta al aire fresco para todo lector embotado por la repetición cotidiana y, en todo caso, un lugar donde el escritor (abdicando de la necedad) logrará encontrarse.

Crucial clave de franqueza, Vitagliano la plantea en el texto de apertura, “El primer escritorio”, donde se monta sobre el célebre grabado de Albert Durero (Nuremberg 1471-1528) acerca del gabinete donde san Jerónimo en el siglo V tradujo la Biblia al latín. Recalca cómo el grabado presenta un ambiente distanciado del original mil años, renacentista, dotado de ventanas terminadas en arcos, vidriadas, estanterías, objetos en posiciones inexplicables, calavera, reloj de arena, león y perro. Elementos extemporáneos, “restos de futuro que acaso jamás serán visitados”. Salta a Maquiavelo (siglo XVI) y al México del siglo XVII con sor Juana Inés de la Cruz. Precisamente ésta, que hizo “de su celda en el convento un laboratorio de ideas” donde “pensar y practicar sin restricciones el estudio de las ciencias y las letras”, pues “entendía que las palabras eran cosas con las que se fabrican mecanismos complejos”. Y, de trascendencia, “escribir la verdad mientras aparentaba que fingía”, un “espacio de combate que siempre es más frontal cuando se toma el camino oblicuo”. De allí el autor aterriza en Sarmiento, al día siguiente de la derrota de Rosas, sentándose en el escritorio del Restaurador para escribirle a unos amigos desde una ciudad, Buenos Aires, sobre la que había escrito sin haberla visitado. Trascartón, va a parar al siglo XX y los siete escritorios de Brecht en Berlín donde colgaban dos carteles; uno decía “Hasta yo lo tengo que entender”; en el otro, “La verdad es concreta”.
Primer capítulo guía, manual de claves, síntesis desafiante, vía hacia el desciframiento, compone un corpus argumentativo sostenido en situaciones en lugar del viscoso caldo teórico, tan necesario de licuefacción solo cuando se abdican las vanidades. Muestrario, a la vez, de lo que en Sala de máquinas está por llegar: un despliegue pormenorizado a través de minúsculos trazos involuntarios esbozados por media docena de autores en actitudes abstraídas de intención literaria. Disposición propuesta como relato, responde a la imposibilidad de clausurar el campo literario, en cuanto persiste en todo momento y lugar la continuidad entre las vicisitudes de cada autor y cada una de sus obras. Entre estas contingencias, no es menor la misma tradición literaria, a la que el autor responde en forma especular o impugnante, pero siempre referente, jamás históricamente indiferente.
La función cognoscente (epistemofílica, sería más preciso) de la literatura enmarcada por Vitagliano resguarda del esencialismo en la misma acrobacia en que instala la responsabilidad de la misma. Cometido y destino afiatado al exclusivo acontecimiento de ser la única de las artes a la que nunca le es ajena la palabra (el significante, sería más preciso), privilegio que en la pintura (y aledaños) se restringe a lo visual y en la música a los sonidos. Aspectos laterales, hacen al folclore no menos que al fetichismo no literario, sino de los escritores. Lafcadio Hearn (británico japonizado) utilizaba un escritorio de patas muy altas no por cábala sino para contrarrestar su miopía; Sylvia Plath compró la casa de Yeats en la creencia de que le daba poder para escribir; pocos registran que José Hernández comienza su Martín Fierro pidiendo a los santos del cielo que alumbren su pensamiento, su ruta…

Que una sala de máquinas “puede ser invisible”, se hace espacio en cualquier lugar y “todos pueden ser uno y viceversa”, el autor lo pone en escena al recordar al Ricardo Piglia (1941-2017) durante la última dictadura, militante de Vanguardia Comunista, redactor del periódico partidario No Transar en la caja de un camión dando vueltas por la ciudad, “en todas partes y en ninguna” simulando una mudanza. Hasta que la organización —que no adhería a la lucha armada— fue arrasada y el escritor logró salir al extranjero en 1977.
En el margen de un papel cualquiera Vicky Walsh escribió: “Tu maquinita es una mierdita”. Se refería a la de su padre, Rodolfo, y el papel era un apunte para un cuento inédito. “El sentido quiere controlarlo todo. Nunca está suelto, eso ata”, apunta Vitagliano tras destacar la frase “Esta máquina mata fascistas” que Woody Guthrie (maestro y mentor de Bob Dylan) había plasmado en su guitarra, emulando la leyenda en los fuselajes de la aviación republicana durante la guerra civil española. Máquinas que de momento suspenden su cometido y se convierten en otra cosa, con distinto destino. La de Rodolfo Walsh por un instante en un código doméstico para volver a ser el arma con que pondría en jaque a la dictadura a través de ANCLA (la Agencia Noticiosa Clandestina) y luego la Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar. “Letra y nombre se convertían en la máquina de un mismo molino”.
Johannes Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles en 1450, sólo para monjes eruditos. El lápiz comenzó a comercializarse en 1861. La máquina de escribir en 1873. No hay acuerdo sobre si la primera novela escrita con un procesador de palabras fue en 1970 o con una computadora en 1981. Interesa la conclusión de Miguel Vitagliano: “Las relaciones con los instrumentos de escritura son ventrílocuo de la experiencia de los autores, casi tanto como los espacios donde trabajan”. Esta ventriloquia parece indicar que la mera condición humana hace que todo escritor sea hablado por otra entidad, interna. Según el circuito establecido por el autor, la fuente estaría situada en los restos de lo visto y de lo oído, puestos en tránsito por esa multiplicidad consignada en la tremenda Sala de máquinas. Aquel chispazo se promueve a la condición de letra hasta concluir en el texto, es tomado por el lector, en cuya sensibilidad, si las condiciones se hacen proclives, en el mejor de los casos desatan esa emoción estética, tan inasible, indescriptible, indefinible, carente de localización como la fuerza que la originó. Claro que esto solo es literatura.
FICHA TÉCNICA
Sala de máquinas
Miguel Vitagliano

Buenos Aires, 2025
136 páginas
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