El grito democrático

Desconfianza social ante palabras vaciadas de sentido

 

 

¿Tus palabras no atraviesan las paredes?

Modifica tus palabras.

Vicente Luy, No le pidas peras a Cúper, 2003

 

1. Una ciudadanía sin palabras se expresa con los gritos del malestar representado. Si las promesas no se cumplen, si los que dicen que escuchan solo simulan escuchar, si los problemas estructurales son tratados cosméticamente, si una generación no tiene problemas en empobrecer a otra, si ciertos sectores se sienten abandonados, si los derechos no son tomados en serio, si la responsabilidad es excepcional, si hay demasiado ruido y comunicación artificial, si estamos quemados por sobreestimulación y distracción sistemática, si los problemas de salud mental no se tratan, todo esto puede llevar a que las palabras pierdan sentido, a sentir visceralmente que el grito es lo único que expresa la ansiedad, el malestar y la impotencia de la sociedad.

El grito dice muchas cosas. Quizás la más importante: no es que le están disputando el sentido común a la comunidad política. Le están cambiando el lenguaje, su registro; al acelerar el ritmo, es otra danza.

Solamente si el sistema político vive más como una comunidad de negocios que como una comunidad política preocupada y en diálogo con la sociedad que gobierna es que ésta puede despertarse y desconocer a la sociedad tras una elección. Es más, los procesos de judicialización de la política y las guerras judiciales que la sociedad observó sin entender, alienada y mientras se empobrecía, todos procesos con responsabilidades compartidas, demuestran que hubo tiempo y recursos para perder mientras las bases de la gobernabilidad, la estabilidad mental de la sociedad y la economía se deterioraban.

Parte del sistema político se construyó a sí mismo –al sistema político y al Estado– como un enemigo a destruir. Olvidando el esfuerzo de generaciones y los sacrificios colectivos para construirlo, defenderlo y mejorarlo. Parte del sistema político impulsó las políticas extremas que hoy amenazan su propia supervivencia y abren las puertas a una tragedia generacional.

Hannah Arendt señalaba que la debilidad estructural de la verdad en política tiene un impacto directo en la democracia y que desde sus cenizas se podían edificar las bases para gobiernos autoritarios y totalitarios pero también para prácticas oscuras dentro de los propios gobiernos democráticos, esto último al analizar el Informe McNamara sobre la guerra de Vietnam. El juego de vaciar las palabras y las acciones de sentido puede ser muy peligroso. En su obra más clásica, en 1951, Arendt lo describe de la siguiente manera: “El sujeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino los grupos para quienes ya no existe la distinción entre hecho y ficción (es decir, la realidad empírica) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento)” (Los orígenes del totalitarismo, Taurus, p. 474).

La conexión no es racional sino primal, visceral. Ante un grito gutural de atención no importan las razones, no hay que devolverle justificaciones ni palabras. Importan las reacciones y entender que el malestar está gritando desde las tripas. Como en el 2001, el grito es un momento, una oportunidad en el tiempo. Nadie puede vivir gritando pero sí puede vivir con los efectos de ese grito transformado en un gran error político, en otra tragedia de largo plazo.

Si la crueldad es atractiva como espectáculo, las necropolíticas se impondrán más allá de los hechos y las razones. Las palabras en discursos y en normas no importan cuando no tienen sentido, cuando nadie las valora, cuando se las desprecia abiertamente en los hechos y en la palestra. El sentido depende de un acuerdo que parece en crisis. No hay derecho ni garantías que frenen estos procesos demenciales, en que la ansiedad –manipulada con pánico instrumental– provoque irracionalidad y violencia, y las palabras pierdan sentido. El ataque al Capitolio en enero del 2021 y su eco en Brasilia un año después deberían ser recordados.

