LA HORA DEL HOMBRE HUECO

A 40 años del estreno en Cannes de "Apocalypse Now"

 

"Así es como termina el mundo", dice el poema de T. S. Eliot que el coronel Kurtz lee a a la luz de una vela, "no con una explosión, sino con un gemido".

Cierto apocalipsis tuvo lugar, en efecto, hace cuarenta años. El 10 de mayo de 1979 Francis Ford Coppola presentó en el festival de Cannes la película que casi había acabado con su carrera. Para terminar Apocalypse Now, Coppola tuvo que sobreponerse a los tifones que destruyeron sus decorados, al despido de su protagonista en pleno rodaje, al infarto de su nuevo protagonista, al descontrol de Marlon Brando, a la montaña de deudas que había contraído para filmar —hipotecando hasta su casa— y, en último término, a sus propios vicios y su coqueteo con la megalomanía. Según los cálculos, el rodaje debía durar cinco meses. Coppola llegó a Manila para filmar en marzo del '76 (el preciso momento, dicho sea de paso, en que los argentinos empezábamos a vivir nuestro propio apocalipsis) y terminó con la fotografía principal en mayo del '77. Por eso declaró en Cannes: "Mi película no es un film sobre Vietnam, es Vietnam". Para reflejar la demencia de ese conflicto bélico, Coppola no encontró mejor recurso que irse a la jungla y batallar contra la naturaleza, su carrera, su propia vida y el universo entero. En los términos más literales, Apocalypse Now era la prolongación de la guerra por otros medios.

 

Francis Ford Coppola en el set del film parece decir: "Esta película me va a matar".

 

Pero lo que quiero discutir aquí no es tanto la locura que supuso llevar adelante el film ("Entre la idea / Y la realidad / Entre el movimiento / Y el acto / Cabe la Sombra", dice otro pasaje del mismo poema de Eliot, que se llama Los hombres huecos), como la discusión de sus méritos a cuatro décadas de su bautismo de fuego. Vista desde hoy, cuando sería tan fácil confundir la guerra de Vietnam con una reliquia —un recuerdo, o sea otra Sombra, de un siglo ido—, ¿conserva la película el poder que tuvo entonces?

 

La carga del hombre blanco

Para el adolescente que yo era todavía cuando me metí en —creo— el cine Atlas Lavalle, Apocalypse Now fue una experiencia única, un rito de pasaje: yo nunca había visto en la pantalla nada de una demencia tan wagneriana, ningún film que fuese tan hipnótico, demandante y arrasador a la vez. Aquel crío ni siquiera conocía el tema The End de The Doors, cuyos primeros minutos vertebran lo que sigue siendo una de las secuencias iniciales más abrasadoras de la historia; esa canción en la que Jim Morrison dice, mientras el napalm incinera las palmeras y la conciencia del capitán Willard:

Este es el fin, bello amigo

Este es el fin, mi único amigo

El fin

De nuestros elaborados planes

De todo lo que existe, el fin

No más seguridades ni sorpresas, el fin

Ya nunca volveré a mirar tus ojos.

 

 

 

Sabía que Apocalypse Now era una adaptación de ese relato de Joseph Conrad que se llama El corazón de las tinieblas (1899), y que trasladaba la acción del Congo del siglo XIX al Asia del siglo XX. Pero todavía no estaba en condiciones de apreciar cuán maravillosa era esa adaptación. Y tampoco podía disfrutar del juego de citas literarias que Coppola practicaba, demarcando el terreno que soñaba abarcar. En 1925, T. S. Eliot arrancó su poema The Hollow Men (Los hombres huecos), con una frase del relato de Conrad: Mistah Kurtz - he dead. Esa meditación sobre la bancarrota espiritual del hombre contemporáneo es lo que el Kurtz de Marlon Brando lee en su exilio camboyano. (Una de las ediciones en DVD del film incluye los 17 minutos que tarda Brando en leer la totalidad del poema.) El fotógrafo que interpreta Dennis Hopper también dedica un instante de su verborrea a citar a Eliot ("I should have been a pair of ragged claws / Scuttling across the floors of silent seas"), sólo que tomando versos de otro poema, La canción de amor de J. Alfred Prufrock; ese mismo poema en que, al igual que el fotógrafo en Apocalypse, el autor admite no ser Hamlet sino más bien "casi, a veces, el Tonto" o bien el Bufón. ("Almost, at times, the Fool".)

