Elogio de la esclavitud

Las potenciales consecuencias de una reforma laboral con olor a siglo XIX.

 

Desde la formación de los primeros grupos sociales, seres humanos saturados de odio e individualismo llegaron a un cruel descubrimiento: el hombre podía ser domesticado al igual que los animales. “La utilidad de los animales domesticados y la de los esclavos —decía Aristóteles, un acérrimo defensor de la servidumbre en la Antigüedad— son poco más o menos del mismo género. Unos y otros nos ayudan con el auxilio de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de nuestra existencia”.

Tamaña perversidad intelectual se hizo presente con fuerza por estas tierras desde la conquista de América, una de las obras maestras del desprecio humano hacia otros grupos humanos. Ya desde el siglo XVI en adelante, debido al aniquilamiento permanente de la mano de obra proveniente de los pueblos originarios, el trabajo hostil en las plantaciones algodoneras y agrícolas, en la producción azucarera o en las arriesgadas actividades mineras (oro y plata fundamentalmente), solo fue factible debido al tráfico de millones de esclavos africanos hacia el continente americano.

Esta descomunal muestra de odio, racismo y otredad tuvo un enorme impacto en la vida virreinal rioplatense, pues luego de siglos de intercambios de personas en condiciones despiadadas, negros y mulatos conformaban hacia el año 1778 el 28.4% de la población en Buenos Aires, el 81.4% de ellos esclavos. El abuso hacia su fuerza laboral alcanzaba todo tipo de trabajo, desde tareas domésticas hasta actividades ganaderas o artesanales en carpinterías o zapaterías. Sin más suerte, décadas más tarde la población negra, enviada sistemáticamente a los ejércitos regionales, fue exterminada en los más de cincuenta años de guerras civiles argentinas.

Desde lo ideológico, en el sostenimiento de tamaña injusticia social, un aspecto primordial lo constituía la marcada necesidad de las clases favorecidas en encontrar argumentos serviciales para la degradación o inferiorización extrema de los grupos oprimidos. Resultaba fundamental evidenciar sus supuestas desventajas biológicas, para eliminar cualquier tipo de derecho o mejora social. Así, como una continuidad natural del orden divino, la idea xenófoba de la superioridad racial de los “blancos y puros” se propagó dogmáticamente (sin demostración científica alguna) pues el falso apoyo biológico constituía una artimaña para la discriminación de los grupos proletarios y el aprovechamiento sin rebeldía de su fuerza laboral.

En consecuencia, la dicotomía civilización o barbarie, símbolo de la discriminación y la opresión durante el siglo XIX, atravesó toda discusión política. Personalidades destacadas como Domingo Sarmiento, Bartolomé Mitre o José Ingenieros, por ignorancia y/u odio de clase asociaron la por entonces clara superioridad tecnológica y científica europea, y por ende la mayor capacidad de generación de fuentes de trabajo que requieren mayor nivel de educación, con cuestiones supuestamente raciales, como la sangre o el color de piel. “La instrucción sola —razonaba Sarmiento— no es suficiente para sacar a la Argentina de su barbarie; se requiere una real infusión de genes blancos, representantes de la civilización, de lo urbano”. Para Mitre, la inmigración era “una evolución grandiosa que permitía robustecer la nacionalidad argentina para que templara y regenerara la raza blanca”. Ya en 1908, Ingenieros afirmaba que “la historia no es un registro de la lucha de clases ni de la lucha institucional sino antes bien de la lucha racial. América latina es un claro ejemplo de este fenómeno ya que la raza blanca ha ocupado un área previamente dominada por miembros de una raza inferior”.

El impacto de este tipo de afirmaciones doctrinales y despectivas repetidas hasta el hartazgo por los más importantes formadores de opinión, además de desprestigiar ferozmente a la mano de obra autóctona (si se lograba imponer que los aborígenes, los negros y, en general, los grupos menos favorecidos conformaban una raza inferior, sus derechos podían ser totalmente minimizados y su fuerza laboral sobreexplotada, uno de los verdaderos propósitos) enaltecía abiertamente al “europeísmo”, fomentando así la por entonces división internacional del trabajo impuesta por el capitalismo internacional (una Argentina pastoril, empobrecida, científica y tecnológicamente dependiente y una Europa culta e industrializada vendedora de manufacturas “imposibles de fabricar localmente”).

