Al fin una escucha

Si el ser se devela hablando en castellano, la filosofía chamuya en porteño

 

El ninguneo

León Rozitchner solía quejarse de la indiferencia que sentía de los ámbitos políticos, culturales y filosóficos respecto a su obra. Pero esa queja, que escuchamos más de una vez (“A nadie le importa un carajo lo que escribo”; “uno se rompe el culo pensando y escribiendo para que nadie te dé bola”), no era un lamento autocomplaciente ni un acto de consolación. Tampoco un narcisismo desencantado. Se trataba de una constatación. Su pesar se manifestaba ante la falta de interlocuciones con las que poder cotejar y compartir un pensamiento que no se restringía sencillamente a aquello que decía, sino que era parte de una maquinaria compleja que pensaba la persistencia del terror y la humillación en todas sus manifestaciones posibles. El asunto no era impartir conceptos ni teorías. Eran modos de ser históricos, formas de percibir, que precisaban encontrarse con otros y otras para “verificar su coherencia”, pero también para transmitir a los que vendrán esos dilemas que no cesan y a los que el filósofo dedicó su obra y su obsesión. Es cierto, a León no era fácil digerirlo. Ni desde las izquierdas, a las que acusó de espejar la racionalidad abstracta de sus adversarios; ni desde el peronismo, al que confrontó mil veces marcando el sistema de transacciones que su “modelo humano” imponía; ni desde la academia, a la que reprochaba su encierro en esquemas de categoriales formales y autosuficientes. Tampoco desde las religiones (señaló con minuciosidad y elocuencia la correspondencia entre la forma mercancía y la mitología corporal del cristianismo. También la geopolítica asesina que el Estado de Israel asumía, al identificarse con la violencia de los opresores de Occidente, olvidando la tradición resistente judía). Qué decir del psicoanálisis: su lectura de Freud antagonizaba con el modelo lacaniano y los esquemas del estructuralismo filosófico, que hacían del sujeto un soporte pasivo de determinaciones exteriores antes que el verificador concreto de las relaciones sociales. León, entonces, un caso difícil.

Su amigo Horacio González, que sí leyó a León y para quien su obra era esencial para recrear las perspectivas de un humanismo emancipatorio (como lo trata en su tremendo libro Humanismo, impugnación y resistencia: cuadernos olvidados en viejos pupitres), trazó una “fenomenología del ninguneo” –como el mismo Rozitchner consideraba el desinterés sobre su obra en la valoración de sus contemporáneos– para revisar la trama de problemas a los que aludía en los pliegues de ese desdén al que puede considerarse como un modo de insensibilidad muy parecida al desprecio. A León, en la polvareda que levantaban las escasas repercusiones de sus libros (Perón: entre la sangre y el tiempo y Las Malvinas: de la guerra “sucia” a la guerra “limpia” son las evidencias más notables de este fenómeno, aunque no las únicas), se le achacaba la incomprensión de los fenómenos colectivos y sus dramáticas resoluciones. Pero no era así para González, pues, como sostuvo, “León actuó como la sombra doliente de lo popular”. Muchas veces me detuve ante esa frase. Tengo la impresión de que revela una aprehensión tan honda del proyecto de Rozitchner que revierte la idea misma de ninguneo. Porque, ¿qué tipo de predisposición es la que puede alojar la dimensión sensible de la obra leonina? Tal vez, el ninguneo se trate más de una imposibilidad de asumir las consecuencias de la filosofía de Rozitchner que de una deliberada indiferencia; ignorar al otro por no poder verlo, por no tener la apertura y las fuerzas necesarias para percibir los problemas en los que se adentra su escritura, en la que la afectividad personal se involucra de manera decisiva para enfrentar aquello que se erige como obstáculo para el pensamiento y para la vida.

