Que la patria no te acompañe

El enigma de Bruno Traven, las ideas libertarias como carta de identidad y su aporte al cine mexicano

 

En un pasaje de la novela El barco de los muertos, de Bruno Traven, su protagonista dice: “¿En dónde está la verdadera patria del hombre? Allí en donde nadie pueda molestarme, en donde nadie quiera saber quién soy, de dónde vengo, a dónde deseo ir, qué opino… En donde yo pueda ser libre de hacer y de creer en lo que me dé la gana, en tanto no amenace la vida o la salud de otros. Esa sería la única patria en la que valdría la pena vivir y en la que sería dulce morir”.

Para los expertos en Bruno Traven este párrafo es la descripción más exacta de la personalidad de este escritor que se esmeró durante toda su vida en ser algo así como un enigma activo, acaso por diversión, acaso por necesidad, y más que seguro con la convicción de la banalidad de los datos biográficos y del significado más arcaico del patriotismo. Su figura atrajo la atención de muchos investigadores que se esforzaron en lograr una biografía sólida, o elegante como se suele decir cuando hablamos de teorías científicas, para terminar de una vez y para siempre con todos los misterios que hay en torno al escritor. Libros, informes y algunos documentales hechos con pasión y seriedad se amontonan a un costado de los libros escritos por Traven, que los miran con suficiencia y parecen decirles “no insistan, todo lo que buscan está aquí, en estas páginas”.

Lo más seguro es que su cuna fuera Alemania debido a que sus libros eran escritos originalmente en alemán, aunque algunos lo dan por estadounidense, atraídos por la asociación entre los hechos de El barco de los muertos y su propio derrotero. Aseguran que tuvo su rol en la fugaz República de Baviera, aquel intento de Estado socialista que derivó en un desmadre de sangre y cenizas. Y que luego afiló la pluma con el seudónimo de Ret (o sea El rojo) Marut en publicaciones durante la República de Weimar, antes de huir corrido por las balas en busca de correligionarios en algún lugar del mundo. Así es que según el favor del viento llegó hasta al puerto mexicano de Tampico. Todo es algo impreciso; una maravilla poder entregarse sin pudor a una biografía imaginaria.

Tanto se enamoró de México, que adquirió un nuevo seudónimo para inscribirse en la Universidad y así poder estudiar todo lo posible acerca de aquel país, y tanto más se enamoró que la mayor parte de su obra literaria habla de mexicanos de todo tipo: indígenas, viajeros, militares, campesinos, hombres, mujeres, niños, viejos y todo objeto o criatura fantástica de aquel país que se le presentaba fascinante y amistoso. Allí también se granjeó unos cuantos amigos, porque supongo que él mismo debió de ser un tipo divertidísimo de escuchar: entre sus amistades estaban Diego Rivera, Frida Kahlo y todo ese grupete, y además el enorme Gabriel Figueroa, quien nos lleva inmediatamente a hablar de cuánto aportó Traven al cine mexicano.

El nombre de Gabriel Figueroa está a la par de las más famosas estrellas del cine de oro de México; pocas veces a un director de fotografía se lo ha reconocido tanto como a él. Era muy cuate con Bruno Traven y participó en casi todas las películas basadas en la literatura del misterioso escritor (que además, para mayor goce de sus biógrafos, colaboró en sendos guiones con otros seudónimos). Algunos de estos títulos son La rebelión de los colgados (de Alfredo Crevenna, 1954), Historias de casados (Julio Bracho, 1956) y otros tres dirigidos por el ilustre Roberto Gavaldón: Rosa Blanca (1961), Días de otoño (1963) y Macario (1960). Todas son buenísimas, pero quiero y debo detenerme en esta última porque es una de mis películas mexicanas favoritas y porque no puedo dejar de imaginarme a Traven con su pinta de alemán y su bagayito de viajero alucinado tomando nota de las costumbres mexicanas, de la situación de los indígenas en las zonas rurales, de la persistencia del poder de la Iglesia (¿les conté que además de todo era anarquista?) y del lugar que por igual ricos y pobres le otorgan a los relatos fantásticos.

