NO HAY PLATA (QUEMADA)

Tenemos derecho a ser felices hoy, al contado, en vez de deslomarnos y que la guita se la lleven otros

 

Una de las últimas canciones de Lennon dice que la vida es aquello que tiene lugar mientras estamos ocupados haciendo otros planes. Con la historia grande ocurre lo mismo. Cada uno de nosotros está en la suya, esquivando los guadañazos de la realidad para no tachar la doble —que sería la aspiración de obtener algo parecido a la felicidad o la plenitud—, y mientras tanto, la historia grande ocurriría en paralelo, en otros escenarios y protagonizada por gente de renombre. Pero lo que Lennon sugiere es que convendría no distraerse porque, antes que lo proyectado a futuro, que es gaseoso, carente de materialidad por definición, la vida es lo que experimentamos ahora, en este preciso instante. Si se nos va toda la energía en urdir y encaminar un futuro, ¿cuándo vamos a vivir el presente, a habitarlo de verdad — a estar presentes en el presente?

Con ese verso engañosamente simple, perdido en medio de una canción dedicada a su hijo pequeño, Lennon cuestionó la construcción político-social que Occidente carga como un yugo sobre nuestros hombros, desde hace milenios: eso de que ahora toca sufrir porque el bienestar es lo que viene después, siempre y cuando hayamos puesto el lomo del modo requerido y durante el tiempo suficiente.

 

 

¿Por qué no podemos ser razonablemente felices hoy, ahora? Por supuesto que siempre aspiraremos a más, pero, ¿por qué no podemos demandar un módico de felicidad al contado? Antes el verso con que nos sometían pasaba por la vida eterna: tenías que bajar la cabeza y obedecer todos los días, para que la Iglesia te adjudicase un lote en el Paraíso, después de muerto. El capitalismo modificó el pitch de venta, pero preservó el esquema al servicio de la explotación: ahora tenés que arremangarte y laburar sin chistar, para acumular el dinero que en el futuro te permitirá comprar el auto, la casita y ahorrar para que tu vejez sea desahogada. El tema es que esa era una mentira tan grande como el Paraíso, porque la mayoría de la gente —y en naciones precarias como la nuestra, más que más— se amasija la vida entera y no puede ahorrar un mango ni comprarse una puta mierda. En momentos como el actual, está más claro que nunca que casi todo el fruto de tu esfuerzo, casi todo lo que producís, se lo llevan otros. La idea es que no dispongas más que de lo imprescindible para alimentarte y continuar en pie de modo de seguir trabajando para ellos, los "héroes" —Mirrey dixit— del capitalismo. Que las cadenas sean virtuales no borra el hecho de que la esclavitud es real.

Con la historia grande, insisto, pasa lo mismo. Aquí también el objetivo es quitarnos agencia, margen de decisión sobre nuestras vidas. Se nos induce a creer que este es el único lugar que podemos ocupar, que este es el único rol que podemos desempeñar: deslomarnos como los negros que somos, en persecución de la zanahoria de la prosperidad económica que, claro, no llegará nunca, mientras la guita gorda se la quedan ellos. Los que hacen la historia grande. Los que toman las decisiones que determinan las vidas de millones. Los que figurarán en los anales.

 

 

Pero no. Esto no puede ser, no puede prolongarse más, porque es insostenible. Nosotros tenemos derecho a reclamar condiciones mínimas para la felicidad ahora, hoy, no en un segundo semestre que todos sabemos que no llegará nunca porque es aporístico, inviable desde el vamos. Tenemos que ejercer nuestro rol en la historia grande, por modesto que sea, porque la historia grande también es cosa nuestra y no sólo de los presuntos próceres. El poder quiere que la dejemos en manos de los profesionales, pero se trata de algo demasiado delicado para confiárselo a los millonarios y los políticos. Como queda en evidencia cada dos por tres —por ejemplo esta semana que pasó, gracias a la marcha en favor de la educación pública—, nosotros también estamos llamados a hacer historia. Ese es el métier de los pueblos: hacer historia, en el camino a procurar una vida más plena y digna para sí y para las generaciones futuras. Claro, existen dos formas de hacerlo: una es por acción, a consecuencia de la realidad que colaboramos a producir, y la otra es por omisión, a consecuencia de lo que declinamos hacer, de lo que toleramos con los brazos cruzados.

Deberíamos estar gritando, a coro con miles de millones de gargantas, lo que gritaba Jim Morrison en esa canción de The Doors que se llama When the Music's Over: "Queremos el mundo, y lo queremos ahora".

