El libro de las confesiones

Videla, la Operación Gaviota y un trauma irreparable

 

Confesión, la última novela de Martín Kohan, honra su título del principio al fin. Cada uno de los distintos tramos que el autor plantea contiene una metáfora acerca de lo que, más allá de la religiosidad, lo confesional encierra: lo oculto, lo olvidado, lo temido, lo secreto, lo riesgoso.

En la primera parte (titulada Mercedes, por la ciudad bonaerense en que se desarrolla), la adolescente Mirta López llega hasta el confesionario del padre Suñé para revelar sus íntimos estremecimientos físicos, tal vez sin sospechar que a los 12 años es muy engañosa la frontera entre el pecado y la virtud. Entenderá más adelante que le tocó crecer en una sociedad prejuiciosa, formateada por el qué dirán y los mandatos eclesiásticos. Habitante de un tiempo y un lugar con pesares y sentires de pueblo chico, ella registra en su cuerpo que el joven Jorge Rafael, el hijo de los Videla, la deslumbra hasta perturbarla. Así son las cosas a veces. Sin haber cruzado ni media palabra con él, Mirta está perdidamente enamorada de ese muchacho al que, cuando miraba de atrás, le advertía una nuca resplandeciente. No sin perversión, el sacerdote Suñé la carga de culpas, de padrenuestros y avemarías.

 

 

El autor, Martín Kohan.

 

 

Antes de entrar de lleno en el segundo tramo (llamado Aeroparque) Kohan zambulle a los lectores en ese Río de la Plata que ni siquiera para conformar al lugar común o al desvarío literario tendrá alguna vez color de león. Con impecables recursos realiza una descripción minuciosa, como pocas veces tuvo ese río al que ahora tanto cuesta divisar y que hace tanto tiempo es imposible usar. No sólo habla del río propiamente dicho sino que nos llama la atención sobre el profuso plantel de riachos subterráneos que lo integran, esos cursos de agua de los que afirma: “Ahora son nuestras cloacas”. Por esas márgenes indeseables se movilizaron durante meses militantes de la izquierda revolucionaria de los años ‘70 que, en plena dictadura, se confabularon en una misión en apariencia imposible. Ellos, que no podían ni debían confesar su verdadera identidad, preparaban un atentado. Aquél joven Videla, responsable de los tempranos y secretos sueños eróticos de Mirta López, ahora es el Presidente de la Nación, un general cruel, responsable de miles de muertes y desapariciones. En una mañana de febrero de 1977, desde el Aeroparque, el dictador y varios altos funcionarios (muchos de ellos criminales de confesión diaria) debían viajar hacia un acto oficial en Bahía Blanca, sin sospechar que en las tripas de la estación aérea había kilos de trotyl y gelamón, poderosos explosivos que les estaban dedicados y dispuestos a entrar en acción. Ese episodio pasó a la historia de la resistencia contra la dictadura como Operación Gaviota, probablemente porque alguien tenía que salir volando, pero algo falló. El gobierno minimizó la repercusión del hecho, aunque en la pista quedaron serias evidencias del estallido. En un comunicado posterior el Ejército Revolucionario del Pueblo se hizo cargo del operativo y sostuvo que el atentado demostró que el régimen no era, como muchos pensaban, tan invulnerable.

En el texto final, identificado como Plaza Mayor, el nombre de un geriátrico en el barrio de Saavedra, reaparece Mirta López. Allí recibe a su nieto, que es quien la narra desde el principio del libro, y juntos juegan lo que parece, apenas, un entretenido partido de truco. La abuela tiene ya más de 90 años y por momentos no puede evitar algunas turbulencias mentales. Entre el metejón de Mirta con ese muchacho hierático al que solo veía en las calles de Mercedes o desde atrás en la misa semanal, hasta que las cartas se ponen sobre la mesa, la novela está llena de lo que se calla por temor, lo que se disimula por represión o lo que se omite por secreto o riesgoso. Igual que en la confesión, en sus protagonistas campea lo no dicho. O peor: aquello que se dijo cuando, mucho mejor, hubiera sido quedarse callado. Entre los quiero y retruco típicos del juego aparece un viejo e irreparable trauma. Con el propósito de buscar lo que suponía una salvación para su hijo, ella terminó condenándolo. La suya no es cualquier confesión porque quien la escucha es el hijo de su hijo, otro desaparecido.

El caso de Mirta López y lo que sentía por Videla fue uno más, entre tantos, casos de amor no correspondido. El prometedor subteniente, en unas vacaciones familiares en San Luis, conoció a quien sería su mujer y luego madre de sus siete hijos. Mirta también hizo su vida: se casó, tuvo hijos y nietos. Como si fueran réplicas de esos riachos que serpentean los subsuelos de la ciudad, lo contrafáctico interviene en la cabeza del lector.

Dudas razonables: ¿hubiera sido una persona diferente Videla de haber sabido que una chiquilina de Mercedes se la pasaba detrás de las ventanas de su casa, únicamente esperando que él pasara? Y otra: ¿cuáles serían las consecuencias imaginables si las cargas explosivas hubieran alcanzado a pleno al avión presidencial y al entonces Presidente? Tal vez los responsables del operativo hubieran tocado el cielo de los héroes imposibles de olvidar. Y probablemente el propósito de venganza de los militares habría incrementado, todavía más, los sentimientos de terror de la sociedad, esos que llevaron a Mirta a denunciar involuntariamente a su propio hijo creyendo que de ese modo lo protegía y lo apartaba de un entramado que ella, por entonces, definía como confusiones de muchacho. Las preguntas podrían seguir, pero la confiable tarea literaria de Kohan, editada por Anagrama, es merecedora de la mejor lectura y no de semejantes presunciones. Su escritura es reveladora porque, de modo muy sólido, conduce a terrenos –a veces de certeza, en otras de imaginación– poco pensados y menos conocidos aún.

 

 

El libro va por la segunda edición.

 

 

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