Desde los pobres, a todos

Un homenaje al obispo Miguel Hesayne, uno de los que salvó la dignidad del oficio episcopal

 

El pasado 1º de diciembre, veinticinco días antes de cumplir 97 años, falleció Miguel Esteban Hesayne, padre obispo emérito de la Diócesis de Viedma, desde 1975 –tanto cuando esta ocupaba toda la extensión de la provincia de Río Negro, como cuando, después de la partición vaticana, pasó a ocupar la porción oriental y marítima de aquel Estado– hasta 1995.

Junto a Jaime De Nevares, obispo de Neuquén, y Jorge Novak, de Quilmes, Hesayne completaba el trío que durante tantos años salvaría la dignidad del oficio episcopal en nuestros pagos. A la hora de repensar la trágica memoria del testimonio de los cristianos en los años más aciagos de la historia argentina contemporánea, junto a tantos creyentes de a pie que siempre miraron nuestro acontecer desde el reverso de la historia, a ellos tres debieran sumarse las figuras de Enrique Angelelli, obispo de La Rioja (asesinado por la última dictadura en agosto de 1976), Carlos Ponce de León, obispo de San Nicolás de los Arroyos (también asesinado por la dictadura en julio de 1977) y Alberto Devoto, obispo de Goya (muerto en un accidente automovilístico en 1984).

Resulta absolutamente imposible no vincular al “Turco” Hesayne con algunas cuestiones que fueron su obsesión: el giro copernicano propuesto para la Iglesia católica por el Concilio Vaticano II (1962-1965), la relación entre la fe cristiana y la política, la insistencia en el asesinato de Enrique Angelelli, las comunidades eclesiales de base como forma de reinventar la acción de la Iglesia entre los pobres, la lucha por los derechos humanos… Y tantas otras cuestiones que lo encontraron siempre atento al tiempo que le tocó vivir y a lo que su profunda fe le demandaba en cada hora.

En referencia al martirio de Angelelli –apenas siete meses más chico que Hesayne...–, hay dos frases que cuando suenan nos traen el timbre de su voz. “Angelelli fue un mártir del Concilio Vaticano II”, dice la primera. “A Angelelli no sólo le quitaron la vida, también le robaron la muerte”, afirma la segunda. Con la referencia al Concilio, Hesayne quería dejar en claro que el motivo más profundo del asesinato de Angelelli hay que buscarlo en el rostro renovado y comprometido con los pobres del modelo de Iglesia que él encarnó, quizás como nadie en Argentina. Y con el “robo” de su muerte, denunciaba la traición y la mentira de una conducción episcopal que no tuvo empacho en adherir a la hipótesis del accidente con la que la dictadura trató de camuflar su crimen.

En 1985 fue testigo en el histórico Juicio a las Juntas militares. Por eso no sorprendió que en 2004 fuera el primer destinatario del premio Azucena Villaflor, en reconocimiento a su lucha por los derechos humanos, creado por el entonces Presidente Néstor Kirchner.

Como obispo de Viedma, llevó adelante un sínodo diocesano –es decir, una asamblea de todos los miembros de la diócesis– entre 1983 y 1984, tras el cual ofreció su exhortación post-sinodal Desde los pobres a todos. Para anunciar a Jesucristo, en 1985, con eje en la comunidades eclesiales de base y la pastoral social.

Por aquellos años sumó como colaborador en la diócesis de Viedma ni más ni menos que a Orlando Yorio. De él dijo años después: “Su estadía entre nosotros durante unos años que él agradecía de corazón, siempre la consideré un regalo pastoral para la diócesis de Viedma y para mí, obispo, una valiosa, sabia y fraternal colaboración pastoral”.

Amén de las alegadas razones administrativo-pastorales, vivió la división de su diócesis casi como una “intervención” romana, en medio del clima adverso generado en el Vaticano –eran los tiempos de Wojtila-Ratzinger– con aquellos obispos latinoamericanos que parecían identificados con las perspectivas de la teología de la liberación. De hecho, y más allá de haber mantenido con los obispos finalmente electos una muy buena relación, ninguno de los nueve candidatos que él propuso en las tres ternas para cubrir a las nuevas diócesis en las que se dividió la Provincia de Río Negro (Bariloche, Alto Valle y Viedma, donde se le designó a un obispo coadjutor con derecho a sucesión) resultó elegido.

Celebró el arribo de Jorge Bergoglio al papado, interpretando la llegada de una mirada latinoamericana cercana al pueblo y a los pobres. Para quien atravesó la mayor parte de su oficio de obispo bajo los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, y bajo las presidencias del episcopado argentino de Adolfo Tortolo, Francisco Primatesta, Juan Carlos Aramburu y Antonio Quarracino, la figura del hoy papa Francisco fue percibida como un decidido retorno a los ideales del Concilio que tanto militó.

Permanente crítico del neoliberalismo, público polemista con las autoridades políticas que lo sostuvieron como programa, insistente en su alerta sobre las contradicciones entre aquél y la fe cristiana, su voz seguirá resonando como una promesa en estos tiempos en que se encaminan y aúnan las voluntades y los proyectos políticos por volver a llevar a la sociedad argentina a un camino de justicia e igualdad para todas y todos.

 

 

 

 

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