ARGENTINOS DETRÁS DE UN GATO

La encrucijada argentina, en el espejo de un cuento de Walsh

 

"Cada hombre honrado —dice el obispo Usher en un cuento de Rodolfo Walsh— debe aprender sus oficios terrestres". Esa es la forma que elige el prelado ("un hombre santo, gordo y violeta") para marcar la diferencia entre los oficios divinos que practican tanto él como el rector Fagan (a saber, el cuidado de las almas de los irlandesitos que son pupilos de ese colegio durante la década del '30) y las tareas prosaicas que descargan sobre los pibes para ocuparlos cuando no están en clase: lavar, barrer, lustrar, cepillar, hacer las camas, servir las mesas, sacar la basura y destapar la letrina con sopapa de goma.

Nada más tentador que disentir con el obispo. Pero hagamos lo contrario, al menos para empezar: concedamos que es cierto, que es razonable que cada unx de nosotrxs aprenda y cultive un oficio que lx ayude a vivir. Y conste que no digo imprescindible, porque nos debemos un debate sobre la inevitabilidad del trabajo, que damos por sentada cuando no tendría por qué serlo. (Hasta el Dios del Antiguo Testamento, que era más conservador que el obispo Usher, abominaba de las labores formales y las consideraba un castigo.) Pero, en aras de facilitar la conversación, digamos que no está de más hacer algo que ayude a pasar el tiempo y produzca resultados, ya sea físicos o económicos, que aligeren la existencia propia y ajena.

 

 

Pero claro, no todos los oficios terrestres son iguales. Algunos suenan nobles por definición: por ejemplo el de lxs maestrxs y lxs médicxs. Pero otros son más equívocos. Dedicarse a la política, por ejemplo, tiene sus bemoles. En estos tiempos preelectorales, veo a los políticos de profesión abocarse a alquimias que me dejan perplejo. Con el objetivo de ganar los comicios, se enfrascan en cálculos y maniobras que nunca termino de entender. Como si contemplase una partida de go, ese juego milenario de origen chino cuyas estrategias siguen superándome. (Y al cual, si no recuerdo mal, Walsh también dominaba aunque sólo se lo imagine jugando al ajedrez.) Los objetivos son claros: en una elección de las nuestras gana quien logra mayoría numérica, en el go triunfa quien controla la superficie más grande del tablero. Lo que no termino de entender del todo son las movidas que, tanto en un caso como en el otro, los jugadores de la política y del go despliegan para salirse con la suya.

Así como no se me ocurriría cuestionar las decisiones de un campeón de go, tampoco me atrevo a criticar las alianzas o rupturas que practican lxs políticxs a la hora de definir fórmulas y listas de candidatxs. Tengo que asumir que, aunque yo no entienda lo que hacen, ellxs saben por qué; a fin de cuentas una elección se dirime con números, y son ellos los expertos en desarrollar múltiples cálculos simultáneos para obtener un poroto más aquí y dos más allá y alzarse con la victoria cuando llegue el día. Quiero decir: además de la ideología y del programa y del proselitismo y de la propaganda, llega un momento en el cual lxs políticxs tienen que arremangarse, agarrar la calculadora y hacer cuentas hasta dar con la ecuación que describa un triunfo viable. Es parte insoslayable de la tarea. Alguien tiene que hacerlo, y hacerlo bien.

Aun así, me parece uno de los costados más mezquinos del asunto. Ganar es importante —pensemos en la elección de octubre: podríamos decir que es cuestión de vida o muerte sin exagerar ni un cachito—, pero también importa, o debería importar, cómo ganar. Porque una cosa es limitarse al ámbito de lo posible y apostar al poroteo tradicional, a las matemáticas del almacenero. (Contra las que no tengo nada, Néstor manejó la economía del país garabateando números en un cuadernito y le fue josha.) Pero en circunstancias como las presentes, me pregunto si no habría que volar más alto y apelar a matemáticas alternativas, que se eleven por encima del cerco de lo probable y creen las condiciones para tornar posible lo imposible.

