DISFUNCIONES DEL HAMBRE

Trece cuentos de Lina Meruane atraviesan tiempos y clases sociales, del realismo a lo fantástico

 

Las historias domésticas suelen narrarse siguiendo o alternando los derroteros de los personajes, usualmente de la misma familia, o bien ligados a ésta. Como en todo apólogo, el combustible que lo mueve son los deseos, siempre en movimiento, siempre tropezando. No es preciso que sean explícitos: son concurrentes a la propia condición humana. Aparecen bajo formas amorosas, odiosas, ansiosas, perentorias, avarientas, incluyen la sed y el hambre en forma extrema, sacuden a ritmo pulsional al tornarse avidez. Bajo precisamente este último adjetivo, Lina Meruane (Chile, 1970), sin temor a las supersticiones, compone en Avidez, el libro, trece cuentos cortos con la peculiaridad de variar en no pocas oportunidades, de personajes representativos de diversos momentos y clases sociales. Construye de tal modo relatos pasibles de ser leídos en forma unitaria, en cuya variedad emerge un fresco de los fragmentos medios y bajos que habitan Santiago, la capital trasandina.

En la dedicatoria, la autora sugiere los parámetros dentro de los cuales desliza su escritura: “el gesto cómico y el derrotero siniestro”. Advertencia destinada a sosegar una escritura inquietante, poblada de instancias próximas al escalofrío por su irreverente distancia real con el habitual cotidiano. Historias de mujeres sometidas al arbitrio patriarcal, desdibuja los varones por encima de su impronta, necesaria y suficiente a fin de sostener cada relato. Rebeldías en principio inocuas, adquieren la violencia del combate artero hasta precipitarse en situaciones desesperadas dentro de paisajes simuladores de lo apocalíptico. La tensa paz hogareña es lo primero que se quiebra: “Mamá gemía. Papá aullaba: no eran excusa ni el desabastecimiento ni el cierre de los mataderos y de las fábricas clausuradas por la infección que se expandía por pueblos y ciudades; como siguiera alimentándonos a base de lechugas y tubérculos y pastas de soya y un montón de quesos agusanados que nos dejaban en cajas sobre el felpudo de la entrada, le haría pagar a ella, pagar en su cuerpo para que gimiera con razón”.

 

La autora, Lina Meruane.

 

El hambre pasa a convertirse en un personaje omnipresente; toma las formas múltiples de la avidez, falsifica el deseo: “Siempre arremetía por la comida y mamá levantaba la voz en defensa propia, sin importar que sus gritos airados se nos clavaran a nosotros en el costado”. Un vértigo doblemente escatológico —religioso y excrementici— tarde o temprano se apodera de seres y objetos: “Solo dos cosas me exige Carlota: que nunca revele su nombre y que le rasque la espalda, cada noche. Aunque a veces me pide que le ayude además con el ombligo porque ahí dentro no caben esos dedos gordos suyos. Debo meter mi índice en alcohol y hundirlo en la panza de mi hermana. Es perder el dedo entre los pliegues de su piel. Es recuperarlo, y encontrar, bajo mi uña, olor rancio y a puchos”. A medida que se disipa, de un cuento a otro, el idílico ambiente hogareño, avanza la sordidez del cuerpo. De repente aparecen dos gemelas unidas por la cadera hasta que la cirugía deja paso a una cíborg y, trascartón, la tercera persona del plural (“dicen que…) se zambulle en lo fantástico, que no es tanto, con una niña reptil de lengua bífida, toda metáfora: “Era papel sobre papel lo que fue pelando mi lengua hasta acariciar la piel del muro. Su calcio primitivo”.

La promiscua clandestinidad de las púberes depilándose todo el cuerpo con una hoja de afeitar en el baño del colegio; la aparición de condiscípulos y autoridades masculinas; la mujer paupérrima empecinada en dejar el ombligo abierto y sangrante, su dorada, única pertenencia. Otra: la parturienta que regresa a casa donde la espera la perra famélica a la que da la teta, la escuálida miseria. Después las noches mugrientas y el anciano perverso; las presidiarias, el hamster devorando sus crías, el asesinato del amante; los funebreros verdugueados por su hija universitaria cuyos estudios financian traficando cadáveres. La avidez de quien se pretende privilegiada: “La micro venía embistiendo la calle colmada de pasajeros que la habían tomado en el principio del recorrido, y en ese momento adelantaba otras micros igualmente abarrotadas de brazos y axilas y juanetes; se acercaba al paradero ladeada por el peso mortal de los obreros que colgaban de sus fierros, esos cascados trabajadores agitando los puños, provocando a la hastiada cola con algo de sorna, con las bastas deshilachadas al viento, con los cordones zapateando una cueca brava en las aceleradas y frenadas de la micro”. La estudiante vuela por el aire, pierde una mano que se le va en el furor de una nunca declarada lucha de clases.

 

 

Con esa peculiar gramática que engalana, musical, el habla chilena, Lina Meruane despliega localismos específicos, adyacentes al bondi denominado en femenino: chuteó a dos o tres con sus bototos, pololo, poto, lugares mistificados: “Que el palacio de la moneda no es redondo. Que en la Plaza Italia no venden tallarines. Que el río Mapocho tiene pinta de acequia. Que en la Avenida La Paz no se firmó ningún acuerdo de guerra”. Mundos sin ribetes fantásticos, en Avidez salpican una Santiago de Chile bella y sórdida, percudida por el derroche y la miseria, la codicia suplantando a la solidaridad de un pueblo desguarnecido del embate liberal arrastrado a partir del pinochetismo. Fantasma inmanente, se reconoce en esos retazos grandes o pequeños que perduran con distinto rigor aunque idénticos, a los que azotan poblados y ciudades de otras partes del mundo. Aquí también.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

Avidez

Lina Meruane

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires – Madrid 2023

126 páginas

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