 

Afiche de "Macario", de 1960.

 

 

Todos estos elementos confluyen en Macario, historia ambientada en tiempos del México colonial sobre un muy humilde leñador indígena (el consagrado Ignacio López Tarso) obsesionado con la muerte y el hambre, la suya, la de su mujer y la de sus cinco hijos. Cuando Macario consigue un guajolote (un pavo), decide comérselo él solo, un tanto por hambre y otro tanto para recomponer su dignidad, pero no puede resistirse a convidarle unos bocados a un misterioso hombre que le retribuye concediéndole el poder de predecir la muerte. Macario entonces irá adquiriendo la fama de sanador y se convertirá muy pronto en el hombre más rico de su pueblo hasta que la Inquisición intente someterlo a un juicio por brujería.

La breve novela Macario había sido publicada en idioma alemán en 1950, es decir diez años antes de su adaptación cinematográfica que ostenta algunas variantes con respecto al libro original. Traven era ya para entonces un tipo muy bien conocido en México (su nombre se destaca en los títulos de presentación) y evidentemente aceptó dichos cambios que además serían para máximo lucimiento de su amigo, el fotógrafo Gabriel Figueroa. El más notorio es la inclusión de la celebración del Día de los Muertos, expuesta de un modo magistral que vehiculizó una de las expresiones culturales más características de México. Porque esta película compitió en el Festival de Cannes y fue la primera cinta mexicana en ser candidata al Oscar como mejor película extranjera, rompiendo por cierto la tradición del cine de oro mexicano que había explotado sabiamente sus rasgos locales pero que rara vez incorporaba ingredientes del tipo fantástico.

 

 

Macario y la muerte. Escena de uno de los films más importantes de la historia del cine mexicano, basado en la novela de Bruno Traven.

 

 

Pero Macario no fue ni la primera ni la más famosa película proveniente de la pluma de Bruno Traven. Ese lugar le corresponde cabalmente a El tesoro de la Sierra Madre, clásico inoxidable de John Huston estrenado en 1948 con Humphrey Bogart y otros buscadores de oro que llegan a México y a su destino de decepción y tragedia. Traven había publicado esa novela en 1927, en alemán por supuesto, y surge como guionista (y según la leyenda, como agente literario de sí mismo) el nombre de Hal Croves, otro de sus habituales seudónimos.

Vuelvo al principio para empezar con el final, porque si bien estas películas que cité hasta ahora son bastante conocidas (y si no lo eran para el lector, siéntase bienvenido al universo Traven), son insuficientes para abarcar la figura de este fascinante personaje de múltiples seudónimos. Aquella novela llamada El barco de los muertos, de la cual transcribimos ese fragmento tan descriptivo, tuvo también su adaptación cinematográfica, una notable película que permaneció casi desconocida durante mucho tiempo y que hoy empieza a reverse.

Das Totenschiff , es decir El barco de los muertos o “de la muerte” dependiendo de la traducción de cada país hispanoparlante, fue realizada en 1959 bajo la dirección de Georg Tessler, un austríaco muy poco citado en la historia del cine y que en este film logró un magnífico relato acerca de la condición trágica de aquellos que han renunciado a identificarse con una bandera, una visión anti romántica del mundo de la navegación así como del patriotismo tan absurdamente celebrado antes y después de una guerra.

 

Afiche de época de "Das Totenschiff" (1959). El actor principal Horst Buchholz emigraría prontamente a los Estados Unidos.

