Dolarización vs. economía de mercado

Es necesario advertir sobre las teorías que la respaldan y las trágicas implicancias que puede tener

 

En el déjà vu permanente que es la Argentina, nuevamente nos encontramos ante propuestas de dolarización por parte de ciertos sectores radicalizados del amplio espectro de la teoría económica. Al tratarse de un discurso sumamente atractivo por su simpleza y sus potenciales beneficios primermundistas, creo preciso ahondar en el tema a fin de advertir sobre las teorías que lo respaldan y las trágicas implicancias que puede tener.

 

La ortodoxia

Un buen comienzo sería destacar las capacidades propagandísticas de la ortodoxia: nombrar como monetarismo una corriente de pensamiento que no tiene teoría de la moneda, y donde la misma no genera ningún impacto real en la economía es, simplemente, brillante. Si una escuela económica carece de todo tipo de reflexión mínimamente profunda sobre el dinero, esa es la monetarista. Tal es así, que sus más grandes exponentes han utilizado metáforas de los más imaginativas para describir el proceso monetario. Milton Friedman afirmaba que es indicado suponer que el dinero es lanzado al sistema económico como desde un helicóptero, mientras Don Patinkin suponía que caía como maná del cielo.

Tras tan profundas reflexiones concluían (todos los ortodoxos lo hacen), que el dinero no tiene ningún tipo de impacto en el devenir económico más que sobre el nivel de precios, o lo que es lo mismo, es neutral (incluso lo llaman “súperneutral”, alcanzando los mejores estándares propagandísticos de la academia). Eso es producto de suponer que las economías humanas se basan en el intercambio de bienes y servicios de una forma similar al trueque, donde el dinero es simplemente un lubricante. En los modelos más abstractos y fundacionales, la moneda directamente no existe. O sea, de una pavada teórica monetaria a una pavada teórica integral.  Es evidente por qué, quiénes se encuentran formados en tales ideas, no tienen mejor propuesta que dolarizar la economía: si funciona en Estados Unidos funcionará acá. Podrían opinar, sin inmutarse, sobre la legislación de parques nacionales con el mismo razonamiento; si fuera por ellos, el ministerio de deportes debería hacer canchas de fútbol americano.

A pesar de que esta escuela económica ha tenido su piedra angular en la Universidad de Chicago, y se ha expandido hegemónicamente sobre la mayoría de las casas de estudio del mundo, los líderes de las principales potencias parecen no dejarse influir tan livianamente. Evidencia de ello son, y han sido, los conflictos geopolíticos, acuerdos, guerras, intervenciones, bloqueos, etc, que han suscitado los intentos de imposición de zonas de influencia monetaria.  Tanto Inglaterra en su pasado imperial (o en su resistencia a ingresar a la zona euro), como Estados Unidos en el presente, no parecen considerar que el mundo es como un trueque a gran escala y las monedas son indiferentes. Las luchas monetarias son tan obvias y vistosas, que cuesta pensar cómo a alguien (¡economistas!) se les puede ocurrir que el dinero, o el signo monetario, son indiferentes.

 

Dinero, soberanía y mercado

Felizmente, múltiples científic@s sociales han estudiado el dinero y aportado a la construcción de un andamiaje teórico sólido al respecto. Aunque el más afamado es John Maynard Keynes, la lista es enorme y los debates abundantes. Indagaremos en algunas ideas al respecto, a fin de dilucidar las posibles implicancias de una dolarización de nuestra economía.

Para empezar, podemos definir el concepto de espacio monetario, el cual, según el sociólogo británico Geoffreyh Ingham, es la construcción social donde las transacciones económicas (deudas y precios) son denominadas en una misma unidad de medida. Casualmente, o no tanto, salvo las operaciones internacionales, la mayoría de los espacios monetarios coinciden con los espacios soberanos. Los Estados nacionales definen su moneda, la cual es, esencialmente, la forma de medir contratos y transacciones económicas.  Conclusión rápida: la moneda es política.

Esta afirmación, tan aberrante para la ortodoxia (la cual supone que la moneda emana naturalmente del mercado) es evidente para los antropólogos y los historiadores monetarios. Las monedas se encuentran directamente asociadas a la construcción de poder político, el cual puede provenir de las instituciones (templos, gobiernos democráticos, imperios) o de la supremacía económica de algunos sujetos (bancos genoveses y venecianos, por ejemplo).  Lejos de fundarse en una mercancía, como los metales, la moneda (o el dinero) se fundamenta en construcciones subjetivas y sociales, que se entrelazan con los poderes políticos y económicos, y el devenir diario de millones de transacciones individuales.