 

Saltar la banca

El cuento Los oficios terrestres, publicado a mediados de los '60, describe la visita del obispo Usher y las representantes de "la caritativa Sociedad de Damas de San José" a un internado de niños de origen irlandés. Al arranque exultante —esa visita supone una ocasión protocolar a causa de la cual, a modo de excepción, se les da a los pibes de comer hasta atiborrarse— lo sucede la realidad sin afeites: al pequeño Dashwood le cae encima la tarea ingrata, más digna de Sísifo, de cargar con el cajón de la basura que sobró del banquete y llevarlo lejos a través del campo, para descargarlo donde ya no moleste. Es cierto que no está solo: lo ayuda el Gato, ese pibe más grande, experimentado y lleno de recursos a quien ya conocemos de otro cuento de Walsh, el también memorable Irlandeses detrás de un gato. Pero, siendo quien es, el Gato cumple con su parte haciendo el mínimo esfuerzo posible mientras Dashwood —que está gordo de morfar las sobras de la mesa de los maestros y por eso le cuesta moverse— sufre a cuenta de otro peso, el del cajón, que corta la piel de sus manitas llenas de sabañones.

 

 

La enorme mayoría de los argentinos pena hoy como Dashwood: la "fiesta" quedó atrás y lidiamos con una carga que nos supera. No podemos pensar en otra cosa que en el peso intolerable, que aun así parece multiplicarse a cada paso; y por eso nos obsesiona la necesidad de llegar a ese octubre que es como el vertedero, el tiempo y el lugar en que —otra vez, al igual que Dashwood— dejaremos de sufrir. Por eso queremos apurar el trámite todo lo que se pueda. Estamos más que ansiosos, esperando que lxs políticxs hagan sus cálculos de una vez y definan candidaturas, para conseguir una boleta no bien salga de la imprenta y sentarnos a esperar ese domingo al que apostaremos las fichitas que quedaron. Tan así es la cosa, que seríamos capaces de votar incluso a Equis y hasta a Doblevé, a quienes siempre consideramos blandos, acomodaticios y faltos de convicción. Si los ases del go electoral aseguran que con ellos las matemáticas cierran, estamos dispuestos a hacer de tripas corazón y a ensobrar su boleta con el fervor que se consagraba a las cartas de amor.

Por eso es delicado este momento. La necesidad de dejar atrás el sufrimiento es tan perentoria, que nos vuelve cortoplacistas. Nadie del llano dispone de la imaginación requerida para ver más allá de octubre; esa imposibilidad hace que depositemos toda la responsabilidad en los senseis de la matemática electoral. Algo peligroso, porque por definición —por defecto profesional— lxs muchachxs son bilardistas, adoradorxs del resultado por el resultado mismo. Y aunque pocas veces nos hemos enfrentado a un imperativo tan claro, esta vez no es sólo cosa de ganar, sino —categóricamente— de ganar con representantes que puedan, y estén dispuestos, a hacer lo que hay que hacer para sacarnos de este pozo y evitar que la experiencia nefasta se repita.

Lxs que se dedican a las matemáticas electorales se parecen más bien al Gato (al del cuento de Walsh, aclaro por las dudas): son realistas a ultranza, maestros del posibilismo. No esperan del sistema más de lo que lo consideran capaz de dar, y en ese contexto están dispuestos a sumirse en él, a embarrarse lo que haga falta, para explotarlo hasta sacarle la última gota. Se entiende por qué son así; se justifica por qué son así. Si uno no puede ser como ellos, haría bien en tener siempre cerca a uno de su calaña. Son maravillosos desfaciendo entuertos. Pero si se los deja librados a su iniciativa, negocian para abajo. Transan con la realidad y se dan por contentos. Son de los que siempre salen del casino con módicas ganancias, convencidos de que han descubierto cómo burlar al sistema, pero nunca hacen saltar la banca.

Y eso es justo lo que necesitamos ahora. Convencer a los Gatos de la matemática electoral —así como lo hace Dashwood al final del cuento— de que, al menos esta vez, hagan lo que no se habían imaginado capaces de hacer.

