LO SINIESTRO

Bullrich y el fomento del individualismo en medio de una tragedia social

 

Ayudar no está prohibido, se puede hacer libremente

Las Naciones Unidas han declarado al 5 de abril como Día Internacional de la Conciencia, dirigido a “movilizar periódicamente los esfuerzos de la comunidad internacional con miras a promover la paz, la tolerancia, la inclusión, la comprensión y la solidaridad, a fin de forjar un mundo sostenible de paz, solidaridad y armonía”.

Al día siguiente de aquel recordatorio y cuando ya se había disparado el crecimiento exponencial de la segunda ola de infectados, se reunió la Mesa Nacional de Juntos por el Cambio y concluyó con un comunicado en el que manifestaba preocupación por la insistencia del gobierno en las restricciones excesivas y mal calibradas. Más tarde, la portavoz de todos los dicterios nos explicó cómo no fracasar con el plan de vacunación: “Yo se lo dije 20 veces al Presidente. Dejen que las provincias compren la vacuna. Dejen que los laboratorios compren. Dejen que las farmacias compren”. No había en todos esos dichos ninguna de aquellas palabras que se entiende han de ser alumbradas por la conciencia.

Pero de lo falso siempre quedan huellas. Hace unos días, al dar una conferencia, un colega me dijo que él estaba en desacuerdo con una cuestión que yo no había mencionado y afirmó preguntando: “¿Por qué no dejan que el que quiera compre las vacunas que quiera?” Y amplió su propuesta a provincias, farmacias, personas… Ninguno de los participantes acompañó su “idea” pero la falta de racionalidad y conciencia ya circulaba comunitariamente.

El gobernador Axel Kicillof  respondió: “Ningún decreto prohibió ayudar a conseguir vacunas”. Y después contó cómo la provincia de Buenos Aires había iniciado varias negociaciones para conseguir vacunas y en todas había escuchado la misma respuesta de los proveedores acerca de su preferencia por contratar con el gobierno nacional, por lo cual su provincia había cooperado con éste para tratar de avanzar en la negociación. Además, dijo, para pagar la compra debe acudirse a las reservas en dólares de libre disponibilidad a cargo del gobierno nacional. El caso es que un gobernador tuvo que aclarar algo que cualquier ciudadano debería saber porque es de sentido común para una persona mínimamente informada.

Queda claro que la propuesta de la presidenta de PRO se dirigía a confundir a la población por su interés político de desgastar al gobierno y no a ofrecer alternativas de mejora efectiva ante la pandemia. No sólo no tenía interés en ayudar verdaderamente en la lucha contra la pandemia, cuestión condenable en cualquier político, sino que su conducta operaba en contra de las iniciativas y esfuerzos gubernamentales y de la población en general para tratar de reducir la enfermedad y la muerte.

 

 

La inteligencia del mal

 

 

Pero no debemos subestimar las estrategias dañinas. A mediados de enero de este año, cuando la provisión de vacunas por los productores estaba mucho más complicada que en la actualidad y en Estados Unidos siete gobernadores de Estados más ricos y numerosos que cualquiera de las provincias argentinas habían solicitado al gobierno federal que les aumentara la provisión de dosis, la gobernadora Gretchen Whitmer, del estado de Michigan, le pidió autorización a Trump para comprarle directamente a Pfizer un total de 100.000 dosis de vacunas. Poco después, el 18 de enero, dos días antes de asumir Biden, el gobernador de New York, Andrew Cuomo, le envió una carta a Albert Bourla, presidente y director ejecutivo de Pfizer, alegando que como esa empresa no tenía los compromisos con el gobierno federal que tenía Moderna por la operación Warp Speed, le solicitaba que el gobierno de Nueva York pudiera comprarle dosis de vacunas directamente.

Las dificultades que hacían imposible esa estrategia eran varias y se difundieron rápidamente. Los contratos de entrega de vacunas de los proveedores con el gobierno federal no dejaban liberada ninguna dosis y, por el contrario, las empresas no alcanzaban a cumplir sus compromisos previos. Por otro lado, las autorizaciones para el uso de emergencia de las vacunas de Pfizer y Moderna establecían que el gobierno federal supervisaría la distribución. Además, Pfizer se pronunció diciendo que “antes de que podamos siquiera considerar las ventas directas a los gobiernos estatales, el HHS (Health and Human Services Department/ Departamento de Salud y Servicios Humanos, equivalente a nuestro Ministerio de Salud) debería aprobar esa propuesta”.

Por si lo anterior no bastara, ya se tenía el antecedente de la compra de respiradores al inicio de la pandemia, cuando se había criticado fuertemente al gobierno de Trump por alimentar una guerra de ofertas entre los estados. Por eso Celine Gounder, asesora de Biden, recordó las duras críticas de Cuomo a Trump por la compra descentralizada de los respiradores y dejó en claro que no estaban a favor de los acuerdos separados de los Estados porque traerían más problemas que soluciones.