 

 

Estamos en los años inmediatamente posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, aunque vale aclarar que la novela transcurre tras la Primera Guerra. Philip Gale, un joven marinero estadounidense, sufre el robo de su billetera por una prostituta en el puerto belga de Amberes. Para colmo, el barco en el cual estaba sirviendo ha zarpado antes de tiempo por lo cual Gale queda a la buena de Dios, sin dinero ni documentos habilitantes para conchabarse en otra embarcación. No recibirá asistencia de nadie, las autoridades de su propio país no lo atenderán y por tanto se verá obligado a cruzar una frontera tras otra en condición de indocumentado, evadiendo controles hasta que en un puerto francés un marinero llamado Lawski (el enorme actor alemán Mario Adorf) le ofrece sumarse al Yorikke, que más parece una cafetera abollada que un barco de carga. Gale accede porque en ningún otro lugar lo van a aceptar en su situación legal y porque supuestamente el viaje es con destino a la ciudad de Boston, o sea su país, esa patria que día a día se desdibuja en sus recuerdos.

 

 

El marinero Philip Gale a bordo de una ruina flotante junto a su compañero Lawski, interpretado por el gran actor alemán Mario Adorf.

 

 

Pero el vapor Yorikke es más que una ruina, es directamente una tumba flotante, y más aún si te toca el inhumano trabajo de alimentar de carbón las calderas, que es lo que hará Gale mientras el barco va de un puerto a otro sin las mínimas condiciones de seguridad, contrabandeando mercadería y con su tripulación en condiciones lamentables. Justo cuando Gale y su ahora compadre Lawski descubren algo raro en el cargamento, los capitanes han decidido que el mejor negocio posible es hundir esta catramina naval con tripulación y todo para cobrar un seguro espurio, prácticamente una condena de muerte para todos los marineros.

Esta película en rabioso blanco y negro presenta una inconfundible estética de cine-noir y, aunque suene repetido, tiene cierta familiaridad con el neorrealismo italiano. También con algo del cine de aventuras marinas o de esas películas con hombres arrojados a la fuerza de la naturaleza sin más protección que su propia estrella. Y hasta con alguito de cine de terror, porque les aseguro que ese barco puede ser el más espantoso de todos los que se hayan visto en pantalla. Me cuesta entender los motivos por los que Das Totenschiff es tan poco conocida. Tal vez sea por la poca circulación que tuvo el cine alemán de posguerra, una época que dio magníficas películas como ésta y tantas otras pero, claro, son las películas hechas por los perdedores, la patria de los perdedores.

 

Una de las tantas ediciones en alemán de "Das Totenschiff" ("El barco de la muerte").

 

 

Das Totenschiff es una estupenda adaptación de aquella novela que Traven escribió en 1927 cuando ya estaba instalado en México. Consta de más de 300 páginas y se la considera la más personal, o acaso la que nos da pistas sobre aquella autobiografía que él mismo se encargó de mantener en el más disciplinado secreto. No es errado por tanto pensar que el periplo del marinero Philip Gale, que además se presenta ante todos con el seudónimo de “Pipip”, guarda similitudes con el que llevó a Traven a México, el país en el que acuñó toda su obra literaria. En aquel viaje errante autor y personaje consolidaron las ideas libertarias que serían su única carta de identidad, así como su conciencia de que no se necesita de una patria fundada bajo una bandera, sobre todo porque aquella patria demostró no necesitarlos a ellos.

 

 

 

 

FICHA DE “MACARIO”

Título original: Macario / México, 1960 / Duración 91 minutos / Blanco y negro / Dirección: Roberto Gavaldón / Guión: Emilio Carballido y Roberto Gavaldón, basado en la novela de Bruno Traven / Música: Raúl Lavista / Fotografía: Gabriel Figueroa / Reparto: Ignacio López Tarso, Pina Pellicer, Enrique Lucero.

 

 

 

 

 

FICHA DE “EL BARCO DE LOS MUERTOS”

Título original: Das Totenschiff / Alemania-México, 1959 / Duración 97 minutos / Blanco y negro / Dirección: Georg Tessler / Guión: Hans Jacoby y Werner Lüddecke, basado en la novela de Bruno Traven / Música: Roland Kovac / Fotografía: Heinz Pehlke / Reparto: Horst Buchholz, Mario Adorf, Helmut Schmid.

 

 

 

 

 

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