SÍ, SE PUEDE

El mecanismo disponible para subir el poder de compra real de los salarios

 

La difícil coyuntura de los trabajadores cargada de pandemia se oscureció algo más con la corrida con la vaina de que aumentar los impuestos a los que más tienen haría que se fueran del país; y también porque a mediados de la semana la Organización Internacional del Trabajo (OIT) dio a conocer sus estimaciones de acuerdo a las cuales en los primeros nueve meses de 2020, en comparación con el mismo período del año pasado, los ingresos salariales en todo el mundo cayeron un 10,7%, o 3,5 billones de dólares. En junio la OIT había previsto que globalmente la pandemia generaría 140 millones de desempleados. Ahora, tras el rebrote, subió el cálculo de la pérdida de puestos de trabajo a tiempo completo a 245 millones de desempleados.

Esto segundo es lo que efectivamente afecta a los trabajadores. Lo primero no, porque ninguna empresa o empresario abandona un mercado solvente cuando le suben las erogaciones mientras haga algún billete, si al relocalizarse para bajar los costos no puede seguir vendiendo en el mismo lugar del que se fue. El mismo Estado que democráticamente sube los impuestos tiene potestad para inhibir al que se va de usufructuar el mercado que dejó. No encontrará dificultades en agenciarse una empresa reemplazante, porque en el capitalismo tal cual es nunca escasea capital y siempre hay faltante de proyectos rentables.

Los hechos coyunturales de la parodia ridícula y la mala hora descripta por la OIT para una mejor lectura de su significado e implicancia estructural, que es donde se encuentran las soluciones de fondo, es menester insertarlos en la cuestión del desarrollo. Si para desarrollarse se necesita aumentar el poder nacional en la conversación pública, no tiene mucho sentido hablar de otra cosa. En un país como la Argentina, ubicado en la semi-periferia del sistema mundial, dependiente por ser subdesarrollado (y no a la inversa), lo cierto es que cada vez que se habla del acotado poder nacional, hacer el balance del que se perdió en el atraso y el estancamiento y se inquiere los eventuales medios para incrementarlo, en la conversación promedio desfilan clásicos del género como la nostalgia del centenario que antes del bicentenario el irrefrenable gorilismo traía a colación para lamentarse del país que se extravió el 17 de octubre y después del bicentenario para –además— ningunear el importante significado político que tuvo la conmemoración de los doscientos años. También entre los connotados por la costumbre y el uso, pero más propios del sector nac&pop, se registran desde los grandes ditirambos en honor a la autonomía tecnológica, pasando por los siempre umbríos asuntos de la defensa matizados con brochazos termonucleares y aeroespaciales, hasta ejercicios de comparación internacional acerca del comportamiento de los burgueses ajenos con los vernáculos, para indefectiblemente recabar la singular malevolencia de los últimos.

En esencia estos lugares comunes son variantes del más puro ofertismo, que por un lado denota el laberinto en que está atrapada la cultura nacional al no registrar que la inversión es una función creciente del consumo, con todas las penosas consecuencias políticas y económicas que tal insuficiencia conlleva, y por el otro que el sentido común no tiene del todo claro que el mayor poder es para desarrollarse más rápido; en cualquier caso no es una estrategia que enfrenta un juego de suma cero en el que la violencia es previsible porque lo que gana uno lo pierde otro. Entonces, ¿dónde crece sano el poder nacional? En la tendencia al igualitarismo de la sociedad, en su cotidianeidad atravesada por la dinámica efectiva de la integración nacional geográfica y económica. En consecuencia, el interrogante de por qué la Argentina tiene su poder nacional retaceado encuentra su respuesta en el precio que hace efectiva la igualdad y la integración nacional: el salario.

Rara vez, si es que alguna, cuando se debate geopolítica aparece el salario como eje. La verdad incontestable es que una nación que en promedio paga bajos salarios es una nación sin poder, es una pobre nación. Puede tener submarinos nucleares, incluso enviar sondas al espacio exterior, pero eso no quita que sea una nación intrínsecamente débil debido a que la estructura social que sostiene el andamiaje tiene pies de barro. Sus clases dirigentes se aficionan a esos artefactos ínclitos para seguir haciendo como siempre, mientras se hacen los modernos y agitan la bandera espuria del poder nacional, que nunca van a alcanzar mientras sean mercados de morondanga. En el capitalismo, el predominio es del mercado. Los ofertistas lo vociferan para justificar el daño a los trabajadores. En realidad, el salario es el mercado y lo irónico es que menos salario es menos mercado pero más que proporcional por las economías de escala que se ven torpedeadas. Durante el gatomacrismo, a raíz de la ofensiva contra los salarios, se cerraron más empresas de las que se crearon, tal como en los ’90 cuando nunca se les caía de la bocota la apelación al buen clima de negocios.

