Herederos del viento

El avance de la ultraderecha acota la política de los palos justificados por el terrorismo

 

Con relación a las posibilidades de desarrollo de la Argentina, siempre vale considerar qué tienen para decirnos las tendencias inmediatas del capitalismo. Por ejemplo, la victoria del senador (autodefinido como socialista) Bernie Sanders en las primarias demócratas de New Hampshire, ocurridas a mediados de la semana con vistas a la presidenciales de noviembre del corriente año, en conjunto con el proyecto de presupuesto fiscal norteamericano para 2021 presentado por Donald Trump el lunes pasado. También hay tela para cortar en las reverberaciones del proceso mediante el cual ingleses y europeos se acomodan a las consecuencias del Brexit y en que los japoneses —principal tenedor extranjero de deuda del gobierno de los Estados Unidos— aumenten aún más sus acreencias con bonos norteamericanos a partir de permitirle a sus fondos de pensiones (tenían limitaciones que fueron dejadas de lado en septiembre), comprar esas especies financieras. Los japoneses comparten con los chinos, aunque más directo que el resto del orbe, el impacto del coronavirus sobre la actividad económica y además temen que afecte seriamente las olimpiadas.

Desde un ángulo en apariencia muy distinto, se pueden observar las hebras en común que se entrelazan para tejer el hilo conductor que agrupa las motivaciones de estos eventos. Lord Robert Skydelsky (PS 20/01/2020) constata que, a medida que disminuye el número de muertes por terrorismo en Europa occidental, aumenta la alarma pública sobre los ataques terroristas. El biógrafo de Keynes puntualiza que “según la Base de Datos Mundial sobre Terrorismo, entre 2000 y 2017 hubo por esta causa 996 muertes en Europa occidental, contra 1833 en los 17 años que van de 1987 a 2004, y 4351 entre 1970 (primer año registrado en la base de datos) y 1987. La amnesia histórica fue desdibujando el recuerdo del terrorismo interno europeo: la banda Baader-Meinhof en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia, la IRA en el RU, el terrorismo vasco y catalán en España y el terrorismo kosovar en la ex Yugoslavia. […] No sucede lo mismo en los Estados Unidos, en particular porque los ataques del 11‑S, en los que murieron 2996 personas, introducen un enorme sesgo en los datos. Pero incluso ignorando esta anomalía, resulta evidente que desde 2012 hubo en Estados Unidos un aumento sostenido de las muertes derivadas del terrorismo, que revierte la tendencia anterior. Sin embargo, gran parte de este 'terrorismo' no es sino una consecuencia de la gran circulación de armas entre la población civil”.

En razón de que “el terrorismo se ha vuelto el objeto de pánico moral arquetípico en el mundo occidental”, Skydelsky recomienda que los ciudadanos mantengan la calma y no le den a los gobiernos las herramientas represivas que exigen cada vez más para ganar la batalla contra el terrorismo, el crimen o cualquier otra desgracia técnicamente evitable propias de la complejidad que ha alcanzado la sociedad humana. Sucede que el núcleo del asunto no es contra el terrorismo sino contra los fervores por la igualdad. Es bastante claro que en medio de políticas que arruinaban la distribución del ingreso y hundían la tasa de crecimiento, la batalla contra el terrorismo le ha calzado como anillo al dedo a los gobiernos –en este punto, poco importa de qué signo— para legitimar la subida en la escala del grado de represión que a estos nefandos objetivos de política le siguen como la sombra al cuerpo.

 

 

Legitimación

El avance de los ultras de derecha es una preocupación que está en la orden del día y acota como salida política el alcance de los palos justificados por el terrorismo, lo que sugiere que siguen por inercia. El hilo que ata el haz de las diversas historias en las que se vislumbran las tendencias inmediatas del capitalismo lo trenza la controversia respecto de cómo rehacer y alcanzar las promesas del igualitarismo moderno, engarzadas como están en la cultura. En otras palabras, más allá del ruido, las nueces a derecha e izquierda en la búsqueda de la legitimación son por las políticas públicas que hacen efectiva y estable la redistribución del ingreso. Respecto de este contrapunto, John Gray, el Jorge Pinedo de la centenaria revista inglesa New Statesman, puesto a analista político cada tanto trata de responder en una de esas ocasiones (15/01/2020) Why the left keeps losing (Por qué la izquierda sigue perdiendo). Entiende que a partir de que el prime minister Boris Johnson obtuvo una notable victoria al derrotar a los laboristas en sus antiguos territorios, su dilema pasa por cómo consolidar su alianza con la clase trabajadora mientras el establishment cultural sigue casado con los valores progresistas.

 

John Gray y las tribulaciones de una izquierda perdedora.

