AHORA VENIMOS A DESQUITARNOS

De un disco del '96 de Enrique Morente a la quimera de una rebeldía verdadera

 

Toda rebeldía se mide en relación a aquello a que se opone. Por eso, aunque se haya convertido en título de un clásico, la expresión rebelde sin causa se anula a sí misma. Para rebelarte y que ese acto sea relevante, debés contar con una buena razón. Porque si tu rebeldía es simplemente una expresión difusa de insatisfacción existencial —como la que expresaba Luca Prodan, a través de la ironía no sé lo que quiero, pero lo quiero ya—, no calificaría como tal. Sería angustia generalizada, nomás. Que puede deberse a motivos dignos de ser atendidos, pero no será rebeldía. Tenés que saber a qué te oponés y argumentar tu insumisión de forma lógica, para que merezca el nombre de tal.

Por eso hay muchas rebeldías, más allá de las políticas y sociales. Uno puede ser rebelde en materia artística, también, si decide hacer algo que no sólo no se esperaba de él, sino que además se considera indigno o poco recomendable. Miren lo que le pasó a Dylan en el '65, cuando se le ocurrió cambiar la guitarra acústica por la eléctrica. Le dijeron de todo menos bonito. ¡Durante una actuación en Manchester le gritaron Judas!

A comienzos de los '90, el granadino Enrique Morente (1942-2010) ya era considerado uno de los grandes del flamenco contemporáneo. Si bien formaba parte de las huestes que pretendían renovar el cante, seguía sin sacar del todo las patas de la fuente original. Hacía cosas raras, como el espectáculo Angelite con las Voces Búlgaras, pero se lo consideraba parte del redil. En el '94, sin ir más lejos, se convirtió en el primer cantaor en recibir el Premio Nacional de Música que otorga el Ministerio de Cultura Español. Y en el '95 le dieron la medalla de oro de la Cátedra de Flamencología de Jerez de la Frontera. Si algo estaba haciendo Morente era obtener para el flamenco la dignificación que durante tanto tiempo había eludido a una forma eminentemente popular.

 

Enrique Morente.

 

 

Preciosa música, el flamenco. A los que fuimos formados por el rock nos conmueve porque conserva algo primal —los solos de guitarra flamenca son lo más parecido que existe a los solos rockeros en el ámbito de la música popular: mucho más que los del jazz, por ejemplo— y porque es expresión de una pasión inocultable, de un desgarro del alma. A la vez se trata de una pasión que trasciende el tiempo, porque viene desde el fondo de la historia; conecta con las primeras formas a través de las cuales la especie expresó qué pasaba en su espíritu, mediante un ritmo, palmas, un lamento, un instrumento de cuerdas y un baile que dramatiza lo que suena. ¿O no remite todavía hoy, cuando suena en vivo, al mestizaje que tuvo lugar hace siglos en Andalucía, entre locales, musulmanes, africanos y gitanos?

En 1996 Morente decidió consumar un delirio. Se asoció a una banda de rock también granadina, que se hacía llamar Lagartija Nick. La idea original fue musicalizar poemas de Lorca, algo que Morente ya había hecho otras veces en formato tradicional. Pero la cosa debe haberles parecido demasiado segura, y por eso decidieron dar un paso más hacia las profundidades insondables. Quien dice Lorca puede decir también Leonard Cohen, porque el canadiense se inició en la poesía inspirado por el autor del Romancero gitano y hasta musicalizó alguno de sus versos, como el Pequeño vals vienés. Y por eso decidieron versionar también canciones de Cohen. Empezando por el Pequeño vals, sí, pero incluyendo First We Take Manhattan y también Aleluya. De ese modo, cada artista aportaba algo insólito al cóctel que los granadinos decidieron crear: Morente el flamenco, Lagartija Nick la electricidad, Lorca la poesía clásica y Cohen la contemporánea. Y de ese modo también, cada uno de ellos se dejaba reinventar por la química del mejunje. Al acoplarse a estos nuevos socios, ninguno de ellos sonó idéntico a lo que sonaban cuando estaban solos.