En ese dramático contexto social para las clases trabajadoras, de democracia fraudulenta y restringida, y donde el socialismo, el anarquismo y el sindicalismo emergían como los medios posibles para la lucha por una mejor calidad de vida, las condiciones laborales continuaron siendo paupérrimas En su Informe sobre las clases obreras de 1904, Juan Bialet Massé describió las miserias de las clases trabajadoras argentinas, a pesar que la esclavitud había sido abolida por la Constitución de 1853. “En las cumbres del Famatina he visto al ‘apire’ cargado con 60 y más kilogramos deslizarse por las galerías de las minas, corriendo riesgos de todo género, en una atmósfera de la mitad de la presión normal; he visto en la ciudad de la Rioja al obrero, ganando sólo 80 centavos, metido en la zanja estrecha de una cañería de aguas corrientes, aguantando en sus espaldas un calor de 57° a las dos de la tarde; he visto a la lavandera de Goya lavar la docena de ropa a 30 centavos, bajo un sol abrasador; he visto en todo el interior la explotación inicua del vale de proveeduría; he visto en el Chaco explotar al indio como bestia que no cuesta dinero, y he podido comprobar, por mí mismo, los efectos de la ración insuficiente en la debilitación del sujeto y la degeneración de la raza”.

Afortunadamente, desde finales del siglo XIX, estudiosos de diferentes ramas del conocimiento (como la antropología y la arqueología) lograron demostrar, ya con sólidos argumentos científicos resumidos en el “materialismo cultural”, que las razas humanas no existían y que las principales diferencias entre los grupos humanos se debían a las desigualdades en los años de escolarización, la calidad de la enseñanza, el entrenamiento, el medio familiar, la injusta repartición de las tierras y otros recursos naturales escasos, la concentración excesiva de la riqueza en grupos elitistas reducidos, a las profundas asimetrías en el desarrollo industrial de los países, como también, por supuesto, al desprecio visceral que mucho hombres vacíos de solidaridad sienten por otros hombres, a quienes solo reconocen como mano de obra barata.

Aunque desde el punto de vista científico las teorías dogmáticas discriminativas ya carecen de todo sentido, de manera muy preocupante, en los últimos años, y tal como sucedió anteriormente con el primer peronismo (cabecitas negras, aluvión zoológico) en la Argentina se produjo un recrudecimiento en el odio de clase (vagos, planeros, choripaneros, negros de las villas, etc.), como respuesta conservadora a la acción de un gobierno popular que supo poner sobre la mesa, luego de muchas décadas de ocultamiento, temas imprescindibles como la injusta distribución de la riqueza, la precarización laboral o la necesidad de un desarrollo científico-tecnológico imprescindible para la generación de trabajo digno. Medidas significativas como la creación de miles de escuelas en todo el país (un logro incomparable frente a las solo siete escuelas construidas entre los años 1989 y 2002), universidades nacionales en barrios humildes del conurbano bonaerense, retenciones a grupos económicos concentrados, desendeudamiento externo, restricciones a la fuga de divisas, entrega de material didáctico y computadoras para alumnos de escuelas públicas, asignación universal por hijo, jubilaciones, etc. despertaron el desprecio ancestral de los sectores económicos dominantes, quienes, ante la pérdida en aumento de determinados privilegios, supieron arrastrar hacia su costado odioso de la grieta a los sectores medios más despolitizados y confundidos de la población.

Una grieta que, indudablemente, seguirá abriéndose (separando más a los ricos de los pobres) si se avala una reforma laboral con aires de siglo XIX, propuesta por un gobierno especialista en burlarse de los más necesitados, que implique más horas de trabajo, menores salarios o menos oportunidades de alcanzar una vivienda propia, es decir, un país sumamente injusto donde una minoría beneficiada continúe aprovechándose del casi esclavo esfuerzo ajeno.

 

La ilustración de este artículo es un fragmento de 'Sin pan y sin trabajo', de Ernesto de la Cárcova (1894).

Mariano Ventrice es ingeniero civil (UBA)

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