 

 

Financiar el aumento de salarios

El desarrollo desigual maduró a fines del siglo XIX cuando en los países ahora conocidos como centrales la lucha política de los trabajadores en el seno de la democracia posibilitó que aumentara el poder de compra de sus salarios, mientras en el resto del mundo o bien retrocedían o bien se estancaban. Así es como esos países podían absorber todo el capital disponible y un extra proveniente de la periferia, sin tener que recurrir al éxodo de esos valores cuando los visitaba el ciclo. El intercambio desigual generado por los bajos salarios de la periferia, los altos del centro y la igualación a escala mundial de la tasa de ganancia, expresado en el deterioro de los términos del intercambio, completan el cuadro asimétrico del mundo tal cual es. Ahora bien, una vez instaurado el desarrollo desigual (y el intercambio desigual) se reproducen como mecanismos impersonales. Romper el círculo vicioso para aquellos países que están en condiciones de hacerlo, unos pocos entre ellos la Argentina, no es nada fácil.

Subir los salarios implica un serio proceso de sustitución de importaciones que requiere una gran espalda política únicamente suministrada por el frente que exprese la integración nacional. De lo contrario, la explosión de la balanza de pagos ahoga cualquier buen prospecto. No obstante, no hay que perder de vista un tema clave: que a corto plazo, como un aumento de salarios los pagan mayores precios se desata un proceso inflacionario que la reacción aprovecha para asestarle el golpe de gracia al gobierno que osó dar ese paso. La única salida es que el Estado les financie a las empresas el aumento de los salarios contra un bono a –digamos— una década, durante la cual la inflación adelgace el peso de su pago y eventualmente se evite canjeándolo por inversiones.
Un ejemplo hipotético ilustra sobre el funcionamiento de este mecanismo. La masa salarial que debe pagar una empresa es de, digamos, 1.000 pesos anuales. Se acuerda en la paritaria una suba del 30% o sea 300 pesos anuales. Esa cifra, pero mensual, se la presta a la empresa el Estado y el Estado recibe un bono en reconocimiento de deuda a 10 años, con una tasa que se capitaliza puesto que la idea es que no solo no se le incrementen los costos a la empresa sino que se bajen por efecto del aumento de la escala. El subsidio implícito a las empresas mediante el bono del aumento salarial implica reasignar partidas que fueron establecidas como incentivos a la oferta, ciertamente inútiles. Por otra parte la presión impositiva por el efecto multiplicador recauda una parte importante de la diferencia que resta financiar. La monetización de ese gasto que resta financiar cierra el círculo. Eso posibilitará llevar las paritarias a tres años y por sobre todo conseguir el logro estratégico de que la Argentina sea un país de salarios muy caros.
Nunca hubo un país que se desarrollara con salarios bajos o que los haya tenido que bajar para desarrollarse. Por el contrario, subir los salarios y aguantarse y superar las tensiones del ajuste al alza fue lo que les abrió el camino del porvenir.
Es esperable que el odio gorila se desate en gran forma mientras el país se vuelve más poderoso. Atender esas muy espinosas demandas de la transición es el gran desafío político del frente nacional. Al respecto, incluso, los incrédulos deberían saber que hubo experiencias en el pasado que funcionaron muy bien. Además, se trata de hacer en forma directa lo que de manera indirecta históricamente se hizo con la aduana. La alternativa es hacer esto o seguir como siempre con la impotencia de siempre guitarreando con la obra pública y el subsidio a la tasa de interés, que no sirven para otra cosa que ser una especie de botín de guerra.

 

 

 

Imperio

Y tiene pleno sentido recuperar una gran dosis de poder nacional, si nos atenemos a que el multilateralismo posiblemente haya quedado en el recuerdo lo que se desprende de ciertas visiones de la actualidad del imperialismo. Por ejemplo, el historiador escocés Niall Ferguson, allá por 2006, en un ensayo sobre los imperios —en realidad sobre lamentarse por la desaparición de los imperios en el siglo pasado, lo que explicaría el grado de violencia que alcanzó el manejo de la anarquía del sistema internacional—, infiere que actualmente el Imperio esta tan degradado como evitado, pero la historia sugiere que los cálculos de poder pueden devolverle la vitalidad en un futuro próximo. Su necesidad surgiría en un mundo superpoblado, donde ciertos recursos naturales están destinados a ser más escasos. Aclara que Norteamérica, con sus instituciones republicanas alicaídas pero intactas, no tiene aires de nueva Roma. Y eso lo lamenta. Observando que el mundo actual es tanto un mundo de ex imperios y ex colonias como de Estados-Naciones, refiere que incluso aquellas instituciones que fueron pensadas para reordenar el planeta después de 1945 tienen un marcado regusto imperial.