 

Morente y Cohen.

 

 

El resultado fue un disco de 1996 llamado Omega, que todavía hoy es una maravilla inclasificable. No cabe en ningún cubículo preestablecido, porque toda etiqueta lo achica: no es flamenco-rock, no es Lorca aggiornado, no es la música de Cohen empujada al reencuentro con sus raíces gitanas. Es todo eso, sí, pero a la vez es mucho más que la suma de sus partes. Porque la mezcla de esos componentes impensados, que nadie antes había asociado, crea algo nuevo que no suena artificial, a Frankenstein musical hecho de cachos mal cosidos, sino completa y definitivamente natural.

Escuchen, por ejemplo, lo que hace Morente con su hija Estrella y con Lagartija Nick a partir de First We Take Manhattan. (Título que significa en nuestra lengua: Primero tomaremos Manhattan. Lo cual no es referencia al cóctel —whisky, vermouth seco, bitter y cerezas en almíbar—sino al acto de tomar la ciudad militarmente, para después hacer lo mismo con Berlín.) Los Morentes recrean parte de la letra en español, a partir de estos versos inolvidables que además le calzan tan bien al proyecto Omega: "Me condenaron a 20 años de hastío / Por intentar cambiar el sistema desde adentro / Ahora vengo a desquitarme".

 

 

 

 

 

 

La versión de Aleluya arranca tranquila, casi convencional, a horcajadas de la guitarra de Vicente Amigo. Pero vean ustedes mismos la forma en que Morente, a través de la ventana del flamenco, termina pariendo la versión más rockera de Aleluya que hayan oído nunca.

 

 

 

 

 

Pero la pieza central, la que mejor encapsula el espíritu del proyecto, es la que da título al disco. Omega es una suite eléctrica de diez minutos que borra las fronteras de lo preconcebido, de lo seguro, de lo salvo, de lo temporal y de lo geográfico. Es ayer, desde que representa la pasión que alienta al espíritu humano desde que se puso de pie sobre esta Tierra, y a la vez es mañana, vuelta de página, promesa de futuro. La letra omega es la última del alfabeto griego, por eso la hermenéutica la usa para designar el fin de todo, lo opuesto al significado de la letra alfa, que es la primera y simboliza el principio — en efecto, Omega suena como ninguna otra cosa que hayas oído. En un momento estás escuchando a Morente y al otro no sabés si sigue siendo Morente o si es Ian Gillan o es Ozzy Osbourne.

 

Morente y Lagartija Nick.

 

 

Vale la pena dedicar estos minutos a Omega. Primero, porque cualquier cosa que nos aparte de la angustia rastrera a que empuja esta realidad —cualquier belleza que eleve nuestra alma por encima del nivel del mar de mierda donde chapoteamos a diario— vale la pena en sí misma. Pero además, porque Omega da cuerpo sonoro a una belleza que, hasta que fue concebida y tocada por vez primera, no tenía nombre. Y eso es más importante de lo que parece, en un mundo donde se nos sugiere que no puede crearse ya más nada que no quepa dentro del canon pre-ordenado, y que no se adapte a las etiquetas de que disponemos. En esta era de fascinación ante la inteligencia artificial, Omega representa algo que no podría crear una máquina, porque es espíritu humano en estado puro. (Morente fue mucho más lejos, después. Si buscan la edición del vigésimo aniversario de Omega, préstenle la oreja al bonus track de Morente en vivo con Sonic Youth, que se llama Oriente y Occidente.)

 

 

 

 

 

Primero fue la rosa —la belleza— y recién después, mucho después, fue el nombre. En esta cultura occidental exhausta, desde sociedades que se enfrentan al caos desprovistas de ideas, deberíamos sorprendernos a nosotros mismos y alumbrar bellezas —artísticas, sí, pero también políticas, sociales, científicas— para las cuales no haya nombre todavía.