 

Joseph Conrad (1857-1924), el autor de "El corazón de las tinieblas".

 

Las diferencias entre el relato de Conrad y Apocalypse son muchas. Quien busca a Kurtz ya no es el marino Marlow sino un militar llamado Willard, que además de responder a sus mandos naturales ha llevado adelante misiones secretas en Vietnam (léase asesinatos a sangre fría), en nombre de la CIA. Kurtz ya no es el representante de una corporación europea dedicada al comercio del marfil sino un militar de carrera, que desobedeció a sus superiores para continuar la guerra con sus propios métodos. Pero el guión de John Milius y el mismo Coppola observa la más inteligente de las lealtades respecto de la esencia del libro de Conrad. En algún sentido, hasta podría afirmar que se le apega en exceso. Por ejemplo en lo que hace a la cuestión del racismo y la regla colonial que Conrad cuestionaba, hasta donde su iluminación se lo permitía; tanto en el relato como en el film se critica al colonialismo sin llegar nunca a darle carnadura a sus víctimas: los negros y los vietnamitas son comparsas —otras Sombras—, peones con los cuales se juega la partida que dirime qué será del tesoro más preciado del conquistador blanco — ya no el precio, sino el valor de su alma.

 

Una misión por mis pecados

 

 

Para saber si su alma pretendidamente inmortal vale algo, lo que el hombre occidental debe zanjar es la cuestión de su relación con el Poder. Conrad la encara a su manera, relativizando nuestra noción de civilización. Su Kurtz es la encarnación de las virtudes del mundo contemporáneo, al punto que la compañía lo considera como eventual candidato a formar parte de su conducción. "Antes de que pase mucho tiempo llegará a ser alguien dentro de la Administración", le anticipa a Marlow el contador de la compañía. "Ellos, los de arriba —el Consejo en Europa, usted lo sabe— quieren que lo sea". Pero una vez instalado en territorio bárbaro, o sea lejos de los mecanismos de control que abundan en nuestra sociedad, Kurtz no sólo no logra civilizar a nadie sino que se abandona a la brutalidad que pretendía reformar. Comisionado por la Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes para escribir un informe sobre los nativos, Kurtz redacta un texto que tiene como corolario una frase escrita a mano, revelatoria de su verdadero pensamiento: "¡Exterminen a todas esas bestias!"

Lo que cuestiona el Kurtz de Coppola no es tanto la noción de civilización per se, sino la naturaleza del Poder Americano. Ha comprendido que la guerra no tiene otra razón de ser que contribuir con un proyecto geopolítico; el film elude por completo las racionalizaciones sobre el conflicto, de un modo que no puede ser considerado casual. Las acciones de Kurtz son su forma de presionar al Alto Mando para que sea coherente: si la guerra no tiene otro objetivo que cimentar la primacía de los Estados Unidos sobre el resto de los países del orbe, deberían librarla de modo de asegurarse el triunfo a cualquier precio. Pero a juicio de Kurtz el Alto Mando se mueve a media máquina, como si tuviese las manos atadas, porque no puede permitirse ganar Vietnam al precio de demoler su ascendiente moral sobre Occidente.