Se pregunta si los cinco miembros del Consejo de Seguridad son algo más que un club privado de pasado imperial. Asimismo, si las intervenciones humanitarias no son otra cosa que la farsa de la trágica misión civilizadora de los viejos imperios. Haciendo cálculos de la duración de los imperios a lo largo de la historia, estima que la declinación se evita en tanto y en cuanto imperialistas y dominados encuentren razonables los costos de soportarse y los beneficios subsecuentes. Propone recrear la solución imperialista para sosegar un orden mundial rebelde.

Por la mano izquierda, el teórico del sistema-mundo Salvatore Babones, en un ensayo de 2015, advierte que la solución imperialista está en la orden del día. Dice Babones que en el núcleo de la lógica de la economía política global, las respuestas a las dos preguntas fundamentales: ¿quién explota? ¿y cómo?, han cambiado desde las viejas respuestas "aquellos con capital económico" y "a través del intercambio desigual en los mercados estructurados políticamente" a las nuevas respuestas "los que tienen el poder político" y "a través de la influencia desigual en sistemas políticos estructurados económicamente". Si para el dueño de una fábrica la forma arquetípica de hacer dinero en una economía-mundo capitalista es la de influir en el gobierno para reprimir a las organizaciones de los trabajadores, la forma arquetípica de hacer dinero en un imperio mundial postcapitalista es para el dueño de una fábrica la de sobornar a funcionarios del gobierno para repartir contratos inflados sin licitación. El dinero ya no se hace apretando los trabajadores. El dinero se hace mediante la adquisición de prebendas.

Babones sostiene que el capitalismo ya no es la lógica macro-sistémica dominante que gobierna la economía política global. La lógica macro-sistémica dominante que gobierna la economía política global contemporánea es el imperio. El 11 de septiembre de 2001 es la fecha simbólica y asimismo significativa de la transición de los 500 años de la economía-mundo capitalista, a un nuevo imperio mundial centrado en la esfera estadounidense. La estructura política del imperio mundial estadounidense es muy sólida. El capitalismo y la economía-mundo capitalista salieron de la escena cuando el mercado global se endogeniza, al ser subsumido dentro de una sola entidad política. Esa entidad política es un Estado mundial centrada en Washington que consiste en un complejo sistema de maquinaria estatal interconectada con los cuatro aliados de angloparlantes: Australia, Canadá, Nueva Zelanda y el Reino Unido. El imperio estadounidense y cuatro aliados, en opinión de Babones, será la característica dominante de la economía política global del tercer milenio.

La frecuencia que sintoniza Trump desde que asumió la presidencia, de la mano del sector político que expresa, es la de frenar la sangría de capital norteamericano a China, vuelco que no es objetivamente necesario y que dejó de serlo hace un siglo y medio, cuando subieron los salarios en el centro. Si la consecución de tal meta interna lo obliga a retomar las prácticas imperialistas de sugerir amablemente el comportamiento a otras naciones, sería una de las tantas paradojas a las que nos tiene acostumbrados la historia. Sea como fuere, en términos de política externa norteamericana concreta y de las hipótesis académicas sobre el largo plazo del sistema internacional, la prudencia sugiere que no hay mucho margen para seguir esquivándole a las demandas de la igualdad y la integración nacional, cuyo medio de materializar es el aumento del poder de compra de los salarios y con ello el del poder nacional. Eso refuerza el círculo virtuoso de la inversión externa. No es la radicación de capitales extranjeros lo que impide el desarrollo de los países atrasados. Lo que juega en contra de los países subdesarrollados es la interrupción y la regresión de ese flujo de capitales. Si no se pueden emplear esas inversiones externa en la forma más deseable para nuestros intereses, la causa no radica en la nacionalidad del capital sino en la estructura subdesarrollada que no hemos logrado superar. El hecho singular es lo limitado del mercado interno en comparación con los de los países desarrollados. Ampliarlo es ampliar el poder de la Nación.

 

 

 

 

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