 

Palacio con banderas

Dashwood y el Gato llegan al vertedero y vuelcan la basura. Han alcanzado el objetivo y cumplido con el encargo, es el momento del alivio: el cajón vacío ya no pesa nada, volver será un paseo comparado con la ida. Pero Dashwood decide no regresar. Lo cual suena a locura: ¿dónde va a ir un pibito solo sin un mango en el bolsillo, qué le espera, a qué se está exponiendo?  El gordito es el primero en carecer de respuestas, pero hay algo que se le solidificó adentro como se endurece la grasa de las sobras del asado, una convicción para la cual no existe vuelta atrás: ha entendido que bajo ningún concepto quiere volver a someterse a la vida en el internado.

 

 

El Gato, siendo el Gato, encuentra absurda la iniciativa. A la luz de sus otras experiencias de vida, que tan sólo intuimos, el internado no es lo peor que le ha pasado. Le garantiza un techo, comida de mierda pero comida al fin y un régimen hinchapelotas pero tolerable, con el que puede negociar sus necesidades cotidianas y que le permite evadir ciertas responsabilidades. El Gato le expresa su desacuerdo a Dashwood casi sin palabras. Todo lo que le dice, cuando lo ve alejarse hacia lo desconocido sin dar explicaciones, es: "Eh, idiota". Pero el gordito, transfigurado por la decisión que se ha apoderado de su entero ser, ni siquiera le responde: simplemente camina hacia el futuro incierto, canturreando una canción.

Aunque el Gato no lo comprenda, lxs lectorxs lo comprendemos bien, y hoy más que nunca. Dashwood llegó a su límite, ya no quiere seguir así. Volver a acogerse al sistema del internado —a las tareas ingratas, el castigo físico, el frío que multiplica los sabañones, la dieta a base de sobras y el desamor con que lo prepararan para acometer los oficios terrestres— ya no es una opción. Dashwood sublima lo que verdaderamente necesita y busca en la figura de su madre, a la que entrevemos ya en el primer párrafo del cuento y que podría negarse a acogerlo otra vez —por algo el gordito vive en el internado— o, incluso, estar muerta. Pero en esa circunstancia lo que importa no es tanto la madre real como la madre simbólica, la dadora de vida, que lo llama a elevarse por encima de su circunstancia. A eso lo convoca, eso es lo que le sugiere la amorosa figura, algo que no puedo expresar sino a través del énfasis de una doble negación: No puede no haber una vida mejor.

La mayoría de nosotros no quiere seguir viviendo más en el internado de la Argentina de hoy. Hemos llegado a un límite: sabíamos que Macri representaría algo malo, pero no imaginamos que sería abismal. Por eso mismo —porque no ha dejado derecho sin conculcar ni institución sin destruir y porque arrasó con la posibilidad de que el pueblo viva sin padecer necesidades durante muchos años— ya no nos basta con ganar una elección. Aunque cambien al rector por otro más benévolo, la cosa no mejorará lo suficiente: el problema ya no es de figuras, el problema es el internado. Para que dé cabida a esa vida mejor que Dashwood personifica en su madre, habría que derrumbarlo y hacerlo otra vez.

Esto puede sonar delirante, lo tengo claro. (Eso diría el Gato de Walsh, si nos viese.) Pero si lo piensan unos minutos, no lo es tanto. Nos tocó en suerte un territorio riquísimo en materia de recursos naturales, donde ningún habitante debería pasar hambre o sed. El problema es el tinglado que permitimos que los Usher, los Fagan y los maridos de las Damas caritativas montasen sobre esta tierra. (Me pregunto si entre ellas habría alguna Stanley). Es un tinglado arbitrario hasta la locura, que admite que algunos pocos acumulen más de lo que podrían gastar en mil vidas y otros —millones— no consigan llevar pan a la boca de sus hijos. Un tinglado así es un escándalo que no se arregla con parches.

 

 