 

 

 

Esta semana me acordé de un episodio de hace dos décadas y pico, del que fui parte a conciencia de que estaba haciendo historia —chica, pero historia al fin— como parte de un grupo de artistas y laburantes. Pero creo que, hasta hoy, no había entendido hasta qué punto y de qué modo estábamos haciendo historia. Quiero compartirlo por varias razones. Primero, porque considero que a partir de un episodio concreto pueden inferirse las líneas rectoras de un momento histórico, que el ejemplo es útil para demostrar la regla general. Y segundo, porque considero que a partir de un episodio histórico también se reflexiona sobre el presente. Y si entendés lo que está pasando hoy, vas a poder intervenirlo quirúrgicamente, modificarlo de modo más eficaz y así producir una realidad más amable para todos. Además, como el episodio involucra un ataque contra el cine argentino —diría mi hijo más pequeño: ¡una prequel de lo que pasa ahora!—, intuyo que no va a costar mucho hacer que aquella historia resuene en el presente.

 A fines del siglo pasado participé como co-guionista de la versión fílmica de Plata quemada, la película de Marcelo Piñeyro que adaptó la novela de Ricardo Piglia basada en un hecho real. La cosa empezó a gestarse a fines del '97, se filmó en el '99 y se estrenó en junio del año 2000. Mi trabajo específico terminó temprano —el guión es lo primero que tiene que estar listo, para que se ponga en marcha todo lo demás—, pero como se trataba de mi primera experiencia y por ende de un sueño hecho realidad, seguí el proceso día a día. No le perdí paso a la pre-producción, acompañé el rodaje acá y en Uruguay y fui viendo los sucesivos cortes hasta que Piñeyro dio por bueno el definitivo. Podría decir que, aunque estaba pendiente del producto final y de su suerte una vez que se lo estrenase, pocas veces viví mi presente de forma más intensa — pocas veces fui más feliz que durante la gestación de Plata quemada.

 

Ricardo Piglia.

 

Para que la película llegase a fruición hubo que remontar muchos inconvenientes. Siempre es difícil producir cine en este país, pero en ese momento —durante la agonía del menemismo— se complicó más de lo habitual, a pesar de que Piñeyro, que venía de hacer Tango feroz, Caballos salvajes y Cenizas del paraíso, era el director más taquillero del país. La crisis económica pegó un zarpazo al Instituto de Cine (¿suena familiar?) y la producción se cayó a pesar de que ya estaba armada y en proceso. Pero al final resurgimos de las cenizas, en buena medida por la prepotencia de trabajo del productor Oscar Kramer, a quien tanto se extraña, y la película se hizo, y se hizo bien. Todos los que trabajamos en Plata quemada sentimos que formábamos parte de algo especial. Y cuando vimos el relato terminado, nuestra intuición se convirtió en un orgullo que era como una bandera.

Lo que sorprendió como un mazazo fue que, a días del estreno, nos cortasen las piernas. Y uso la imagen maradoniana a conciencia. Teníamos una obra de excelencia, pero entonces intervino un factor exógeno —o si prefieren: un diablo metió la cola— y se despojó a Plata quemada de la posibilidad de producir un impacto acorde a sus méritos. Es verdad que la película se estrenó y le fue bien en términos comerciales, metió 800.000 espectadores e hizo una gran carrera en el mundo. (El crítico más importante del L. A. Times, Kenneth Turan, la eligió entre las mejores del año.) Pero el bozal que le impusieron le impidió llegar donde podría haber llegado y generar las conversaciones que hubiese generado, y ese efecto silenciador no se ha extinguido. La prueba está al alcance de todos. Traten de ver Plata quemada hoy. No la van a encontrar, por lo menos en los sitios más lógicos. (Sólo en YouTube, en una versión subtitulada en portugués.)

Si tienen paciencia y me dejan administrar la intriga, les cuento quiénes, cómo y por qué trataron de asesinar a Plata quemada.

Una violencia que, ay, está lejos de haberse disipado.

 

 

 

Cenizas del paraíso capitalista

La película tenía todos los ingredientes para llamar la atención. Adaptaba la novela de uno de los escritores más prestigiosos del país, que acababa de ganar el premio Planeta. (Con polémica, sí, pero que sólo tornó el libro más notorio aún.) La dirigía un tipo que venía de tres exitazos al hilo. Contaba con un elenco de los más talentosos, jóvenes y fotogénicos actores del país: Leo Sbaraglia, Pablo Echarri, Leticia Bredice, Dolores Fonzi, acompañados por próceres como Héctor Alterio y Ricardo Bartis. A ellos se les sumaba, por la parte española de la co-producción, el actor joven del momento: Eduardo Noriega, protagonista de las primeras películas del también exitosísimo Alejandro Amenábar.

 

Echarri, Sbaraglia, Noriega.

 

La película tenía acción y erotismo. Tenía una banda sonora del carajo, seleccionada por Piñeyro de entre lo mejor de la música popular previa al '65: de Billie Holiday y Rita Pavone al tango Vida mía y Wild Thing de The Troggs. Tenía la seducción masiva del género policial, sobre el cual se montaba para experimentar. Y añadía el morbo extra del hecho real: el afano grosso que se habían mandado tres profesionales del escruche a mediados de los '60, para huir al Uruguay hasta ser rodeados por centenares de policías en un edificio céntrico y decidir quemar el botín —de ahí el título—, antes de ser abatidos.

