Sin City

¿Cómo llegamos a tolerar esta realidad trágica y brutal a la que llamamos Poder Judicial?

 

En mi casa paterna había libros. Muchos, muchísimos libros. Sigue habiéndolos en un numero inverosímil. Una constante invasión de bibliotecas, mesas y rincones que no para de crecer y colonizar espacios, pese a los constante saqueos –liberación de espacio, en mi humilde e interesada opinión— que he realizado a lo largo de los últimos 23 años. El día que me fui a vivir a Córdoba, además de mi ropa, embalé varias cajas con mis libros favoritos. Adelanto para calmar el reclamo que invariablemente llegará desde San Juan, cuando lean esta nota, que la gran mayoría eran libros míos, pero alguno que otro técnicamente solo era mío por posesión interrumpida y pacífica a lo largo de los años. Después de todo, mi habitación se constituía en los claros límites de mi dominio.

La multiplicación inexplicable de libros parece ser una enfermedad claramente hereditaria. Es mi casa ahora la que se coloniza con cientos de ejemplares que ya han invadido un dormitorio entero, el estudio, el comedor – nivel: contabilizo 12 libros ahora mismo sobre la mesa en la que como y escribo y le disputo a los libros espacio en el dormitorio. Todo ello pese a la incorporación hace ya varios años de dispositivos de libros electrónicos en un desesperado intento de no seguir ocupando espacio con volúmenes que se reproducen entre ellos. Intento que a la luz de las evidencias, empíricamente comprobables, solo ha tenido un efecto parcial. Y sí, mi mayor fantasía es una casa con metros de pared donde colocar bibliotecas y finalmente poner orden en el caos donde vivo. Oleadas de admiración siempre me han despertado las bibliotecas ordenadas y pulcras como las de mis tíos Bebe y Danilo. He llegado a proponerle a Raul Zaffaroni que se case conmigo, no solo por la admiración que le tengo a su cabeza extraordinaria y desafiante, sino al orden absoluto en el que mantiene una de las bibliotecas mas asombrosas que he visto jamás. Y si bien no he tenido éxito en la propuesta hasta hoy, voy a seguir insistiendo.

 

"Nikopol", de Enki Bilal.

 

Pero hay un género al que llegué tarde, por fortuna y por desgracia: el género de los cómics. Recuerdo el maravilloso Nikopol de Enki Bilal, que venía en las páginas de la Revista Humor. Conocí a Baudelaire por ese cómic, porque el personaje central lo recitaba. Y las maravillosas y bellísimas mujeres que dibujaba Milo Manara, en una colección que encontré y leí escondida. Es justo decirlo, me llamaba tanto la atención el erotismo de las historias como la absoluta belleza de esas mujeres dibujadas por Manara.

 

Las chicas de Manara.

 

Pero tuvieron que llegar internet y “la mulita”, que era un rudimentario sistema para compartir archivos, de dudoso respeto a las leyes de propiedad intelectual, para que pudiera acceder al mundo del cómic de verdad. Y ahí descubrí Sin City, la oscura historia que dibujó Frank Miller para Marvel. Una ciudad del pecado, donde los malos son muy malos y los buenos, bueno, no son buenos en los términos tradicionales en que son buenos los buenos. Me enamoré de esa historia y de esos personajes y de ese mundo donde los protagonistas ensayan una áspera poesía, violenta y marginal. El policía capaz de sacrificarse para salvar a una niña. El feroz Marv, que comienza una matanza porque asesinan a Goldie, la única mujer bella que reparó en él. Dice Marv con su extraña ternura:  “Bañada en ese sudor suyo de ángel. La mujer perfecta. La diosa. Goldie. Dice que se llama Goldie”. La perfecta descripción de la noche en que algo parecido al amor redime a tanta ferocidad.

 

En Sin City, la violencia, la injusticia, la corrupción y la crueldad son la moneda común. Es el registro donde se inscriben las historias. Un mundo sin piedad.

A veces, recorriendo los pasillos de Comodoro Py, siento que estoy en Sin City. Cuando veo los pibitos esposados. Cuando veo gente que conozco mucho y que es buena gente. Y los veo actuar mal. Sabiendo que actúan mal. Ese sistema, ese mundo actúa así. Pero no todos los que lo conforman son Kevin, el asesino caníbal de Sin City.

No sé cuál es el origen de la crueldad y tal vez no lo sepa nunca. Porque hay historias en Comodoro Py que no conozco y otras que no termino de comprender.

 

 

¿Por qué Claudio Bonadío detuvo el trámite de investigación sobre el encubrimiento de AMIA durante 5 años? ¿La lealtad de sus viejos compañeros le pesó mas que las 85 muertes aún sin justicia? ¿Por qué, sabiendo las consecuencias que tendría sobre la frágil salud de Héctor Timerman, dictó la sentencia que a la postre seria una sentencia de muerte? ¿Tanto odia a Cristina, que su odio se prolonga sin paz ni justicia hacia los demás?

¿Por qué un fiscal al que le tengo estima porque es una persona cálida y amable, toma escuchas ilegales y pretende usarlas contra alguien más? ¿Por qué hace algo que sabe que está mal? ¿Por qué, si él mismo ha sido víctima de filtraciones de sus comunicaciones privadas?+

¿Por qué otro fiscal, a quien considero una persona noble y correcta, toleró maniobras de forum shopping?

¿Por qué un juez admitió un peritaje tan falso como moneda de tres dólares en la causa de la muerte de Nisman? El resultado estaba tan amañado que fue publicado en Clarín antes de que el peritaje  fuese iniciado. Es un juez respetado y estimado por sus colegas. Me resulta incomprensible.