Cierta vez, en una tarde primaveral, entrevistamos en su estudio a León junto a Diego Sztulwark. Promediando la charla, el filósofo soltó un enunciado que dio título a la entrevista: “El ser se devela hablando en castellano”. Esta frase, surgida de la consulta acerca de sus viajes en busca de su pasado familiar y migratorio, venía a sintetizar la idea de que “el origen está en todas partes”, allí donde “la vida derrama o uno la está gastando”. La materialidad de la filosofía se juega en ese punto en el que todo cobra sentido a partir de la experiencia situada en la que uno piensa y se inscribe. El habla en el propio idioma prepara las condiciones para la conversación, requisito indispensable para medirse con los demás y compartir esa angustia por la que atraviesa todo aquel o aquella que se confronta con la distancia entre las categorías teóricas y la experiencia personal y colectiva. El ninguneo, entonces, no es solo una queja que emerge de su voz potente y de la determinación de su escritura. De allí también surge un llamado, un grito, una invitación desesperada a la conversación. Así lo ha interpretado Diego Sztulwark, quien se propuso a través de un minucioso trabajo arqueológico sobre su obra recorrer las condiciones de una vida que ha producido los textos más relevantes de la filosofía argentina, para detenerse en esa tensa articulación –entre obra y vida– que funda una experiencia. La felicidad que se refleja en el rostro de León, que en modo alguno rehúye a la angustia o a la tensión de un diálogo desafiante, prueba que, al fin, hay una escucha para su voz, para su estilo singular y para los problemas que asumió y enfrentó. Esas horas infinitas de charla, brillantemente editadas, nos revelan una experiencia inédita de comunicación que no se restringe al orden conceptual, sino que atraviesa como un rayo la sensibilidad de dos generaciones tan diferentes entre sí.

 

Precursores

Cuenta la mitología que, cuando Diego fue a proponerle este ciclo de conversaciones a León (proyecto que terminó con la edición de su Obra en la editorial de la Biblioteca Nacional), hubo un hecho singular que tal vez haya marcado la relación. Cuando León abrió la puerta del edificio, Diego subió desenfrenadamente la escalera (cosa que hacía siempre que subía escaleras). León, según parece, intentó seguirlo y sufrió un percance traumatológico. El ímpetu y la fragilidad, simbolizadas en este infortunio, ¿no expresan la naturaleza de esta relación?

Diego trabaja como un artesano benjaminiano. Sabe que algo fundamental para la vida se juega en la relación entre generaciones, que no es una obediencia santificada ni la creación de una “escuela”. Es una labor productiva que requiere, a lo León, ponerse en el lugar del otro para saber desde qué punto de vista es posible pensar ciertas cosas, cuál es el contexto desde el que algo es dicho y cómo se traduce el sentido entre épocas tan diferentes; entre circunstancias y estilos que a priori no parecen tener elementos comunes. Es un trabajo arduo y necesario para “que la crítica termine en una amistad”. ¿Hay, acaso, alguna posibilidad de fundar una amistad (política y filosófica) que no parta de esta capacidad del hablante de traducir y contra-traducir? ¿Hay un método posible para ello que no sea la conversación? Ese ejercicio de dilucidación, muchas veces reducido a la lengua, parte de la confrontación de cuerpos, gestos y deseos. Sin ellos, la traducción es apenas mera adaptación. No deja nada. No hay resto en la olla. Solo discurso. Pero eso, lo intraducible, tan misterioso como indescifrable, depende de mirarse a los ojos y confirmar, en la sonrisa del otro, que algo común se teje en esa palabra recorrida por el afecto.

Si es cierto, como alguna vez leímos o escuchamos, que Walter Benjamin planteaba que hay una cita secreta entre las generaciones que ya han sido y la nuestra (cita llamada por el amor y la conspiración), no menos cierto es que ella se produce cuando la urgencia de la efervescencia política la activa. Pero, ¿qué pasa en esas épocas donde no parece constatarse un movimiento político capaz de citarse con el pasado? (“Cuando un pueblo no lucha, la filosofía no piensa”).

Ese tiempo, el que ocurre entre acontecimientos y generaciones, es el de los precursores. Como en la química, los precursores son los que agitan la materia. Anticipan el movimiento no porque moldeen su forma sino porque escuchan el latido de su historicidad. Los precursores son los artífices que, con la paciencia de los orfebres y la imaginación de los artistas, preparan las condiciones de la cita entre generaciones. Una reunión de la historia que siempre es compleja, que requiere de un olfato intuitivo y de una escucha aguda. Aun cuando el grito de la lucha es inaudible y no se vislumbra inminente, el precursor reúne y ofrenda; trabaja sobre esa materia esquiva que se escapa del enunciado, el fondo de lo inenarrable que rodea con su misterio la política, preparando el terreno de un diálogo que sucede entre la admiración y la profanación. Diego, el persistente precursor, nos ha regalado este hermoso capítulo de una historia abierta que ocurre entre la desazón, la insistencia y el susurro de una rebelión.