Estas ideas no son novedosas ni ajenas. El primer ministro de hacienda de la Confederación Argentina, Mariano Fragueiro, quien reflexionó y gestó parcialmente el sistema nacional de dinero y crédito, describió la moneda como la representación de un sistema social, su producción, capital, organización y fuerza de trabajo. La moneda debería ser utilizada para el bien común, en un contexto donde todo el sistema económico es social, no individual (¡qué pensarían los libertarios!), siendo la moneda una construcción política.

De esta forma, la moneda se vincula con la capacidad soberana que tienen los países de delimitar un espacio monetario propio, en el cual los agentes podrán organizar la producción, el intercambio y las relaciones de deuda, a través de una unidad de medida unificada, en nuestro caso, el peso. Ahora, ¿cómo podemos describir la soberanía monetaria?  Podría afirmarse que es la capacidad de un Estado de determinar esa unidad de medida, así como de imprimir billetes o generar saldos bancarios positivos, siendo la misma aceptada y utilizada por la población. Lo destacable de la creación de este espacio monetario, es que el gobierno podrá movilizar recursos productivos, así como determinar las tasas de interés, a su gusto, contemplando las limitaciones que imponen las relaciones económicas nacionales y globales.

Al tener la capacidad de emitir dinero o acreditar saldos bancarios, el gobierno puede contratar trabajadores, comprar insumos, pagarles a proveedores y asignar poder de compra sin contraprestación (a los jubilados, por ejemplo). Ese dinero, o saldos bancarios, volverá al Estado vía impuestos o financiamiento (deuda pública o depósitos en el Banco Central). O sea: el gobierno, construyendo moneda construye mercado. Un momento teórico (e histórico) inicial de inexistencia de relaciones mercantiles y de producción moderna, se ve invadido por el movimiento, la producción, la división del trabajo y la circulación económica.  De esta forma, la moneda crea subjetividad (al igual que el lenguaje), moviliza recursos, asigna prioridades y permite las relaciones financieras de deuda y propiedad del capital.

Inicialmente el panorama es muy esperanzador, sin embargo, existen límites.  El más destacable es la disponibilidad de divisas para importar o dolarizar carteras. La Argentina no posee la tecnología precisa para producir gran parte de bienes de capital, como tampoco cuenta con todos los insumos necesarios, y menos aún posee una moneda de aceptación internacional que permita acceder a carteras de inversión globales. Este límite, flexible frente a las circunstancias, las restricciones institucionales, la distribución de los saldos monetarios y los procesos productivos, es el que se impone a través de devaluaciones y crisis estructurales. Superarlo reviste una enorme complejidad, fundamentalmente política.  Los saldos monetarios, así como la distribución, se modifican con los impuestos, los subsidios y los precios. Las importaciones se administran a través de procesos administrativos. Todo ello implica coerción, perjudicados y beneficiarios.

 

 

Implicancias de la necedad

Si la Argentina sacrifica su moneda y adopta la contabilidad extranjera (el dólar), la capacidad de movilizar recursos, de crear mercados y definir la tasa de interés estarán limitadas por la capacidad de recaudación sobre el ingreso de dólares del exterior y la potencial multiplicación productiva interna que tal actividad conlleve (las exportaciones en 2021 representaron solo el 17% de la demanda agregada). La dificultad estriba es que no se podrá recaudar sobre producción inexistente, sobre un mercado que no existe. Sin dinero no hay mercado, sin mercado no hay producción. Asimismo, ante cualquier crisis económica que implique una caída en la actividad, el gobierno no podrá emitir dinero, o sea, no podrá reactivar.

Finalmente, no debemos olvidar el frente financiero del asunto. Los sistema monetarios bancarios modernos, nacionales, implican una solidez difícil en términos históricos, inigualable. Atrás han quedado crisis bancarias sistémicas (y sistemáticas) como el mundo generalizadamente conoció a lo largo del siglo XIX.  En un sistema donde no existe prestamista de última instancia (el Banco Central), el quiebre generalizado del sistema es una regla. Las múltiples experiencias similares en la Argentina han sido explícitas. La vinculación de la moneda nacional con el oro (sistema libra), o con el dólar, han fracasado estrepitosamente en 1826, 1876, 1885, 1891, 1914, 1930 y 2002.

De intentarse una dolarización, nuestra economía nacional, estatal y moderna se transformaría en un experimento trasnochado. Mejor dedicarnos a construir un sistema monetario nacional y soberano (que mucho trabajo tenemos por delante), y olvidarnos de los cantos de sirenas liberales. Suficiente daño han hecho.

 

 

 

 

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