SAS, las offshore se disfrazan

Una SAS de Sanz para envenenar Mendoza con cianuro y no pagar las consecuencias

 

El intento fallido del gobernador de Mendoza Rodolfo Suárez de eliminar la prohibición de empleo de cianuro y otras sustancias tóxicas en la minería a cielo abierto —que culminó con su anulación por la legislatura— tuvo la virtud de dejar una enseñanza sobre la potencia de los movimientos sociales en nuestro país, a la hora de defender los derechos del ciudadano común. Esos acontecimientos fueron examinados en tres notas de la edición anterior, donde además se develó parte del entramado de empresarios y hombres de la política de extracciones partidarias diversas, que estaban prontos a constituirse en los beneficiarios del nuevo negocio. (Ver Verbitsky, “Los últimos serán los primeros”.) Entre ellos, se destaca una sociedad Bergbau SAS (minería en alemán) para la explotación minera y de hidrocarburos, creada diez días antes de la aprobación de la malograda ley por uno de los fundadores de Cambiemos, el dirigente radical Ernesto Sanz.

El detalle de interés para esta nota es la elección del tipo social “SAS” –sociedad anónima simplificada— como herramienta jurídica para desarrollar la explotación de recursos no renovables, en momentos en que se autorizaba la utilización de sustancias con altísima potencialidad contaminante del medio ambiente a cielo abierto, una actividad que genera gran cantidad de material de desecho tóxico que puede circular como polvillo absorbido por animales y personas, y luego ser recogido por lluvias que se filtran al subsuelo, como lo puso de relieve el sector de la industria vitivinícola.

Las sociedades anónimas simplificadas ingresaron por la ventana al derecho societario argentino a instancias de la restauración neoliberal encabezada por el Presidente Macri, ya que no están incorporadas al cuerpo normativo de la Ley de Sociedades. En cambio, se usó la cobertura de una Ley de Apoyo al Capital Emprendedor n° 27.349 celebrada con desborde entusiasta por el Ministerio de Producción en su portal: “Un marco regulatorio que va a generar un ecosistema mucho más favorable para que más proyectos puedan crecer en Argentina".

La metáfora generosa alude, entre otros aspectos, al diseño de un tipo societario simplificado, con limitación de responsabilidad de sus socios, caracterizado por la flexibilización de requisitos instituidos por la Ley de Sociedades. Muchos de estos fueron previstos para la protección del ahorro y la inversión, así como para preservar la seguridad jurídica que hace al funcionamiento interno en beneficio de los socios y al interés de los terceros, ya sean trabajadores, consumidores, el fisco, o simples ciudadanos comunes que puedan padecer un daño derivado de la actividad desarrollada por la sociedad.

Veamos cómo. Entre las virtudes más pregonadas de las SAS se menciona que pueden constituirse en veinticuatro horas llenando un simple formulario, su capital social requerido es de dos salarios mínimos, vitales y móviles, el objeto social puede ser “amplio y plural”, están eximidas de presentar sus estados contables ante el registro público de sociedades y se permite a los interesados diseñar los órganos sociales como mejor entiendan que les conviene. La nueva ley y su reglamentación local subrayan la política de preservar a las SAS incontaminadas de la doctrina societaria desarrollada por la jurisprudencia durante las últimas décadas ante los abusos de la responsabilidad limitada de los socios, con base en las normas de la Ley de Sociedades, al establecer que esos principios serán aplicables solamente “en cuanto concilien con los de esta ley”. La carambola se completa cuando a través de un DNU 27/2018 de “Desburocratización y Simplificación” se autoriza que las SAS coticen en bolsa, lo que permitiría a los nuevos emprendedores financiarse recurriendo al ahorro de las personas. Su lanzamiento dio lugar a un caudal de notas periodísticas y jurídicas que abrazaron la llegada del anhelado espacio de autonomía de la voluntad empresarial con fervor ideológico.

Lejos de esa algarabía, el profesor Ricardo Nissen vaticinó: “El verdadero propósito es dotar a empresarios de solvencia económica de un modelo jurídico para ocultarse en 24 horas y eludir consecuencias patrimoniales y otras que le acarrearía su actuación personal”.

Veamos algunos alcances de la innovación legal. En primer lugar, la nueva ley sustituye el requisito del objeto social “preciso y determinado” que se exige a los demás tipos societarios por un “objeto amplio y plural”, con el agregado de que esas actividades no requieren conexión entre sí. En realidad, la ley original requería a las SAS “enunciar en forma clara y precisa las actividades principales” que constituyan su objeto. Pero sin dar razón alguna, y sin control parlamentario, esa exigencia fue derogada por la pluma del mencionado DNU de modernización. De esa manera, por un lado, se desmonta una exigencia pensada para proteger a los socios para que su dinero no pueda ser utilizado en negocios no deseados, ya sea que involucren un riesgo mayor de pérdida de su inversión o simplemente porque no deseen participar en cierta clase de actividades.

Por el otro, se apunta a legitimar un fenómeno fustigado por la jurisprudencia de distintos fueros, que es la infracapitalización societaria. Ocurre que la exigencia de precisar el objeto y las actividades sociales en el estatuto se proyecta en el deber de los socios ante los terceros de mantener un capital social consistente con la actividad desarrollada por la empresa. Existe abundante jurisprudencia de los tribunales –sobre todo civiles y laborales— que frente a la notoria insuficiencia del capital social para desarrollar el objeto, levantan la valla de la responsabilidad limitada de los socios y administradores ante una condena en juicios laborales o por daños y perjuicios, sancionando así el incumplimiento de sus deberes legales y la ilicitud de haber creado una persona jurídica como una mera fachada para obtener ganancias y no responder por las pérdidas.