Por eso hay que voltearlo y levantarlo otra vez. Contamos con la materia física para reconstruir, la hay de sobra; y nuestra buena fortuna no acaba ahí, porque también contamos con el material humano. Necesitamos levantar un nuevo edificio a partir de los principios de la arquitectura democrática —pero democrática de verdad, no declamada—, que han tenido tantos cultores excepcionales en esta tierra, desde Belgrano y San Martín hasta las Madres y Abuelas y las organizaciones de derechos humanos: si algo nos sobran son tradiciones ejemplares. Necesitamos reinventar la economía de este país, barajar y dar de nuevo, para que deje de ser salvaje. (Y tenemos gente capacitada para hacerlo.) Necesitamos recrear el Poder Judicial, para que ya no sea servil ante los intereses más oscuros y en efecto proteja los derechos de todos. (Y tenemos gente capacitada para hacerlo.) Necesitamos potenciar la vena creativa del pueblo, de cuyo suelo surgen naturalmente talentos descomunales, desde lo artístico a lo científico. (Y tenemos gente capacitada para hacerlo.) Necesitamos rediseñar nuestro sistema político, para que sirva a su pueblo y además lidere en el contexto latinoamericano, que tanto necesita protegerse de la depredación que viene del Norte. (Y tenemos gente capacitada para hacerlo.) Necesitamos garantizar el acceso del pueblo todo a la información veraz, para que deje de ser víctima de la ignorancia y de la confusión en que la sumen estos fantoches cuyas palabras no cuajan con el movimiento de sus labios. (Y tenemos gente capacitada para hacerlo.)

Lo más fácil sería pensar que Dashwood pretende una locura. Pero si se lo considera a fondo, puede que se trate de una clase de locura que encarne la actitud más cuerda ante una situación demente. Sobre la tierra arrasada de un presente como el nuestro, ¿por qué deberíamos contentarnos con levantar una choza, cuando tenemos todo a nuestro alcance para erigir un palacio? (Cuando el Indio Solari felicita por algo, siempre saluda del mismo modo: Palacio con banderas, me dice. Me gusta esa imagen.) Y esto es algo que puede entender hasta el personaje menos sospechado de idealismo: el Gato del cuento de Walsh.

Prematuramente envejecido por la experiencia cruel, el Gato fuma un pucho mientras ve al gordito alejarse. Cuando le dice lo que piensa de su quimera ("Eh, idiota") y Dashwood sigue andando, el Gato baja de la pila de basura, corre y lo detiene. Pero su intención no es disuadirlo, al menos ya no. El Gato empieza a hacer algo —dice Walsh— que "no quería hacer". Saca de su bolsillo la fortuna que había logrado ahorrar (¡tres monedas de veinte centavos!) y le da a Dashwood dos monedas; una se la queda, claro, porque para algo es el Gato, que aun cuando tenga un rapto generoso no puede dejar de ser realista.

En la hora crucial, el Gato reconoce en Dashwood el coraje para hacer lo que se necesita, a pesar de que no le dé el cuero para intentar lo mismo. Por eso decide ayudarlo en la medida de sus posibilidades. Que es lo mismo que le pedimos a nuestrxs políticxs, a los expertos en la matemática electoral: que sean generosos y no piensen tan sólo en ganar una partida, sino que nos ayuden a ganar como hay que ganar para estar en condiciones de cambiar las reglas del juego. Este gobierno empujó al pueblo a un abismo, y en ese fondo no necesitamos candidatos que nos prometan un almohadón debajo de la cabeza, para que nuestros cuerpos rotos descansen más cómodos. Necesitamos que se comprometan a sacarnos de ahí. Necesitamos dejar atrás la incertidumbre de la mentira y volver a conectar las palabras con los hechos. Necesitamos que pongan el lomo y destierren el hambre de la Argentina. Necesitamos que generen las condiciones para elevarnos a la altura de la promesa que este país significó siempre en el concierto del mundo, y de la que emitimos destellos cada vez que nos dejaron — a través de nuestrxs científicxs, de nuestrxs artistas, de los movimientos que nos llevaron a la vanguardia de la defensa de los derechos políticos, económicos y sociales.

Larguen las dos monedas de las cuales disponen, porque si las amarrocan lo haremos igual aunque eso suponga limitar todavía más nuestra posibilidad de triunfo. O están a la altura del conflicto o se quedarán atrás, condenados a morar en el "edificio alto, desnudo y sombrío" al que el Gato regresa al final.

Estamos partiendo ya, con ustedes o sin ustedes. Como Dashwood, no podemos desoír el llamado a intentar la busca de algo mejor.

—Voy— dice el gordito en el cuento de Walshrespondiendo a una voz amorosa que el Gato no registra pero que vaya si le gustaría oír.

Y nosotros también vamos con él, dejando el basural en el pasado.

 

 

 

 

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