Para ser mejores

El Ingreso Básico Universal, una locura posible

 

Cuando era todavía joven e iba a la casa de mis padres, siempre que terminábamos de almorzar o de cenar mi madre me miraba llena de dulzura y decía: “¿Te quedaste con hambre, querés que te haga un huevo frito?” Lo hacía aunque hubiera sobrado comida. Cada vez que realizaba el ofrecimiento, yo contestaba inexorablemente con un: “No, gracias mamá, estoy bien así”. Un día, por alguna razón, se me ocurrió decirle que sí. Al fin comería el huevo frito. En ese momento, mi madre exclamó: “¿En serio querés un huevo frito?” A lo que respondí solemnemente que sí. A partir de ese momento, empezó a darme tantas explicaciones por las que no debía comer el huevo frito, que le dije: “Tenés razón, está de más el huevo frito”, y seguimos la charla como si nada hubiera pasado. Ese día comprendí que lo que me ofrecía no era en realidad un huevo frito, era su inmenso amor. Así que en la siguiente visita, como siempre, me ofreció el huevo frito y yo respondí que no. Cada vez que comíamos juntos esperaba la ceremonia, y el imaginario huevo frito se transformaba en un bálsamo que invadía mi cuerpo, dándome una paz inmensa. Cómo querría hoy que volviera a ofrecérmelo.

Cuento esta anécdota porque, como enseña el Principito, “lo esencial es invisible a los ojos”. Muchas veces ocurre que alguien nos dice algo y en verdad, detrás de sus palabras hay una intención totalmente distinta a la que expresan. Puede ser con un sentido amoroso, como el de mi madre, pero también puede ser con un sentido tergiversador que lejos de trasmitirnos amor, lo que intenta es, justamente, burlarlo.

Esto viene a cuento de lo que pasa en el mundo con el ingreso Básico Universal (IBU). Cuando empezó la pandemia, con la brutal crisis económica que trajo aparejada, muchos técnicos y especialistas desempolvaron la idea de “la renta básica”, como llaman al IBU en otras latitudes. Imaginaron que podía ser un camino que salvaría al capitalismo, como lo hizo Keynes en la crisis de 1930. Pero rápidamente se asustaron, porque si la idea del IBU se extendía por el mundo representando una solución concreta para terminar con esta realidad apabullante de millones de pobres, ¿cómo seria un mundo sin pobres? Una cosa es aplicar una renta básica en el mundo “desarrollado”, y otra bien distinta es aplicar esa misma política en el mundo de las “economías emergentes”. Y ahí empezó, entonces, el camino de la tergiversación.

El IBU es una política pública que tiene por objeto la erradicación de la pobreza en todas sus formas. La herramienta utilizada es la entrega incondicional de una suma de dinero que debe ser suficiente para la satisfacción no sólo aquellas necesidades consideradas básicas, sino de aquellas que les permitan a las personas alcanzar un nivel de desarrollo razonable. Esta idea gozó siempre de un gran prestigio intelectual y fue probada infinidad de veces en el mundo, dando resultados espectaculares.

Según cuenta Rutger Bregman en Utopía para realistas, la primer experiencia de un Ingreso Básico se inició en Speenhamland en 1795, bajo la figura de un programa asistencial creado para hacer frente a las hambrunas que padecían los trabajadores.

El sistema Speenhamland tuvo por objeto complementar las rentas de las familias jornaleras cuyos ingresos no fueran suficientes para cubrir las necesidades básicas de alimentación y vivienda. La metodología contempló un subsidio que tenía un monto proporcional al número de miembros de la familia. Sin embargo, a partir de una evaluación consignada en el Informe de la Comisión Real, en 1830 se anuló la experiencia con una sentencia terminante: Speenhamland había sido un desastre. Sin embargo, reseñas de ese momento dan cuenta de que los pobres habían vuelto a ser laboriosos, que habían desarrollado “hábitos frugales”, mientras en paralelo había aumentado la “demanda laboral”, los salarios prosperaron y se redujeron los “matrimonios imprudentes y deplorables”. También su condición moral y social había mejorado en todos los sentidos. Pero a pesar de estos logros, la batalla cultural e ideológica que desató fue brutal e intentó mostrar el “fracaso” del programa vilipendiando la experiencia por izquierda y por derecha.

Pero la historia no acaba aquí. En los años '60 y '70, los historiadores examinaron nuevamente el Informe de la Comisión Real sobre Speenhamland y descubrieron que gran parte del texto había sido escrito antes de que se recopilaran los datos, y de los cuestionarios de evaluación distribuidos sólo habían sido completados el 10%. Además las preguntas eran capciosas y las opciones de respuestas estaban prefijadas. Encima, casi ninguno de los entrevistados era beneficiario del programa. Señala Rutger Bregman que las supuestas pruebas provenían, sobre todo, de la elite local, y en particular del clero, cuyo punto de vista general era que los pobres sólo estaban haciéndose más malvados y perezosos. Un estudio más reciente ha revelado que el sistema Speenhamland fue en realidad un éxito. Pero en 1834 fue desmantelado de manera definitiva. El levantamiento marcó el fin de la primera prueba de transferencia de dinero en efectivo, y se culpó a los pobres de su propia pobreza.

Luego de Speenhamland hubieron cientos de experiencias (en Canadá, en Estados Unidos y en varios lugares más, todas ellas recopiladas prolijamente por Rutger Bregman con resultados positivos aunque suspendidas también, producto de la presión de los sectores burgueses. Hoy el IBU corre el mismo riesgo que hace 186 años en Speenhamland y en el resto de esas iniciativas, por lo que tenemos que ser muy cuidadosos con la forma, el método y el monto de la prestación para no tropezarnos con la misma piedra. El riesgo es alto, pero el desafío vale la pena.