Pues bien, la creación de las SAS intenta barrer esa doctrina legal ya que nacen con un capital básico irrisorio para emprender objetos amplios y plurales. A ello se suma que la ambigüedad legitimada por la pluma del DNU para definir el objeto y actividades societarias deja a los terceros sin información alguna, sin la función de garantía del capital y a los jueces sin pautas para determinar si la sociedad está infracapitalizada. Para reforzar el argumento, la autoridad de control societario de la Ciudad de Buenos Aires –Inspección General de Justicia, entonces en manos de Cambiemos— reglamentó que jamás exigirá un capital que supere el mínimo “cualquiera sea la naturaleza o diversidad del objeto social”.

Hay más. Pese a que la SAS –según lo indica su denominación— sería una clase de sociedad anónima, se ha establecido que no debe presentar sus estados contables ante el registro público societario, como sí debe hacerlo aquélla para garantizar el acceso a terceros interesados. Esos estados contables, además, no son los previstos para una sociedad anónima sino un mero estado de situación patrimonial y resultados, sin la información que permita entender las cifras globales. La ausencia de esos elementos será clave a la hora de la verdad, cuando la SAS deja de pagar sus cuentas, porque esa información es la que permite a acreedores y jueces determinar si los directivos vaciaron el patrimonio para abandonar la sociedad a la quiebra sin hacerse cargo de las deudas. Estas situaciones siempre generaron la responsabilidad personal de directivos y socios ya que constituyen el delito de insolvencia fraudulenta o vaciamiento. A partir de las SAS, nada por aquí, nada por allá.

 

 

El hilo por lo más delgado

De esa manera, la creación de las SAS procura introducir una cuña que resquebraje todo el sistema de responsabilidad societaria de la Ley de Sociedades, haciendo realidad la anhelada traslación del riesgo empresario a los terceros, trabajadores, consumidores, ahorristas, cortándose el hilo por lo más delgado. Así se explica la algazara alrededor de su sanción, acorde con el paradigma empresarial que tiñó al gobierno saliente.

Tampoco puede atribuirse un rol menor a la flexibilidad en materia de organización interna de las SAS, en cuanto permite dejar de lado cien años de elaboración legislativa de reglas inderogables para las partes, sobre quórum, mayorías, derecho a la intangibilidad de los aportes, entre otras normas que servían para preservar los derechos de la parte débil del negocio. Un modelo apto para convertirse en una trampa para incautos que deseen invertir en esta clase de sociedades.

Esa apreciación conduce a preguntarse si puede tener larga vida un tipo societario que de movida desprotege los derechos de inversionistas en minoría. Cuando se relevan los datos de centenares de SAS publicadas en el Boletín Oficial, es posible apreciar algunos detalles elocuentes. La inmensa mayoría adoptaron el formulario tipo con trámite express, capital mínimo, objeto indiscriminado, sin auditoría interna, uno o dos socios y administración unipersonal. Si a eso le sumamos la ausencia absoluta de control estatal, que el representante de una SAS puede no integrar el órgano de administración, que las asambleas se pueden celebrar fuera del país y que basta que solo un integrante del directorio tenga domicilio en la Argentina, nos vamos acercando cada vez más a una figura bastante parecida a una sociedad offshore.

Más allá de la ventaja propiciada para que pequeños comercios puedan –cuando lo deseen— abandonar el negocio sin pagar a los proveedores ni indemnizaciones laborales a cargo de una SAS infracapitalizada, lo cierto es que el trámite express y la ausencia absoluta de controles internos y externos, las transforma en la mejor herramienta para el ocultamiento de bienes, con el resultado de diluir a la nada el principio básico de la responsabilidad patrimonial de las personas por las obligaciones contraídas o el daño causado a terceros.

Los Mossack Fonseca locales ya echaron mano a este instrumento útil para realizar actos prohibidos por las leyes si se conociera el verdadero autor del acto o el beneficiario del negocio, y para ocultar el patrimonio a los acreedores, familiares o al fisco nacional.

Quiero aclarar que la mención al estudio jurídico proveedor de millares de sociedades pantalla con representantes legales insolventes, ancianos o indigentes, conocidos como los Panamá Papers, no es un mero recurso retórico. El plan de la Ley de Apoyo al Capital Emprendedor invita a la creación de sociedades anónimas simplificadas for export, con solo un miembro local, vacías de capital, flexibilidad de actuación y de controles externos e internos. La mejor prueba de esto se aprecia por la aparición de las SAS comprando créditos en los concursos preventivos para votar quitas expoliatorias a los acreedores reales, o directamente simulando créditos ficticios para formar mayoría, ocultando que quien vota es el propio deudor. Este fraude que se venía realizando principalmente a través de sociedades offshore, constituye una maniobra que el código penal califica como delito y que tantas veces he denunciado en mis épocas como fiscal ante la cámara comercial. Donde antes predominaban las sociedades offshore, ahora predominan las SAS.

No es la primera vez ni será la última que la retórica neoliberal de la flexibilización y la modernización venga de la mano del precariado de los derechos de las personas y de la división de la sociedad entre ganadores y perdedores, en esta fase del capitalismo globalizado que cruje y estalla a lo largo y ancho del planeta.

 

 

 

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