Larga vida a la radio

Los programas que elegimos escuchar bosquejan una radiografía de nuestra vida

 

“Para mí la radio es una especie de memoria original, nutricia y constitutiva de mi identidad, armada sonido a sonido, llena de voces que no me abandonan”.

Carlos Ulanovsky, Días de radio

 

Las vanguardias confiaron en que el cine podía ser un arte.

La maravilla duró poco: Hollywood consolidó el más sólido aparato de captura del siglo XX hasta que llegó la televisión y luego Intranet, claro.

En tiempos en que la vanguardia soñaba con hacer del cine un arte, hubo quienes soñaron lo propio con la radio.

Walter Benjamin, Bertolt Brecht, Dylan Thomas y Orson Welles, entre otros, intentaron esa loca patriada.

Vino la mano más visible del condado, la del mercado, y le bajó el precio: hizo de ella un entretenimiento masivo, brillante, depurado incluso por artistas, dirán los dueños de las grandes radiodifusoras. “El medio por excelencia durante décadas”, aclararán con orgullo y arcas llenas.

Sketches, boletines informativos, discursos de un tirano prófugo que aún no es tirano ni prófugo pero habla hasta por los codos por ese medio, música –desde folklore hasta conciertos (y Theodor Adorno se pega un tiro)–, radioteatros, comerciales de cuanto producto y servicio se nos ocurra (ahora se lo pega Karl Marx), rincón sentimental y algo más para la sirvienta del hogar –el “ama de casa” sin paga– o solaz de millones de trabajadores que reciben por salario un dinero que no alcanza: todo eso y mucho más fue la radio a lo largo de aquel siglo corto, el XX.

Pasó el tiempo desde aquellos “locos de la azotea” con radio a galena. Un día (siempre se puede estar peor) llegó la sociedad de la información y la convirtió en un medio de “infoxicación”. “¿Hasta cuándo?” de Diego Capusotto, el ejemplo paroxístico de una prisión de la cual no salimos, incluso –o sobre todo, diría– la tropa progre.

 

“Los locos de la azotea”, pioneros de la radio argentina.

 

Como el cine, hace años se dijo que la radio murió. Sin embargo, hasta ayer nomás, como una de las fibras sensibles que unía al kirchnerismo con el primer peronismo, seguía viva, cuanto menos, en las sucesivas cadenas nacionales de la innombrable sobre la que gira la política argentina desde hace más de una década.

Hoy, que el cine acaso es lengua muerta bajo el imperio de las series (lo dicho, siempre se puede estar peor), la radio convive con el formato podcast y con plataformas para escuchar música o algo que se hace pasar por tal. Sin embargo, creo que ni el cine ni la radio murieron.

 

***

 

“El radioyente es casi siempre uno solo, e incluso admitiendo que le escuchen varios miles, siempre serán varios miles de individuos; debe comportarse, por consiguiente, como si hablase para una sola persona, o para muchas personas solas, como más le guste. Nunca al conjunto”.

Walter Benjamin, Al minuto

 

Acto siempre privado aunque a veces se la escuche en conjunto, la radio es antídoto contra el ruido blanco en que se ha transformado la cultura toda. Frente a la insania programada, impone no solo oír –un acto fisiológico– sino una escucha, ese acto en el cual estamos implicados y ávidos de sorpresa: despiertos, vivos.

Como para muchos y muchas que peinamos canas, esas “voces llovidas del cielo” conforman un medio de comunicación e información. Pero la radio es algo más. Como ese enemigo íntimo, el celular, es compañía ineludible y más bien despótica: en mi caso, me exige que esté pegado a ella invariablemente, pase lo que pase, sea la hora que sea y esté donde quiera que yo esté.

La radio ha sido poesía en el único programa lunar que conocí y extraño (Los palabristas del finado pero no muerto Esteban Peicovich). También fue una escuela mucho más interesante que aquella que me aburría horrores y hoy me espanta porque no cambió mucho (me abrió un mundo Roberto Alifano, acompañante fiel de Jorge Luis Borges; me abrieron otros Nicolás Casullo y Alejandro Kaufman, que pasaron fugaz, pero intensamente por la radio). Incluso fue una escuela de ética en la que, en decisivos años de formación, se me indicaba a qué temerle y por qué luchar (Eduardo Aliverti y sus editoriales cumplieron esa función cívica).

Además, ha sido un medio a través del cual escuché a periodistas a quienes quise y perdí (Héctor Larrea, Pepe Eliaschev, Quique Pesoa, Esteban Schmidt y hace poco Horacio Verbitsky, a quien volví a encontrar) o a otros a quienes no quise y decidí perder (Magdalena Ruiz Guiñazú y Enrique Vázquez). También fue un modo de anoticiarme de que Dante Panzeri tenía discípulos (Gonzalo Bonadeo, Ariel Scher, Ezequiel Fernández Moores y Guido Bercovich, si no estaban a su altura, lo querían con Arqueros, ilusionistas y goleadores), fue medio de acceso a grandes entrevistas (de Guillermo Saavedra en El banquete, que, digitalizadas, serán podcast en breve gracias a la Biblioteca Nacional) y refugio ante un derrumbe siempre inminente (El Ruso Verea, el Caronte que queremos).

Hoy para mí la radio puede ser un relato, pero no cualquiera, sino uno que pone en contexto –eso que no hace Spotify, pista insomne– letras y música (Marcelo Figueras). Puede ser revulsivo contra la enfermedad ambiente destacando lo importante, lo que no está en los titulares, sobre todo leyendo titulares (Pancho Muñoz, el único, “el más mejor”) o, en tiempos de enferma risa tonta, puede promover la broma que descoloca y da aliento (Ale Dolina). Puede ser amparo de corazones sensibles y militantes (Dady Brieva), un espacio para pensar los posibles (Pablo Caruso y Alejandro Bercovich, grosos), para no dar todo por perdido (Roberto Caballero, siempre, siempre, Fuerte y al medio), o simplemente, para conmemorar o para descubrir artistas, más que buenos temas (Bobby Flores y, aunque cueste creer, otro innombrable, Amado Boudou).

Por suerte, sigue siendo escuela –porque uno nunca termina de aprender– y es un lugar de divulgación (Felipe Pigna, Atilio Bleta, “Gardel por Larrea” y Astor Piazzolla por el querido Víctor Hugo Morales), pero también es prueba de que hay camadas jóvenes que honran la radio y harán de ella algo que, aunque parezca descabellado –si no hay utopía, “que no haya nada entonces”–, nos cambiará la vida (Julia Strada y Beto Alfaro, donde estén hay que ir: llenan de esperanza).

Como las lecturas, como las películas y hoy las series, los programas de radio que hemos escuchado y escuchamos son una radiografía de nuestra vida.

Bosquejé la mía, y por intermedio de ella, acaso trasmita una posible radiografía de una generación que sigue aferrada a la radio. No creo que sea la última, aunque eso está por verse y, por suerte (siempre se puede estar mejor), depende de nosotros.

Que viva la radio.

¡Que viva por siempre!

 

 

 

 

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