Durante la Segunda Guerra, el genocidio nazi había shockeado al mundo entero de modo que permitió justificar otro genocidio —los crímenes contra la humanidad cometidos en Hiroshima y Nagasaki— como una medida necesaria, y hasta profiláctica. Pero los vietnamitas se limitaban a defender su territorio. No cometían atrocidades que tornasen razonable la crueldad hacia ellos. La guerra de terror a pequeña escala que Kurtz lleva adelante compromete a sus superiores, en tanto desnuda la naturaleza del Poder que representa. Por eso deciden matarlo en el marco de una operación encubierta, que encomiendan a Willard ("Todo lo que quería era una misión. Y por mis pecados, me la concedieron"): porque sus victorias focalizadas como soldado no compensan el daño que causarían en términos de relaciones públicas. El gobierno de los Estados Unidos no podía darse el lujo de confesar que la suya era una —otra— guerra de conquista, en el marco de una disputa por el poder mundial; lo que necesitaba era seguir vendiéndonos que combatía de modo renuente, y tan sólo en defensa de la democracia.

 

Willard (Martin Sheen) después de los ritos que lo preparan para el crimen.

 

Para negar lo que Kurtz pone en evidencia —que su guerra es ilegítima—, el gobierno de los Estados Unidos lanza una operación ilegal. Con lo cual no hace otra cosa que demostrar que Kurtz está en lo cierto. Por eso mismo, a pesar de que entiende quién es Willard y por qué lo busca, Kurtz no mueve un dedo para evitar su destino. Al contrario, parece facilitarle a Willard la tarea de matarlo: lo animaliza, lo inicia en la barbarie, lo convierte en una de esas bestias que el Kurtz de Conrad recomendaba exterminar. Y Willard se presta al juego, porque Kurtz devuelve el sentido a su vida. En el purgatorio de Saigón (donde parece estar varado al comienzo del film, víctima de una espera eterna), su única certeza era la de haberse condenado y su única necesidad era emborracharse hasta perder la conciencia. Una vez que remonta el río y arriba al refugio clandestino de Camboya, Kurtz le ofrece un papel que Willard asume agradecido: aun cuando sabe que ya no podrá salvar su alma individual, Willard mata a Kurtz para demostrar que quien entregó su alma colectiva al diablo no es él ni ningún otro soldado sino el Poder Americano — ellos, los de arriba, esa gavilla de hombres a quienes ningún adjetivo les cuadra mejor que el de huecos.

 

 

Apocalypse Miau

En 1979 Apocalypse Now irrumpió como una anomalía, y hoy lo es todavía más. En estos tiempos nos hemos habituado a ver el cine en casa y a manipular el relato de mil y un modos, subiendo y bajando el volumen a nuestro antojo y poniendo pausa todas las veces que creamos necesario; al hacer eso lo fragmentamos, le restamos poder, lo convertimos en un consumo utilitario que debe someterse a nuestros caprichos del momento y tolerar la creciente dificultad para concentrarnos. En los '70 el cine reinaba aún como la versión más excelsa del arte audiovisual, pero incluso en ese contexto Apocalypse aspiraba a ser otra clase de experiencia. Recuerdo que me sentí culpable, al final de aquella visión inicial, porque durante un tramo creí haber sucumbido al sueño, o cuanto menos a la somnolencia. Pero ese estado volvió a repetirse con cada nueva visión. Entonces entendí que se trataba de un efecto deliberado: Apocalypse ofrece la oportunidad de entrar en trance, propone una experiencia psicodélica cuyo disparador no es la química del LSD sino aquella de la emulsión sobre el celuloide. Como Willard, pasamos de la confusión inicial a la alucinación creciente durante el viaje en río a la intoxicación del rito sacrificial y, por último, a la lucidez absoluta.

La perspectiva histórica subraya el grado de demencia o de coraje —o de ambas cosas en simultáneo— que animaba a Coppola, lanzado a tematizar la guerra cuando todavía no hacía un año de la caída de Saigón. Transcurridas cuatro décadas, se torna más fácil desprender el film de la telaraña del conflicto bélico / político específico y considerar su resonancia universal. Y sin duda alguna, desde el siglo XXI Apocalypse Now se ve como una obra todavía más pertinente. ¿O acaso no es evidente para la humanidad que nuestro destino está hoy en manos de los hombres huecos?