Porque si todavía existe una esperanza a nuestro alcance, está sin duda ligada a aquello que permanece innombrado.

 

 

 

Plata quemante

La colisión entre el deseo de gestar belleza imprevista y la frustración por la falta de tiempo para compartir con los míos — y en particular con mi hijo más pequeño, que el viernes cumplió nueve años— produjo una idea que decidí permitirme. Algo en la vena de esa quimera que es Omega: una bestia hecha con partes de otras bestias y a la vez nueva — una criatura mitológica, primera de su especie. Después de todo, me considero escritor. Mi tarea es imaginar, y en particular imaginar a contracorriente de los tiempos. En el contexto de impotencia que nos toca vivir, con una derecha rampante que nos lleva a empujones y llama a la resignación en nombre del pragmatismo, ¿existe algo más rebelde que seguir soñando?

 

 

Para ser fiel a mi noción de rebeldía, empecé por circunscribir aquello ante lo cual quería rebelarme. No fue difícil. Nos encontramos tan sumidos en nuestra circunstancia, tenemos tan naturalizada esta forma de vivir, que no advertimos hasta qué punto es un horror. Dentro de décadas o siglos —quiero decir, si no nos cargamos antes a la totalidad de la especie—, las generaciones venideras considerarán este tiempo como uno que les dará repeluz y les hará exclamar: "Ugh. Me pregunto cómo podía vivir de esa manera, la gente". Será así sin dudas, como nos ocurre hoy cuando miramos para atrás y parece inconcebible vivir sin agua corriente ni electricidad. O cuando ponemos distancia con las eras donde las guerras y los saqueos eran inescapables, se ejecutaba a reos en público, existían los esclavos y las mujeres estaban para servir(nos).

Si lo pensáramos un poquito, comprenderíamos que esta manera de malgastar la vida es absurda, al límite con el sacrilegio. ¿Correr todo el puto día detrás de un mango para conseguir algo que llevarte a la boca y desfallecer con la caída del sol, para levantarte al otro día a reiniciar el ciclo? Que nuestras vidas giren indefectiblemente alrededor de la noria del dinero, que ante todo es un símbolo, una convención social, antes que una realidad respaldada por valores indiscutibles (y ni hablar en estos días, cuando ya ni siquiera usamos billetes y monedas sino inestables, evanescentes cifras digitales) es un verdadero delirio. ¡La estafa más grande de la Historia! Si Satanás existiese, estaría orgulloso y demandaría que no lo llamasen Padre de las Moscas, sino Padre del Dinero.

Lo que nuestra estructura física demanda es simple: hidratación, nutrición, descanso. Lo que le reclamamos al medio físico también es simple: temperaturas tolerables —o forma de atemperar sus inclemencias— y protección de los chubascos. O sea: algo de beber, algo de comer y una cucha donde dormir, abrigarte y evitar que la lluvia te engripe, la nieve te cubra y el granizo te llene de chichones. No suena como algo inaccesible, y mucho menos con las tecnologías de las que disponemos.

 

"La adoración del becerro de oro".

 

 

 

Me pregunté entonces qué pasaría si reorganizásemos los factores productivos —desde el suelo, los ríos y el mar hasta las industrias— de modo de garantizar a todos, literalmente a todos los argentinos y argentinas, techo, sustento, educación básica y servicios de salud. Que no quedase nadie pero nadie sin techo ni alimento asegurado .