 

 

En estos años he visto a jueces a los que respeto —e incluso a jueces a los que les tengo afecto y admiración— hacer cosas horribles. Y lo mismo me pasa con muchos fiscales. Y no lo entiendo. Realmente no lo entiendo.

Ensayo explicaciones para mí misma. Son también horribles las justificaciones que pretendo elaborar para explicar – y explicarme— Comodoro Py. Y como son horribles, sólo funcionan durante un rato.

Cuando lo converso con mis colegas, muchos me dicen que es la “política”. Y me pregunto: ¿desde cuándo la política se volvió un juego perverso de intereses y crueldad? Eso no es la política y mucho menos la política judicial.

Hay una cosa casi celebratoria del pragmatismo más inhumano. ¿Qué cosas están dispuestos a aceptar en Comodoro Py como válidas? ¿Qué cosas están dispuestos a hacer para conseguir un ascenso? ¿Para qué quieren el poder dentro del Poder Judicial, si el costo es hacer cualquier cosa?

Mi experiencia con los alumnos de grado de la carrera de Abogacía es que hay una cuestión de tradición en muchos de los que estudian Derecho. Y también, salvo rarísimas excepciones, un amor por el orden y las leyes. Un firme convencimiento de que hay un sistema racional y no cruento de solución de conflictos. Porque incluso hasta quienes rechazan ese sistema, por burgués, conservador, clasista y/o machista, lo que quieren es implantar un sistema más justo. Pero jamás me topé con un estudiante de abogacía que no crea que puede existir un sistema racional de normas que hagan a este mundo un poco mas justo, frente a esos hechos que perciben como injustos.

¿En qué momento, para muchos, cambia ese sentido? ¿Cuándo sucede que un joven abogado renuncia a todo aquello en que creía para aceptar ser un juez o un fiscal que está dispuesto a vulnerar las normas que juró defender por la Constitución?

¿Cómo hacen con sus propias conciencias? Cuando llegan a sus casas, esos hombres y mujeres, ¿piensan alguna vez en las personas que están presas por sus decisiones? En la cena de celebración de sus ascensos, ¿acaso se les cruzan por la cabeza los hijos de otra persona, haciendo la fila para visitar a su padre detenido?

¿Se dan cuenta los funcionarios judiciales de que prevarican, de que están cometiendo un delito? Delito que los pone en el mismo lugar de las personas que ellos juzgan. ¿No les importa? ¿No les hace ruido, cuando en las mañanas se miran al espejo, despeinados y aun sin lavarse los dientes?

 

 

Yo puedo comprender que sentirse poderoso es una emoción potente y hasta adictiva. Es cierto que en lo personal nunca me he sentido más poderosa que cuando he estado enamorada. Las mejores cosas que he hecho, las hice para poder sentir que alguien más puede estar orgulloso de las cosas que hago. Sentirse digno del amor de otros.

Y mi pregunta es: ¿cómo hacen esos hombres y mujeres del Poder Judicial para recibir el afecto de los que quieren? ¿Reflexionan alguna vez sobre la vergüenza que sería que sus parejas, sus familias, sus hijos viesen el costado más abyecto que a veces muestran cómo funcionarios?

También me pregunto cómo afrontan el momento de pedir colaboración para hacer lo que hacen. ¿Cómo es el dialogo con alguien más, cuando necesitan que validen una injusta decisión? ¿Explican acaso lo que necesitan o simplemente informan?

Y cuando se cruzan en los pasillos de Comodoro Py... ¿Qué sienten hacia sus colegas? ¿Qué piensan? ¿Cómo se miran entre ellos?

¿Cómo se justifican, hacia adentro de sus propias conciencias y hacia afuera, cuando conversan?

Me pregunto esto porque en muchos casos los conozco desde hace mucho. Y no los entiendo.

Voy a suponer que muchos de ellos están sinceramente convencidos de que los funcionarios del anterior gobierno son corruptos. Y que obteniendo su castigo imparten justicia. Incluso esos convencidos. ¿Reparan alguna vez en que ellos mismos están cometiendo delitos para intentar obtener algo que consideran justo? ¿Y que eso los aleja de la Justicia? Digo, si alguien sufre la pérdida de un ser querido y se convence que el Poder Judicial no castigará al asesino y entonces va y lo mata, tal vez sea justo desde la perspectiva de quien sufrió el dolor de la víctima. Pero sigue siendo un segundo homicidio. Es decir un segundo delito. Que a su vez dejará a otras personas con la misma sensación de pérdida irremediable que tenía quien sufrió la primera muerte. Ese espiral de muerte y dolor y de profunda injusticia solo se interrumpe cuando entre el delito y la pena media un acto de justicia. Si no la rueda sigue y solo deja memorias de más dolor y menos, cada vez menos justicia. El Poder Judicial, el Derecho, lo creamos las personas para parar esa rueda.

Tengo cientos de preguntas más. Preguntas que le haría a muchos de ellos si pudiera. Alguna vez he podido preguntar. Recuerdo una tristísima charla con un juez, que también había recibido esquirlas del sistema que él mismo había sostenido. Yo ardía de fiebre e igual había tenido que ir a Tribunales. Me invitó a tomar un té a su oficina, y mientras yo trataba de recomponerme, charlamos. Yo estaba muy triste ese día, porque sabía que Timerman se moriría en breve y le pregunte: ¿cómo llegamos a esto, doctor? ¿Cómo puede ser que a nadie le importe que se muera un hombre bueno?

Y el juez me miró, con una aire tristísimo y cargado de historias —esa fue la única charla sincera que tuve con él— y me contesto: “Graciana, nosotros no 'llegamos' a esto. Nosotros hicimos esto”.

 

 

 

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