Es verdad que su perspectiva parece más colonial que nunca: típico exponente de lo que medio en joda llamamos white man's problems y en otra época se consideraba preocupación de burgués; eso de priorizar la salvación del alma individual por encima del destino del Otro —el lumpenaje, el inmigrante, el extranjero— que muere a diario una y mil veces mientras el hombre occidental se da el lujo de autoexaminarse y divinizar su, y solo su, dignidad. Pero aun cuando asume su negativa, o su imposibilidad, de abrirse al Otro, de reconocerlo como tal, de dejarlo entrar en su universo aunque más no sea desde el extrañamiento, Apocalypse Now tuvo —y sigue teniendo— la osadía de apuntar contra la nave insignia de la supremacía blanca por debajo de su línea de flotación.

Un aspecto que siempre me llamó la atención fue su condición de relato inacabado. El corte que debutó en Cannes hace 40 años fue presentado como un work in progress. Se dijo que Coppola oscilaba entre dos finales: aquel que conocemos, en el cual Willard mata a Kurtz y regresa a la civilización, y otro en el cual lo mata pero asume el mando de los guerrilleros en su lugar; y que, aunque optó por uno, nunca terminó de convencerse de que fuese el correcto. A esto hay que sumarle las versiones que Coppola siguió apadrinando. En 2001 difundió Apocalypse Now Redux, con el agregado de 49 minutos que, entre otras cosas, incluían un largo episodio que tenía lugar en una plantación dominada por franceses. Y en abril de este año presentó durante el festival de Tribeca Apocalypse Now: Final Cut, que roba 20 a los 49 añadidos para Redux y quita así tejido adiposo de su tramo medio.

Este tipo de manoseo interminable suele indicar que el autor sabe que dio con algo grande, pero que nunca ha dejado de rebelarse a su dominio. Y este sería el caso proverbial. Coppola no debe haber entendido nunca del todo de qué va Apocalypse Now y a qué debe su poder, que lejos de apagarse sólo crece con el tiempo.

 

Kurtz (Marlon Brando), el hombre que encarna la masculinidad tóxica menguante.

 

Apocalypse Now preanunció la hora de los hombres huecos: el predominio de los peores, de los que tanto Kurtz como Willard se saben parte, o al menos cómplices. (Si prestamos atención a su irrupción inicial, vemos que Kurtz asoma en la pantalla siendo literalmente un hombre hueco: allí donde debería estar su cara, todo lo que existe es un vacío negro.) El coronel renegado pone el dilema en los términos más simples: se trata de monstruos versus hombres, y ellos responden al bando de los monstruos. Por supuesto, Coppola sabía bien a qué clase de hombres huecos apuntaba: tanto el Nixon que Watergate dejó al desnudo como la conducción militar y política de la guerra eran la encarnación de lo peor de la condición humana. Seres que entendían el poder como algo que no debe estar sujeto a ninguna otra consideración —ni la ley, ni el aspecto representativo del sistema democrático, ni la ética más elemental— más allá del poder mismo, algo que se justifica de modo tautológico: lo que demostraría que mi poder es válido no es otra cosa que el hecho de que lo tengo, de que puedo ejercerlo. (El mismo Coppola parece haber asumido que para llevar adelante Apocalypse Now debía convertirse en un hombre horrible, como lo prueba el documental sobre el rodaje filmado por su esposa Eleanor, Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse.)