Esa hipótesis abre millones de preguntas, pero la primera y principal es: ¿alcanzaría la ecuación para satisfacer las necesidades de 47 palos de gente? La respuesta está más allá de mi área de expertise, pero si debiese arriesgarme, diría que la riqueza natural, la capacidad industrial y los recursos humanos de que disponemos bastarían para cubrir necesidades básicas, si se organizase la movida de forma racional. Todos podríamos proyectar nuestras vidas a partir de un piso de certezas desde el cual nada de lo elemental nos faltaría. Y si se reorganizase el corpus legal, convirtiendo en crimen despojar a otras personas de lo que el Estado provee para su bienestar (y prohibiendo cualquier forma de cesión de esos bienes, para que no haya lugar a choreo disfrazado de entrega voluntaria), nuestra libertad se incrementaría exponencialmente.

 

El becerro de oro actual está en Wall Street.

 

 

Aquellos que quisiesen dedicar su esfuerzo a tener más de lo que ya se les proporciona, podrían hacerlo. Pero aquellos que aceptasen la frugalidad de lo que se les garantiza, quedarían en condiciones de emplear su tiempo en otros menesteres: la contemplación, la educación (¿por qué limitar la formación a la etapa inicial de la vida, cuando muchos querríamos seguir aprendiendo hasta el último día?), el ocio creativo, la lectura y la escritura, la confraternidad, la labor social, la amistad, la familia, el juego y el deporte amateur...

Ya estoy oyendo los gritos de quienes tienen algo material que defender: ¿cómo que dispondrían de mi tierra, de mi fábrica, de mi laboratorio, de mis propiedades inmobiliarias, de mi flota...? Para empezar, digamos que hasta en los términos legales vigentes la tierra es nacional o provincial y sólo le se cede a particulares su uso y explotación. (De lo cual se desprende que deberían pagar impuestos proporcionales al privilegio que se les concede, lo cual está lejos de ocurrir.) Pero lo del resto de los ciudadanos y ciudadanas acomodadas sería una objeción atendible, si es cierto que obtuvieron lo que tienen gracias a su esfuerzo y de manera ciento por ciento legal y legítima. (Escribo esto último en itálicas, porque no es un punto menor. Si revisásemos la trayectoria de cada fortuna así como deberíamos haber revisado la deuda que Macri nos encajó, el 90% de los que cuentan con propiedades y ahorros debería rehacer sus números para abajo. La frase atribuida indistintamente a San Juan Crisóstomo y a Balzac tiene el retintín de lo verdadero: "Detrás de toda gran fortuna siempre hay un crimen".)

 

Balzac, de corazón.

 

 

El problema de la disparidad entre los have y los have nots —los que tienen algo o mucho, y los que tenemos poco o nada— es endémico a las sociedades capitalistas, porque las naciones se constituyeron sobre el blanqueo de las disparidades que cada pueblo arrastraba. En Occidente al menos, no ocurrió que las mentes preclaras dijeran: Vamos a instituir un cuerpo de leyes que garantice a todos iguales derechos y redistribuir la riqueza existente de modo que partamos todos de la misma línea de largada. Lo que tuvo lugar, más bien, fue este razonamiento: Vamos a instituir disposiciones que garanticen a todos iguales derechos pero, por supuesto, las escribiremos de modo que legalicen la tierra que ya arrebatamos y las fortunas que hemos acumulado a nuestros nombres y, además, que establezca la inviolabilidad de las posesiones que adquirimos mediante la astucia y la fuerza — con la excusa que fuere: aristocracia de la sangre, derecho divino o mediante el ejercicio del poder desnudo.

Por eso nunca hemos dejado de estar jodidos. Porque las naciones no se fundaron desde cero, sino justificando que, en la carrera común que se largaba con cada declaración de la independencia, unos pocos estaban en pole position con su Ferrari SF-23, mientras que muchos pensaban de dónde sacar una rueda y cómo mierda se fabrica un auto. La mayor parte de los países funciona como un casino donde la clase dirigente y los ricos son la casa y el pueblo es la gilada que mantiene el tinglado andando, con sus apuestas siempre perdidosas. El mundo es una timba amañada para que unos pocos no pierdan nunca y otros perdamos de forma casi inexorable, en base a un argumento que no deja de tener su gracia: Necesitamos esclavos que hagan la tarea dura, pero de aquí en más les diremos que son libres y que se les pagará por esas labores. ¡Total, la mayoría de lo que se les pague por la riqueza que produzcan terminará en nuestros bolsillos de todos modos!

