Vicentin en la Suecia del siglo XIX

Mecanismos sofisticados logran efectos parecidos a los del voto calificado de la Suecia del siglo XIX

 

Durante el siglo XX, Suecia fue el modelo de socialdemocracia para el mundo. Progresistas de todas las nacionalidades miraban con anhelo el modelo de distribución del ingreso equitativo, impuestos altos y nivel de vida elevado para toda la población, establecido desde la década de 1920 y que, con alternancias, gobernó hasta 2006. Sin embargo, este modelo económico y social se construyó sobre las cenizas de uno de los sistemas más desiguales del capitalismo contemporáneo, del que poco se habla.

Durante el siglo XIX, Suecia practicó una rara democracia en la cual las personas habilitadas a votar (el 20% de los varones adultos aproximadamente) estaban divididos en 44 grupos de acuerdo a una fórmula regulada por las propiedades, ingresos e impuestos pagados. Según el grupo en el que estuviera esa persona su voto podía valer uno (un ciudadano, un voto) hasta cincuenta y cuatro (un ciudadano, 54 votos). En ciertas ciudades, el límite superior fue de hasta 100 votos. Además, en las elecciones municipales que se llevaron a cabo entre 1869 y 1909 las Sociedades Anónimas también podían votar en función de su capacidad impositiva, sin límite de votos: en las elecciones municipales de 1871 se registran 50 ciudades en donde una empresa tenía más del 50% de los votos y otras 144 en donde tenía más del 25%, de acuerdo a los datos presentados por Thomas Piketty en su último libro, Capital e Ideología. Conviene repetir para que el dato no pase por alto: las empresas votaban en las elecciones y sus votos valían por cientos o miles de votos ciudadanos.

Imaginemos una gran empresa en un pueblo pequeño y el ejemplo se torna brutal. Una sociedad democrática estableció reglas en las cuales la propiedad privada era más importante que la ciudadanía y donde se consagraba la desigualdad hasta el límite de que las autoridades de muchas ciudades fueron elegidas, literalmente, por los dueños de las empresas locales, poseedores de más riqueza que el resto de la población combinada.

Esta proporcionalidad a la hora de las elecciones, completamente racional en ese marco y aceptada socialmente durante medio siglo, sería difícilmente tolerable en la actualidad. Tampoco sería tolerable, como lo fue hasta 1952 en la Argentina, que la mitad de la población no estuviera habilitada para elegir sus representantes.

Sin embargo hay realidades que persisten, de todos modos, independientemente de la configuración electoral adoptada. La ciudad de Arroyito en Córdoba (22.000 habitantes) es sede de una empresa que exporta alimentos a decenas de países y facturó 44.541 millones de pesos durante 2019 (más de 224.000 millones como grupo económico según consigna la revista Mercado en su último número). La ciudad de Avellaneda en Santa Fe (23.000 habitantes) es sede de otra empresa, Vicentin, que facturó más de 144.000 millones de pesos durante 2019, un valor equivalente a 356 presupuestos anuales de la ciudad (en 2019 ejecutó 405 millones). Un sistema como el sueco del siglo XIX les permitiría a ambas, con creces, elegir las autoridades locales. La pregunta que nos hacemos, en el contexto del siglo XXI, es si efectivamente una empresa de estas dimensiones mantiene algo de esas lógicas o mecanismos propietaristas, al punto de elegir las autoridades ejecutivas, legislativas y judiciales locales.

Apenas decidida la intervención de Vicentin por el Poder Ejecutivo nacional, un grupo de médicos firmó una carta solicitando que los interventores hicieran cuarentena durante 14 días para evitar el “avance (sic) del Estado”, según lo publica un comunicador. Ni los médicos ni el comunicador tienen, prima facie, una relación contractual con la empresa. Tampoco la tienen todas las personas que salieron a las calles a mostrar su enojo con la medida de salvataje, ni el juez que forzó el empantanamiento de la causa. Mucho menos las personas que en otras ciudades salieron a cuestionar el salvataje propuesto desde el gobierno. Más todavía: el intendente de Avellaneda, aún en el contexto de distanciamiento social, alentó una manifestación ciudadana el día 9 de julio en contra de la intervención.