 

 

Gray señala que “la comprensión del presente debe comenzar con el final de la era thatcherista. Fue derrocada en noviembre de 1990, pero las versiones de las ideas neoliberales que formatearon de manera intermitente algunas de sus políticas dominaron la política durante casi 30 años. […] Pero la era de la hegemonía neoliberal ha terminado. Los imperativos electorales están llevando a los conservadores a abandonar cualquier fe fundamentalista en los mercados libres”. Los análisis y estudios que hacen o consultan los conservadores los lleva a moverse “hacia la izquierda en economía. Al mismo tiempo, están moderando su visión individualista de la sociedad”, consigna Gray. El lead book reviewer de New Statesman comprueba que “la resistencia al progresismo en materia social se centra principalmente en la ley y el orden y la inmigración. No hay entusiasmo detectable por la restauración de las estructuras familiares tradicionales o las costumbres sexuales. Los votantes de la clase trabajadora quieren seguridad y respeto, no una forma de vida completamente diferente. […] el núcleo del culto progresista es la creencia de que los valores que han guiado a la civilización humana hasta la fecha, especialmente en Occidente, deben desecharse. Se requiere un nuevo tipo de sociedad, que los progresistas idearán”.

Como esto choca de frente con el sistema de valores de los trabajadores, de acuerdo a Gray: “La característica de la escena contemporánea que los progresistas no comprenden, al final, son ellos mismos”. Esta contradicción del sistema de ideas con la realidad de los progresistas no solo ingleses sino de Occidente “plantea un interrogante sobre si será capaz [el progresismo] de asegurar la conjunción del poder político con la legitimidad cultural que Antonio Gramsci, uno de los pensadores políticos más penetrantes del siglo XX, llamó hegemonía”. Gray entiende que no serán capaces, debido entre otras cosas a que “las teorías progresistas que afirmaban adivinar el futuro han demostrado ser tan confiables como los augurios romanos. La creencia de Gramsci de que la clase trabajadora hace historia ha resultado ser correcta, al menos en Gran Bretaña, pero no en la forma en que él y sus discípulos se lo imaginaban. En algún lugar del cielo, los dioses se están riendo”.

 

 

Sombart

Una primera aproximación a la disputa que tiene a la izquierda a Bernie Sanders y a la derecha a Donald Trump a partir del resultado de la primaria de New Hampshire y del proyecto de presupuesto del año fiscal que presentó el lunes, parece desmentir tanto la idea de que los conservadores están aflojando en gran forma con el sesgo ultraliberal y dando la vuelta campana como que los socialdemócratas (de eso se trata en realidad lo que los norteamericanos llaman socialismo) andan perdidos en su mundos de fantasías ideológicas desprendidos de las masas. A la situación agrega pero no aclara mucho que Ryan Lizza, de Politico, subraye que Sanders es un candidato debilitado porque está incumpliendo sus promesas de una revolución progresista. Lizza fundamente su afirmación señalando que el número de votantes jóvenes en las primarias de New Hampshire disminuyó este año en comparación con 2016, lo que sugiere que no traerá nuevos votantes y además que la suma de los demócratas moderados reúne más votos que Sanders. Tampoco agrega mucho el hecho de que Lloyd Blankfein (importante ejecutivo del Goldman Sachs), llevado por una reacción derechista visceral, tuiteara que Sanders arruinará la economía y dejará en la intemperie a los militares.

Mientras las corporaciones se pelean con los demócratas y los demócratas entre sí, Trump presentó la propuesta de presupuesto de 4,8 billones de dólares. Se proyecta un crecimiento del 3% anual promedio durante los próximos 15 años, a pesar de que el PIB anual no ha crecido en esa cuantía durante la presidencia de Trump y la última vez que alcanzó esa tasa de crecimiento fue hace 15 años. Hay que tener presente que el PIB norteamericano es de unos 20 billones de dólares. Las tradicionales proyecciones optimistas que acompañan el presupuesto –en las que nadie cree— indican que el crecimiento y los costos de endeudamiento del gobierno conducen a una reducción constante del déficit y, finalmente, a un presupuesto equilibrado para 2035. En la actual propuesta, Trump aumenta los gastos en defensa y el muro fronterizo y los baja en asistencia social y sostiene hasta 2025 los recortes impositivos para las personas. Las horcas caudinas del Congreso cambiaran mucho de este presupuesto, pero en tanto listado de las prioridades políticas de este o cualquier gobierno, ¿de dónde se sigue que busca mejorar la distribución del ingreso?