 

Bertolt Brecht, Berlín, 1927.

 

 

Vean lo que está al filo de pasar nuevamente con los grandes bancos. Por enésima vez en la historia contemporánea, vienen especulando a lo bobo y ganando a lo Creso hasta que la burbuja se pincha. Pero cuando se pincha tampoco pierden, porque entonces el Estado, mediante lo recaudado en materia de impuestos que pagamos para bancar otras responsabilidades estatales, saldrá a cubrir con nuestros morlacos los cráteres lunares que estos hijos de puta van a dejar (insisto: ¡otra vez!), a cuenta de la irresponsabilidad que caracteriza su avaricia, mientras los Poderes Judiciales se hacen los pelotudos y no investigan ni la fórmula del Quaker.

En mi mundo ideal no habría jueces que hayan tenido nada que ver con los Poderes Judiciales preexistentes, pero ante todo no habría bancos ni especulación. Yo soy de los que se plantea la pregunta que formuló Brecht y usó Piglia como epígrafe de Plata quemada: "¿Qué clase de delito sería robar un banco, comparado con aquel de fundarlo? Crear bancos o practicar la usura sería un crimen equiparable al asesinato. ¿De qué otro modo evitaríamos que el destino de la humanidad vuelva a quedar en mano de una gavilla de jugadores compulsivos?

 

 

 

Quimera

Los privilegiados del capitalismo vivimos, pues, a la sombra de nuestro propio pecado original: lo que tenemos, ¿es legítimo o es la convalidación de una ventaja comparativa de la que ya disfrutábamos desde que nacimos — es decir, de una injusticia pretérita que pretendemos buena?

Habrá quien justifique: Y, no se puede legislar hacia atrás, porque en ese caso deberíamos devolverle el continente a los descendientes de los pueblos originarios. Sería impráctico, sin dudas. Pero la negativa a legislar hacia atrás no impedirá que la realidad futura legisle a los bifes, sobre el territorio y de forma atrabiliaria. Porque cuando el planeta se ponga fulo y empiece a complicarnos la vida con temperaturas invivibles y sequías que limiten los cultivos y mares que se morfen las costas, las reglas del juego van a cambiar. Y ya no van a arbitrar las instituciones, sino que se impondrá quien tenga el garrote más grande o quien lidere la masa de gente más desesperada y numerosa. Y entonces puede que los que tenían dejen de tener y que quienes determinan quién come y quién no pasen a ser otros.

¿No sería mejor prever racionalmente, a dejar librada la cosa a los fenómenos y a la dinámica de la condición humana acorralada? ¿No sería preferible decir: Estamos viviendo como el culo porque aceptamos jugar un juego tramposo que sólo beneficia a unos pocos y hace mierda el planeta? ¿No sería hora de plantarnos y parar de una vez, dar un giro copernicano al curso de nuestra especie, dejar de perseguir el espejismo del mercado que se autoregula y del capitalismo que da a todos oportunidad de hacer fortuna? ¿No será esta nuestra última oportunidad para dejar de premiar a los fulleros y reorganizar la sociedad para que venere a quienes hacen algo por mejorar la vida de los demás: los maestros, los sanadores, los constructores, los justos — los virtuosos?

 

 

 

 

Todo lo que yo reclamaba era más tiempo (y calidad de tiempo) para estar con mi hijo pequeño. Margen para contemplar el cielo, cuidar de las plantas, ver caer la lluvia. Y miren dónde vine a parar. Me arrimé al calor de mi fantasía sobre una comunidad donde desamparar a alguien sea una actitud inconcebible. Una utopía que muchos considerarían pesadilla, lo sé: comunista, kuka, caca. Pero tal vez sea el momento de planteársela, justo ahora que la derecha ha corrido tanto el arco que ya no podemos defender ni siquiera los rasgos de la democracia que humanizaban el capitalismo. Con la malaria que va a haber, ¿cuántos conservarán riñones que estén en condiciones de vender, y cuántos cambiarán sus vouchers —o los de sus hijos— por bienes tangibles, en vez de educarse?