Lo cierto es que los Estados Unidos tienen firmados contratos del gobierno federal para la compra de 1.200 millones de dosis con seis proveedores: Pfizer (300), Moderna (300), AstraZeneca (300), Johnson & Johnson (100), Novovax (100) y Sanofi (100). Esas compras triplican a las necesarias para la población de 260 millones de adultos a vacunar y por eso es que la cuestión que se plantea el gobierno de Estados Unidos en realidad no es la liberación de las compras –que con completa ignorancia o deliberada mala fe Patricia Bullrich dice haberle repetido 20 veces a nuestro Presidente– sino qué hacer con tantos sobrantes de vacunas: si los van a compartir con los países más necesitados por razones humanitarias directamente o a través de Covax, o si van a adoptar una diplomacia de vacunas para hacer frente a la presencia de Rusia, India y China en tantos países.

 

 

Diplomacia de vacunas.

 

Es de imaginar que Bullrich, sabiendo todo esto, mentía. En cualquier caso, en ese hacer político ante la pandemia hay algo de lo siniestro en juego. Es la sensación de ver el desprecio con el que emergen el odio, la violencia, la crueldad, el terror y la muerte en el seno de una democracia que vivíamos como protección ante aquellas angustias ya padecidas. Es percibir el retorno de aquello que, para sostener el bienestar general, la comunidad democrática saludablemente había rechazado y reprimido.

 

 

Una paranoia que amplió la grieta del revanchismo

Otra pandemia ya mostró las consecuencias de ese modo de hacer política con la salud. Vale recordarlo.

 

Pandemia de gripe en 1918.

 

El 3 de abril de 1919 por la noche, en París, el Presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, comenzó a toser en modo violento. Cary Grayson, su médico personal, creyó que lo habían envenenado. Pero al amanecer, después de pasar la noche junto a su cama, se dio cuenta de que estaba infectado por la misma gripe que mataría a unas 700.000 personas en su país.

Por entonces Wilson estaba negociando en la Conferencia de París los tratados de paz por la Primera Guerra Mundial y había estado defendiendo sus famosos 14 puntos que estipulaban, además del reacomodo territorial, la reglamentación (no la abolición, claro) de las rivalidades coloniales, incluyendo –aunque no era ocasión de decirlo– la doctrina Monroe declarada por el Presidente John Quincy Adams en 1823 y sostenida por el propio Wilson con sus invasiones a México, Haití y República Dominicana. El último punto proponía la creación de una asociación general de naciones que daría lugar a la Liga de Naciones o Sociedad de Naciones y sería antecedente para las Naciones Unidas, creadas en la siguiente posguerra. Paradójicamente, aunque consecuente con su política internacional unilateralista, el Senado no aprobó el Tratado de Versalles y los Estados Unidos no ingresaron a la Sociedad de Naciones.

Wilson estaba concentrado en esos puntos y no tenía interés, como Georges Clemenceau por Francia y Lloyd George por Gran Bretaña, en extremar las reparaciones que debían obligar a Alemania. Las negociaciones tenían así un cierto equilibrio.

 

 

Georges Clemenceau, Woodrow Wilson y Lloyd George.

 

Pero después de cinco días de enfermedad y aunque volvió a las negociaciones, Wilson –según su biógrafo Scott Berg– empezó a mostrar conductas extrañas como obsesionarse con algunos objetos y creer que los franceses tenían espías por todas partes. John Barry, un estudioso de la pandemia que había llamado la atención sobre los trastornos neurológicos que seguían en importancia a los pulmonares de aquella gripe, dijo: “Se volvió paranoico”.

De repente su insistencia en los 14 puntos y la paz sin victoria de una justicia desinteresada e imparcial para evitar guerras futuras cedió a un revanchismo irresponsable, y la acusación de pro-alemán que antes le había lanzado Clemenceau ahora parecía invertirse. William Bullitt, uno de los agregados estadounidenses, afirmó que “nuestro gobierno ha dado su consentimiento ahora para entregar a los pueblos del mundo que sufren a nuevas opresiones, sometimientos, desmembramientos: un nuevo siglo de guerra”. Y así sería. Aunque otros 50 millones de muertos llegarían antes que los de la Segunda Guerra.

 

 

Que mueran los que tienen que morir

Es posible que una encefalitis gripal haya debilitado las fuerzas de Wilson para defender sus ideas políticas, pero lo cierto es que ya antes de enfermar había volcado sus esfuerzos en contra de la opinión pública de no participar en la guerra, contratando por primera vez y para ello a agencias de publicidad como la de Georges Creel. Y también es cierto que después de lograr la aprobación del Congreso, Wilson entraría en la guerra con su convicción previa de que una elite poderosa debía conducir los destinos de la nación, y entonces del mundo, como lo había sabido captar W. D. Griffith en su técnicamente revolucionaria y políticamente supremacista película El nacimiento de una nación (1915), en la que se incluyó una de sus citas: “Los hombres blancos fueron despertados por un mero instinto de autoconservación [...] hasta que por fin surgió un gran Ku Klux Klan, un verdadero imperio del sur, para proteger a la Nación del sur”.