El capital concentrado, que a su vez es el propietario de los medios de comunicación, siempre tiene un plan para contrarrestar cualquier idea emancipadora. Por ejemplo, “CEPAL propone la entrega de un ingreso básico de emergencia (IBE) equivalente a una línea de pobreza (costo per cápita de adquirir una canasta básica de alimentos y otras necesidades básicas) durante seis meses a toda la población en situación de pobreza en 2020”. Esta noticia inundó los noticieros y se interpretó como que la CEPAL apoyaba explícitamente el IBU. Sin embargo, apenas se analiza la propuesta se observa que es una gran trampa, propia de los organismos internacionales que actúan como voceros de capital concentrado. Pretenden que en esos seis meses se reactive el consumo para luego, como decía Serrat, “vuelve el pobre a su pobreza vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas”. Es decir que una vez más los pobres serían los que pondrían las cosas en orden para poder volver a ser explotados y expoliados.

Todos los países de Europa tienen programas de emergencia similares al IFE argentino. El último en instalarse ha ocurrido en España. Como siempre nos quieren vender como una maravilla lo que en realidad no es más que un básico programa social de emergencia, que lejos de resolver la pobreza, la profundiza, la estigmatiza y consolida. El objetivo del programa es llegar a 850.000 familias y beneficiar a 2,3 millones de personas. Pero según el último informe, "El Estado de la Pobreza. España 2019 IX Informe anual sobre el riesgo de pobreza y exclusión”, realizado por la sección española de la Red Europea para la lucha contra la pobreza, sólo en España hay 12,3 millones personas con bajos recursos (26,1% de la población). Es decir que se pretende aplicar un programa que cubra solo al 20% de los pobres. El ingreso “mínimo vital de España” —como se le ha dado en llamar al programa—, oscilará entre 462 y 1.015 euros al mes, dependiendo de la composición del hogar. Un 30% de los beneficiarios son menores, según estima el gobierno. Lo curioso es que a los pobres en España, desde 2016, se les llaman “mileuristas”. Los llaman así debido a que con menos de esa cifra no se puede vivir dignamente. Es decir, no es ni universal ni suficiente, a lo sumo un pobre paliativo. Es como querer curar un cáncer con una aspirina.

Diecinueve países de Europa tienen planes similares, algunos desde hace años, por lo general se orientan a cubrir la subsistencia y son temporales. Por ello ninguno presume ser un IBU o Renta Básica, porque no lo son. Lo insólito es que ahora los organismos internacionales nos quieren hacer creer que sí, que lo son. Y no lo son porque no buscan erradicar la pobreza, sino paliarla; porque en ningún caso es una política universal y porque la prestación económica, en valor, alcanza para una mera subsistencia. Quiero insistir con el mayor énfasis posible que tengamos en cuenta que nos quieren vender espejitos de colores para cuando termine la pandemia, imponiendo una prestación económica por seis meses y a un número limitado de personas que sirva para recrear y potenciar el consumo temporalmente para luego, finalmente, eliminarla. De esta forma el Estado hace el esfuerzo financiero, se afloja el clima social y luego todo vuelve a ser como antes. No debemos olvidar una premisa básica: la derecha siempre tiene plan. Por ello no hay que permitirles que se salgan con la suya, porque aún cuando se vistan de Caperucita, siguen siendo el lobo.

No existe una seguridad social única. En cada región, en cada país, se entremezclan cuestiones sociales y culturales que marcan la idiosincrasia de las comunidades y por ende, de sus sistemas de protección social. Por eso cada país debe construir su esquema de seguridad social. Esto no quiere decir que no deban analizarse cuidadosamente las experiencias internacionales, pero no se puede ni se debe aplicar recetas que tendrán mayor o menor éxito en otros lares, pero que no contemplan las características distintivas del universo a beneficiar. Imitar experiencias de los países desarrollados me parece un desatino: esos países, en general, tienen resueltos problemas de vivienda y de servicios públicos, por ejemplo, mientras que nosotros distamos de encontrarnos en esas condiciones. Tenemos que hacer un plan que se adapte a nuestra realidad, a nuestro tipo de pobreza y a nuestra cultura. No existe una receta, hay que armarla y ese es el desafío. Sé que la tentación de creer que si una cosa funciona en Europa tiene que funcionar en nuestro país está muy arraigada, eso obedece a que no hemos logrado sacarnos aún la colonización de encima. Pero es tiempo de empezar.

Ni el sistema español ni el propuesto por la CEPAL ni ningún otro va a cubrir nuestra realidad. Nosotros mismos debemos construir una alternativa “a la argentina”, basada en nuestra realidad. Hay que lograr un gran consenso nacional donde todos seamos parte, donde el Estado nacional, los Estados provinciales, los Municipios, las organizaciones sociales, las ONGs y los distintos cultos nos encolumnemos detrás de una epopeya para erradicar la pobreza y construir una sociedad más libre, más justa y más soberana.

El Presidente Alberto Fernández confesó múltiples veces que está entre sus ideas aplicar un IBU, añadiendo que no hacerlo sería hipócrita y que no tiene intenciones de serlo. Por eso, ayudémoslo a cumplir su palabra, para que se sienta orgulloso del apoyo recibido y nosotros de un Presidente que hace honor a su compromiso.

Dice Roberto Arlt en Los siete locos: “Todo esto es una locura posible. Y siempre se vive en una atmósfera de sueño y como de sonambulismo cuando se está en camino a realizar las cosas”. Seamos sonámbulos de la hermosa aventura de construir una sociedad igualitaria, libre y solidaria.

 

 

 

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