Hoy le pediría hasta a aquellos que están en la vereda de enfrente que, con la mano en el corazón, me dijesen si de verdad creen que no existe una mejor manera de vivir que esta porquería que nos envenena a todos — incluso a los que más tienen. Si no les parece posible dar con una manera de administrar lo que la Tierra ofrece y lo que se puede producir, de modo de que cada beneficio que obtengamos no venga con la mácula de haber sido arrebatado a otra persona que merecía mejor suerte, en el marco de un juego donde demasiada gente que anda con los pies atados o lastrados por pesas se disputa un número decreciente de sillas.

Ya sé lo que me van a preguntar: ¿y quién administraría semejante cosa? Y yo respondería: ¿por qué no una institución equivalente al Estado, pero no creada ni controlada por aquellas familias que ya son poderosas, sino por servidores públicos que se comprometan a no vivir nunca por encima del nivel del común de sus connacionales? (Y consecuentemente, que acepten ser examinados de manera constante para que se compruebe que no se han enriquecido ni mediante la función pública ni de ningún otro modo.)

 

 

"¿Una casta, dice usted?", preguntaría el hijo de probeta de Benny Hill y Domingo Cavallo. Exactamente, Javiercito. Una casta de verdad. Incorruptible en materia económica y en su vocación de servicio al pueblo.

¿Y quién la compondría, quiere saber? Pida voluntarios y se sorprenderá. Ante la oportunidad de tener resuelto de por vida el tema casa y comida, ¿cree que serían pocas las personas que elegirían dedicar su tiempo a trabajar por el bien de la comunidad y darle una mano a todo vecino que la necesite? Pocas cosas garpan mejor que la felicidad de quienes nos rodean, en términos de calidad de vida.

Acá entre nosotros, me cuesta entender por qué la especie no se dedicó aún a desarrollar su costado más generoso, que paga al contado en moneda que no se corroe. Porque jugarnos al desarrollo de una de nuestras capacidades más discutibles —la de acumular sin límites, tener cada vez más y más y más— es francamente idiota, por no decir borderline. ¿En vez de gozar, conocer, compartir o descubrir, preferís en serio dedicar la vida a acumular cosas que nunca vas a disfrutar a pleno, para que tus siervos te traten como la persona encumbrada que, en la intimidad, cuando estás en calzones ante el espejo, tenés claro que no sos? Es lo que reflejan la mayoría de las fotos del flamante rey Charles III, atrapado en el instante en que comprende que aquello a que había aspirado como gloria es una ridiculez de la cual no tiene escape. Aquí haría falta un satirista de la talla de Jonathan Swift, para describir una sociedad que determinó que sus miembros más elevados son aquellos capaces de acumular sobre su cabeza la cabellera más larga y más frondosa. Así de absurdo es nuestro pobre mundo, esa nave timoneada por Capitanes Ahab que nos conducen a la destrucción en busca de una satisfacción personal que, encima, es imposible.

 

"¿Qué he hecho yo para merecer esto?"

 

 

Tengo claro que lo mío es una ensueño, una idea que está a años luz de nuestra realidad. Pero no quiero dejar de alentarla. Perdimos demasiado tiempo dando por sentado que no hay mejor forma de vivir que esta. Eso es un disparate, y para peor, un disparate de características suicidas.

Ya hemos purgado la condena por la ingenuidad de intentar cambiar el sistema desde adentro.

"Ahora —escribió Cohen y canta también Morente— venimos a desquitarnos".

 

 

 

 

 

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