 

No fue una psicosis por influenza lo que movió a Wilson a entrar en la guerra sabiendo las consecuencias de lo que hacía. Aunque el 6 de abril de 1917 el Congreso había dado su aprobación para que Estados Unidos entrara en guerra y el 4 de marzo de 1918 se identificó al enfermo “cero” de la pandemia en Fort Riley, Kansas, cuando ya se había reclutado la mayoría de soldados que se desplazarían a Europa, se ha podido probar que en 14 de los 16 campamentos militares establecidos para diciembre de 1917 hubo brotes de gripe con gran número de muertos. Y también está probado que después del primer caso la gripe afectó a 500 soldados en una semana y a miles en las siguientes.

Wilson y jefes militares como el general Peyton March sabían esto y aunque desde marzo ya consideraron la posibilidad de que sus soldados difundieran la epidemia en Europa,  la Casa Blanca sometió la salud global a decisiones políticas para no mostrar debilidad ante sus enemigos. Si la pandemia actual se hizo global por los vuelos aéreos, en 1918 esta vía de diseminación masiva no existía. Sólo la guerra era capaz de mover millones de personas de un continente a otro para esparcir una epidemia.

Las primeras tropas habían llegado a Europa en junio de 1917 y ese mes se completaron 14.000 soldados. En mayo de 1918 esa cifra subió a un millón y en agosto a un millón y medio. La mitad entraron por el puerto de Brest en el que en agosto se produjo una mutación de alta letalidad, que abrió paso a la segunda ola. La epidemia se extendió por Francia, el Reino Unido, Italia, Alemania, España, toda Europa y luego el mundo entero. Entre mayo y junio de 1918 la primera oleada mató a millones.

 

Guerra y pandemia.

 

Se decía que los soldados estadounidenses morían de “fiebre de tres días” o “muerte púrpura”, los franceses de “bronquitis purulenta”, los italianos de “fiebre de las moscas de arena” y los alemanes de “fiebre de Flandes”. Y todos los ejércitos ocultaban la información frente a sus enemigos. Sólo en España no hubo censura y los españoles morían de “gripe española”. Pero en realidad todos morían infectados por el virus H1N1.

 

 

La aspiración moral de una salud pública jurídicamente protegida

La pandemia de 1918 causó 50 millones de muertos en una catástrofe sanitaria sólo superada por la peste negra, que provocó 200 millones de muertes entre 1347 y 1351, y la viruela, que en 1520 arrebató la vida de unos 57 millones, en su mayoría indígenas de América, cuya población se calcula en 60 millones al momento de llegar los españoles y quedó reducida a 10 millones debido a la viruela, la explotación y el hambre más que a las matanzas de la conquista. Las tres fueron catástrofes demográficas de la historia de la humanidad y esa población de 60 millones no se recuperaría en nuestra América hasta finales del siglo XIX.

Aunque se ha postulado la existencia de otros focos de origen en Francia, como el de un destacamento y hospital militar del Reino Unido en Étaples, la primera ola de la pandemia de 1918 estalló como resultado de una decisión política. Y esa decisión fue acompañada por algunos grupos ignorantes, irresponsables y antisociales.

 

Reunión anti barbijos.

Aún sabiendo esto, hoy, en países como Estados Unidos y Brasil y entre dirigentes políticos y medios de comunicación de países como el nuestro, hay quienes han propuesto y proponen antiguas estrategias siniestras que buscan impunidad en las libertades políticas de una democracia liberal que todavía no ha tipificado estas conductas, como violatorias del respeto a los valores de la vida en democracia y a la noción de humanidad.

Las personas jóvenes han nacido en sociedades del entretenimiento, altamente tecnologizadas y mercantilizadas, razón por la que rápidamente se aburren si no tienen encuentros sociales festivos y convocatorias de mucha acción. Tienen, dicho muy en general, poca tolerancia a la frustración del goce. Son otra generación distinta a las anteriores en cuanto a sus aspectos sacrificiales. Pero el problema principal de la pandemia no son ellos, aunque sea el grupo que más se infecta y más contagia por prácticas irresponsables. El problema es que hay dirigentes políticos que, lejos de asumir la responsabilidad social de señalar y establecer límites, fomentan ese individualismo en medio de una de las mayores tragedias sociales. Por eso es tiempo de pensar estas y otras cuestiones que la pandemia devela.

 

 

 

 

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