 

Episodio 1: Bricoleur

 

 

León habla pausado hasta que engarza con velocidad afirmaciones contundentes. Se remonta a sus orígenes intelectuales contando cómo su experiencia en Francia fue determinante para encontrar un estilo. No se trata de una lección de determinado profesor resonante (“a los tipos que consideraba importantes me parecía indigno acercarme para reverenciarlos sin tener nada que decirles”), sino de haber encontrado un signo que se ofrecía como revelación. Su aprendizaje se producía en los pliegues de la vida estudiantil: la pensión y las mujeres. “Aprendí de sobrecama”, dice con picardía.

León se proclama bricoleur. ¿Quién es bricoleur? El que trabaja con los restos, con lo disponible en la propia situación. Al menos así puede interpretarse caseramente a Lévi Strauss. “De las cosas que arreglás, no se tira nada. Todo forma parte de una especie de fondo de reserva primitiva, una acumulación primitiva. Y cuando necesitás algo, te ponés a buscar y ensamblás cosas que te sirven para la siguiente. Eso es fundamental. Los pensadores europeos no son bricoleurs. Ellos van recorriendo prolijamente toda la historia, entresacando los elementos que eso les da… Todo está hecho de máquinas organizadas. Comprenden, analizan y critican cada arquitectónica del pensamiento filosófico. Eso lleva mucho tiempo. Van desarmando y conocen todo sobre la cosa ya hecha. Yo en el campo de la filosofía me he movido como un bricoleur. Un bricoleur que no tenía mucha guita, no podía comprarme todo Hegel y meterme adentro. Además, me aburría. La filosofía es como el bricoleur. Cuando uno necesita… Porque uno está metido, pero al mismo tiempo está haciendo otras cosas que son más divertidas… ¡Lo que estos tipos han tenido que tragarse!… Yo los admiro. Es admirable. Y el esfuerzo que hacen después para desembarazarse de todo eso y poder pensar… Es increíble”. Hay algo de porteño reo en León. El que va al centro y desafía. El que desarregla la consistencia de los grandes aparatos académicos. Es una ética y una estética. Porteño con insistencias vitalistas. La vida, la experiencia y la sensualidad como el contra-modelo de la academia. Ser autodidacta en el corazón académico del mundo, la Francia de mediados del siglo XX, es un imperativo del que desafía la sacralidad haciéndose un lugar.

Diego interviene marcando la afirmación que requiere esa posición, una “fuerza de autorización”.

“Autorizarme a mí mismo a ser arbitrario. Lo primero que yo aprendí en Francia (yo era bricoleur de aquellas cosas rotas) fue al leer una frase de Valéry: ‘Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa’. Me lo puse allí (en mi cuarto), porque me pareció una maravilla. Porque quiere decir que yo estoy autorizado, yo soy arbitrario porque no le doy pelota a este cuando lo correcto sería dársela, no me estoy tragando todos estos libros, no estoy sabiendo esto a fondo, me interesan ciertas cosas y otras las dejo de lado. Es una arbitrariedad completa frente a la organización de las facultades. Me sentí autorizado. Eso para mí fue importante. Es difícil porque al mismo tiempo tenés que hacer un ocultamiento. No decís que sabés mucho ni que no sabés nada, porque algo sabés. No mentís, pero tampoco revelás. Después uno va picando en la medida en que necesita”.

León habla con calma y orgullo. Trae una camisa negra con grandes tramas rayadas verticales blancas. Su ropa parece algo anacrónica, pero de calidad (recuerdo la gracia y la ternura que me produjo cuando Horacio González, que había asumido el cargo de director de la Biblioteca Nacional, sin disponer de la ropa adecuada para el ejercicio que dicha función suponía, contó que su amigo León lo pasó a buscar para llevarlo a comprar unos sacos y camisas a la tienda de Zara, en la avenida Santa Fe). León escucha achinando sus ojos. Presta atención a Diego. Remueve con sus utensilios su pipa agonizante, testigo silencioso e inerte de la conversación, para reavivar sus restos antes de una nueva bocanada. La conversación va en serio. Hay concentración y sentido del humor.

 

La felicidad en el rostro de León ante la escucha de Diego, tras su minucioso trabajo arqueológico sobre la obra del filósofo.

 

 

 

 

 

* “Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa”, conversaciones de Diego Sztulwark con León Rozitchner, puede verse aquí. Idea: Diego Sztulwark / Cámara y producción: Ximena Talento / Guión: Diego Sztulwark, Jorge Atala y Javier Ferreira / Edición: Jorge Atala y Javier Ferreira.

 

 

 

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