Mediante el viejo truco de la aduana, Trump cortó la salida de capitales como forma de hacerle frente a la crisis o aumentar la rentabilidad. Como buen conservador se refugió en los valores tradicionales de la lucha de clases de su país, nación que históricamente pagó los más altos salarios del planeta. Con este menoscabo a la política de bienestar social, el spenceriano Trump pretende que los trabajadores, como lo hicieron históricamente, disputen y consigan un salario mayor dado que las empresas no tienen la válvula de salida china. Cuando en Europa a fines del siglo XIX avanzaba parlamentariamente la socialdemocracia y se conseguían más salarios, en los Estados Unidos los salarios eran más altos pero ni visos de socialismo. En 1906 eso llevó a Werner Sombart, economista, historiador y socio intelectual de Max Weber, a preguntarse en forma de ensayo “¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos?”. Tras contabilizar la favorable actitud de los trabajadores norteamericanos hacia el capitalismo, a su gobierno, su integración cívica, la dificultad de romper el bipartidismo, la altísima recompensa material de los salarios, la gran movilidad social y las oportunidades que le abría la conquista del oeste si el trabajador no encontraba el salario que buscaba, Sombart infiere que “estas son, más o menos, las razones que hacen que no haya socialismo en los Estados Unidos... Todos los elementos que hasta hoy han retrasado el desarrollo del socialismo en los Estados Unidos están en vísperas de desaparecer o de convertirse en su contrario, de manera que, según todos los indicios, el socialismo en los Estados Unidos va a tener su auge plenamente en la próxima generación”.

 

 

Werner Sombart, pronósticos fallidos.

 

 

No pasó y no parece que fuera a pasar ahora, porque lo que hizo grande a los Estados Unidos fueron sus salarios. Trump, que no tiene la reelección asegurada, al menos entendió que “los votantes de la clase trabajadora quieren seguridad y respeto, no una forma de vida completamente diferente”, como describió el citado John Gray. Para un conservador, eso se lo proporciona la recreación de las mejores tradiciones de la lucha política, cosa hasta ahora inentendible para un socialdemócrata que parece seguir muy preocupado por humanizar la globalización en el puro mundo de los derechos abstractos. Definitivamente más concretos, los chinos buscan cómo rehacer la alianza con los norteamericanos, ahora constreñidos por el coronavirus y preocupados por el runrún del nuevo papel de la India como factor de equilibrio; en particular por las consecuencias del viaje a la India de Trump a fines de febrero. Los japoneses que prenden velas para que el coronavirus no arruine las olimpiadas de este año, compran bonos en lugar de acciones –como el resto de los mortales— porque ser parte de la prosperidad norteamericana tiene sus bemoles y no sea cosa que los agarre comprados el bajón de la bolsa.

 

 

Intercambio igual

Todo esto constituye indicios de que el freno a la oleada ultraderechista, si ocurre, será como se debe: a partir de la mejora de los ingresos y la perspectiva de los asalariados. Eso: ¿empeora, mejora o deja sin cambios las perspectivas del desarrollo argentino? Los que piensan en una salida exportadora vía tipo de cambio alto (salarios bajos) suponen que el excedente se queda acá. Pero este es un mundo regido por el intercambio desigual, no por el intercambio igual. La teoría económica tradicional predica o supone, con diferentes grados de explicitación, que el comercio exterior sin interferencias tiende a favorecer a las dos naciones que forman parte de un intercambio, puesto que las ganancias se distribuyen entre las dos. Algunos economistas de orientación más progresista, en concordancia con la caracterización hecha anteriormente, sostienen que para lograr ese efecto el Estado debe intervenir con subsidios o créditos a la exportación de sectores rezagados que tengan perspectivas de mejorar su desarrollo a futuro, a la vez que generando efectos positivos en la economía general. Por el contrario, no existe esta reciprocidad en el comercio. En el mundo tal cual es, o sea en el mundo del intercambio desigual, los trabajadores de un país semi-periférico como la Argentina son afectados por los aumentos de salarios en los países desarrollados. Esto es independiente de la acción estatal en cualquier sentido que no sea el de apoyar o socavar las exigencias de la clase trabajadora, puesto que sus ingresos preceden y determinan la formación nacional e internacional de precios. Y si no son afectados, ¿cómo se puede decir que mediante la obtención de incrementos en sus salarios monetarios, los trabajadores en los países desarrollados explotan o comparten la explotación de los trabajadores de los países subdesarrollados?

Está claro que los salarios monetarios en los países subdesarrollados —que, de acuerdo con las premisas de la teoría del intercambio desigual, varían de forma independiente y exógena— no se ven afectados por variaciones de los salarios monetarios en los países desarrollados. En todo caso, no inmediatamente o directamente. Pero luce igual de claro que los ingresos reales de los trabajadores en los países como la Argentina se ven significativamente afectados por estos aumentos, debido a los aumentos resultantes en el precio de los productos importados desde los países desarrollados, en la medida en que tales productos son parte de su consumo, ya sea directamente, en la forma de bienes, o indirectamente, como insumos de otros bienes de consumo producidos en el país. En suma, las variaciones en los salarios monetarios de un grupo desarrollado determinan variaciones en los precios relativos correspondientes, y son estas variaciones de los precios monetarios las que determinan, a su turno, las respectivas variaciones en los salarios reales del otro grupo, el de los subdesarrollados. De manera que si no subimos los salarios o los dejamos estancarse o peor aún se hace lo posible para que retrocedan, se ahonda el intercambio desigual, aumenta el caudal vertido al exterior del excedente no remunerado del trabajador argentino que es finalmente apropiado por el consumidor foráneo.

 

 

 

 

 

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