A esta altura, la pregunta se ha respondido sola: Vicentin no necesitó elegir al intendente con un voto de oro que valga más que el de toda la ciudadanía. La ideología del Capital hizo su parte: desde el intendente a los ciudadanos de Avellaneda, pasando por médicos y periodistas, defendieron la desigualdad y la “propiedad privada” en contra de la propiedad estatal. Los accionistas y directores, miembros de la élite del 1% más rico del país (las 450.000 personas más ricas) fueron defendidos sin contraprestación por miembros del 99% más pobre. Vale recordar una frase del economista polaco Michal Kalecki, quien escribió en 1943: “Los principios fundamentales de la ética capitalista requieren la máxima ‘ganarás el pan con el sudor de tu frente’, a menos que seas propietario de medios de producción”. La meritocracia se aplicaría sólo en algunos casos, y así esta ideología se adapta según quien la enuncie.

La pregunta que atraviesa el libro de Piketty refiere a cómo cada sociedad se adaptó ideológicamente a tolerar diferentes formas de desigualdad. Sin entrar a fondo a la cuestión, desarrollada en detalle por el autor francés, es posible preguntarse qué hacer respecto de las sociedades anónimas que adquieren un tamaño tan relevante en la economía local y nacional (e incluso con aquellas que no se encuentran entre las más grandes). ¿Cómo discutir esa desigualdad inherente a nuestra sociedad de manera de cuestionar, en definitiva, la ideología propietarista?

Piketty resume tres tipos de intervenciones que se dieron durante el siglo XX respecto de las sociedades comerciales: la propiedad pública de las empresas (el Estado es propietario), la propiedad compartida (división del poder en los directorios) y la propiedad temporal (devolver parte de la propiedad mediante impuestos progresivos). Mientras que la primera y la tercera opción han sido aplicadas en la Argentina y en la mayoría de los países occidentales, la segunda sólo fue implementada en países germánicos y nórdicos, y desde 2015 también en Francia. Hubo proyectos de propiedad compartida presentados en el Congreso norteamericano en 2018 que no prosperaron, y hasta en el Reino Unido, durante la década de 1970, se discutió en profundidad un proyecto en esa línea que estaba listo para aplicarse en 1978, y que al demorarse fue quitado de la agenda en 1979 por el gobierno de Margaret Thatcher.

La propiedad compartida implica la participación en los directorios de los trabajadores y, eventualmente, también del Estado. No se trata sólo de Vicentin, sino de todas las empresas mayores a cierto tamaño (por ejemplo, en todas las empresas con más de 50 empleados). El modelo alemán (se aplica desde la década de 1950, con variantes en Austria, Dinamarca y Noruega) produjo no sólo un enorme aumento de la productividad total de la economía sino también un freno a los salarios absurdos que los altos ejecutivos de las grandes corporaciones se otorgan a sí mismos y que explica, en una importante medida, el aumento de la desigualdad en la distribución del ingreso desde la década de 1980 en adelante. Un directorio en el cual los trabajadores y el Estado tienen la mitad de los votos para tomar decisiones estratégicas, difícilmente aprobaría maniobras de “planificación fiscal nociva” o de fuga de divisas sin destino de reinversión.

El futuro de Vicentin es incierto. Paradójicamente, las decisiones del juez de la causa, impulsadas por la ideología propietarista, culminarán muy probablemente con la destrucción del capital mismo, de no mediar acciones por parte del Estado, y con él una historia de noventa años. Es que el desafío a la propiedad privada es, sin dudas, la provocación más fuerte que sufre la ideología propietarista, al punto de preferir su destrucción antes que una continuidad en la cual se ponga en duda su esencia. Este es uno de los puntos centrales para pensar un futuro distinto del capitalismo que conocemos.

 

 

 

* Miembro de MATE (Mirador de la Actualidad del Trabajo y la Economía) y Sociedad de Economía Crítica.

 

 

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