Pero Coppola no tenía forma de vislumbrar que en las décadas por venir el poder quedaría en manos de hombres infinitamente más huecos. Al lado de Trump, Bolsonaro y Macri, Richard Nixon parece lindo y hasta dueño de cierta integridad. Que millones de seres humanos hayan elegido como representantes a estas encarnaciones de lo peor de nuestra especie —ignorantes, vanos y por completo desprovistos de escrúpulos—, prueba que no hemos avanzado mucho desde los primeros siglos de nuestra era, cuando se creía que el fin de los tiempos estaba al caer y que el Cielo separaría a justos de réprobos con una espada flamígera. Existe una porción de la humanidad que es tan vana, ignorante y egoista como sus líderes, y que prefiere autodestruirse a permitir el Amanecer de los Otros. (En este sentido, Marcos Peña es el paradigma del Hombre Hueco de un modo aún más elocuente que Macri: en la eventualidad de la derrota, elegirá destruir por completo la economía del país antes de irse, para que el gobierno por venir sólo disponga de cenizas.) Su única bandera es aquello que Willard encuentra pintado en el templo en ruinas donde Kurtz y los suyos se refugian: Nuestro lema es Apocalipsis Ahora. (Our motto: Apocalypse Now.)

 

"Apocalypse Now" —pintado en blanco, al fondo— es el lema de la masculinidad amenazada.

 

Sin embargo, aunque no sea más que de modo intuitivo, Coppola dejó una puerta entreabierta. Apocalypse Now narra el ocaso de una forma de ser hombres-en-el-mundo, es —a todas luces— un requiem, la despedida a una cultura tóxica. Me tienta interpretarlo ante todo en términos de género. (No olvidemos que, con la excusa de la guerra que pinta, Apocalypse es una peli eminentemente masculina. Casi no vemos mujeres, a no ser que sean conejitas de Playboy o estén huyendo. La única que se hace notar es, apropiadamente, aquella que deja una granada como souvenir en el interior de un helicóptero.) Se trata del relato de una masculinidad crepuscular, acentuada por el cráneo de luna menguante de Kurtz / Brando. Lo que está viniendo, aquello por lo que clamamxs, esperanzadxs —gracias a Diosa—, es la Revolución de las Mujeres.

Siendo él también un hombre tóxico, Coppola —como el Moisés del Antiguo Testamento— no está en condiciones de arribar al Futuro Prometido. Pero al menos entiende sobre qué bases debería construirse. "Nada detesto más que el hedor de la mentira", le dice Kurtz a un Willard que empieza a entender que le están encargando una segunda misión. Kurtz acepta su rol de víctima sacrificial —el rito indica que la bestia debe morir, para que muera el monstruo que todos llevamos dentro— pero a cambio quiere que Willard haga algo por él: regresar a la civilización para contarle al hijo de Kurtz lo que ocurrió. No la versión oficial, que sin dudas glorificará a Kurtz para evitar el papelón a los altos mandos, sino la realidad desnuda, aun cuando no lo pinte con la mejor luz. Por eso mismo, después de matarlo, Willard deja caer el arma asesina sobre la escalinata de piedra y se aferra a los escritos de Kurtz, que llevará consigo al bote y después a casa. Ya ha comprendido que, de allí en adelante, el arma más poderosa con la que cuenta es la Verdad.

 

Luego de matar a Kurtz, Willard descarta el arma y se lleva los papeles que cuentan la verdad.

 

Apocalypse Now, la película, es el relato que Willard hila para beneficio del hijo de Kurtz. Le cuenta la verdad descarnada, porque es lo único que le servirá para defender al bando de la humanidad de la mentira que los monstruos fabrican a diario. En este sentido, todos somos hijos de Kurtz. Dependemos de la verdad para ser libres. En términos de especie, somos tan verdad-dependientes como oxígeno-dependientes: si nuestra atmósfera carece de la proporción adecuada, no podemos funcionar y mucho menos pensar bien.

Lo que Willard cuenta es todo lo que necesitamos saber para no comprarnos el rollo del Fin de los Tiempos y potenciar la esperanza en el mundo mejor que está ahí nomás, aunque el humo que abunda no permita verlo. Porque nuestro lema no es apocalipsis ahora, sino todo lo contrario. Los que sí querían apocalipsis son los hombres huecos, que lejos de arrasarnos a todos en una explosión proporcional a su ego van cayendo de a uno, mientras su mundo arcaico se derrumba y los vemos quejarse, llorar y patalear como los pusilánimes que siempre han sido.

 

 

 

 

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