Las pantallas traducen el mundo hoy. No las palabras. Al ver a una persona en una pantalla, lo que estoy viendo es una imagen en movimiento, una figura emitiendo sonidos en forma de discurso. Despeinado, campera de cuero, lo conocemos. Por un momento, hagamos un ejercicio: se pone en silencio la TV, computadora o el dispositivo que sea, se pone mute y queda la pantalla activa pero silenciada. Esa persona histriónica sigue gesticulando, haciendo muecas de desprecio, de rabia, de enojo; con esos gestos extremos está representando un estado de ánimo que llega a cualquiera. Vemos la motosierra en una escena callejera y tiene algo de festivo: la imagen que podría preocupar a algunos, le da alegría y pone en comunión a otros. La gente sintoniza con la imagen de forma directa, sin mediar lenguaje. Comunica mejor la muy expresiva pantalla en silencio que los grandes discursos cinematográficos de contención con sus palabras lejanas. Veo en la pantalla mis emociones, mis angustias, mis broncas, incluso sin escuchar lo que se dice. La gente sabe lo que está mal. Los gestos en silencio comunican, las palabras sobran, son superfluas. Está gritando en silencio y lo escucho perfecto con mis ojos.

 

2. El marketing electoral no va a salvar a la democracia. En los debates televisivos nunca ganan los argumentos ni las razones sino la teatralidad. No es lo que digas, sino cómo lo decís. La seguridad con lo que decís lo que decís. No importa si es totalmente falso, impreciso o una manipulación directa. Si las personas que quieren defender nuestros derechos tartamudean y se sienten inseguras, y los seguros y solventes en esa teatralidad de cabezas vacías son los que vienen a negarlos, la situación debe preocuparnos.

Ya lo dijimos pero es importante repetirlo en este momento: colapsar significa simplificar. Eso quiere decir que si una democracia colapsa se simplifica su lenguaje, ciertas palabras pasarán a ser irrelevantes y todo el desarrollo de aquellos que hacen negocios con la creación de discursos y palabras en un contexto de un nuevo lenguaje primal, visual y más directo, fracasarán.

Las canciones de trap que se pueden escuchar en el transporte público tienen más sentido de realidad, más sensibilidad con el humor social, que muchos discursos de campaña, indiferentemente del color político. Los sesgos de confirmación y la autosegregación de ciertos sectores parecen reforzar la sintonía de aquellos que conectan con el grito electoral.

La soberbia de Obama y sus amplios recursos retóricos le hablaban a un segmento social. Trump le hablaba a otro bien diferente cuando ponía en duda la partida de nacimiento de Obama. “Obama no nació en Estados Unidos. Nació en Kenia”. En el largo plazo, Trump claramente le ganó esa batalla a Obama con la ayuda de las políticas públicas y prioridades que los dos gobiernos de Obama consolidaron. Fueron esas políticas las que hicieron crecer el malestar social en el interior de las clases medias y bajas abandonadas por las retóricas de los gobiernos progresistas demócratas. Cuando respondés con soberbia y superioridad moral a un malestar social real que crece cada día más, terminás trabajando para tu sucesor.

Las ironías son impotentes, la cultura de la denuncia e indignación fortalecen al que provoca esas reacciones. Son las cámaras de ecos en las que las ironías rebotan las que ocultan su limitado y contraproducente efecto de autoafirmación.

Vicente Luy tenía razón. Además de cambiar las palabras, de disputar sentidos comunes, hay una conexión primal y visceral de los que están gritando que apela al resentimiento acumulado, que va más allá de las palabras y el debate argumentado. No importa tener razón en una comunidad quebrada. Esa herida no se podrá arreglar con discursos electorales sino con una acción de largo plazo que no se puede construir inmediatamente. Se puede identificar el grito de atención, el destrato acumulado. Se puede pensar, expresar y proyectar esa “gran acción” con otras acciones del hoy, se puede prometer sinceramente para evitar que avancemos hacia el precipicio. Esto puede ser la invitación a una nueva decepción o puede ser una invitación a una nueva acción comunitaria que comience escuchando incondicionalmente todo el malestar gritado sin juzgarlo, para que esa escucha paciente y atenta sea una primera respuesta.

 

* Lucas Arrimada es docente de Derecho Constitucional y Estudios Críticos del Derecho.

 

 

 

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