¿Qué fue lo que ocurrió entonces? El colega Leonardo D'Espósito publicó un artículo en La Nación, el 19 de este mes, que lo explica bien, bajo un título sugestivo: "La superproducción con Leonardo Sbaraglia que fue prohibida para la TV argentina y que aún sigue ausente del streaming". Para empezar, pone en contexto lo que pasaba con nuestro cine en aquel momento. En lo artístico bullía, después de películas como Pizza, birra, faso. Pero hasta fines del '99 siguieron siendo tiempos de Menem —ese político tan admirado por nuestro actual Presidente—, que había practicado sobre el Instituto de Cine una de sus tradicionales avivadas: "El Fondo de Fomento Cinematográfico... no iba directamente al INCAA, sino que pasaba primero por rentas generales", dice D'Espósito. "Muchas veces el gobierno de Menem tocaba ese fondo para pagar otras cosas y todo se resolvía el 31 de diciembre con un cheque que pasaba al balance del año siguiente. Pero en 1999, el ganador de las elecciones no fue el peronista Eduardo Duhalde sino el radical Fernando de la Rúa, que asumió el 10 de diciembre. Esa vez el cheque no se hizo y quedaron deudas por pagar. La producción no estaba totalmente paralizada, pero casi, y la financiación de cualquier producto era un problema".

Como ya dije, la producción de Plata quemada sorteó ese primer escollo. Pero, tratándose de una película cara, necesitaba llegar a un gran público para recuperar la inversión. Y para lograrlo, necesitaba de una difusión que en esos momentos sólo te daba la asociación con uno de los grandes canales de televisión. Hablo de una era en que la TV abierta todavía era la reina del mainstream comunicacional. Olvídense de Internet, que todavía no tenía la difusión de hoy, y de las plataformas, que todavía no existían. Cerrar trato con un canal significaba entregarle la emisión futura de la película, pero ante todo que, en la previa del estreno, el canal iba a promocionarla no sólo en sus programas sino pasando el trailer a destajo, de la mañana a la noche. ¿Y por qué? Porque le convenía tanto como a uno que la película triunfase, para que su emisión futura por la pantalla chica no fuese un sapo sino un evento.

 

El director Marcelo Piñeyro.

 

Pero entonces el comité que calificaba para la exhibición vio Plata quemada y no sólo se le ocurrió chantarle un apta para mayores de 18 años, que sólo se aplicaba a las películas de explotación sexual, sino que además le añadió la indicación: "Con reservas". Lo cual quería decir que no se iba a poder mostrar por televisión. Razón por la cual ningún canal iba a querer comprarla. ¿Para qué asociarse a una película que no vas a poder emitir? Esto fue un golpe tremendo para la campaña de lanzamiento del film. Los productores apelaron dos veces la medida, sin lograr revertirla.

¿Por qué un organismo oficial, autárquico pero aún así parte del Estado que conducía el incipiente gobierno de la Alianza, decidió acotar la llegada de Plata quemada a un público masivo? Con la perspectiva del tiempo parece fácil de entender, si uno recuerda que entre sus funcionarios había gente a la que hoy asociamos con lo pérfido en estado puro. Pero en aquel entonces resultaba incomprensible. Se trataba, creíamos, de un gobierno progresista, que había llegado para poner fin a la corruptela y la enajenación de la economía que caracterizó los últimos años de Menem.

Además, esa calificación estaba lejos de ser habitual. D'Espósito subraya que, ocho años antes, la erótica Bajos instintos había sido calificada como apta para mayores de 16, y que hasta la nacional Pizza, birra, faso —que compartía con Plata quemada una realidad donde la violencia, el crimen y las drogas eran comunes— había sido calificada poco antes como apta para mayores de 13. ¿Qué tenía el film que habíamos escrito con Piñeyro para condenarlo así, arrumbándolo en un anaquel que pocos podían alcanzar? ¿Qué lo convertía en algo tan nocivo, tan peligroso, para que el Estado sobreactuase su responsabilidad de tutelar al pueblo argentino y le recomendase que sólo podía exponerse a la película a su propio riesgo? Según D'Esposito, la calificación con reservas era una forma de "avisarle al espectador que podía sentirse mal si la veía".

 

 

Aquí no queda otra que explicar la circunstancia político-social del momento y las características de la Alianza gobernante. Porque de otro modo no se comprende por qué Plata quemada pisó callos que impulsaron al poder a hacer lo que estaba a su alcance por esconderla, dado que legalmente no podía prohibirla. Si me prestan atención, se darán cuenta de que lo que sigue no es una simple recapitulación histórica. Lo ocurría entonces —vuelvo aquí a mi hijo Oliverio— funciona como una prequel de lo que estamos viviendo. Es la perfecta House of the Dragon, respecto de este Game of Thrones que atravesamos hoy. Casi diría que, si no sabés o te olvidaste de lo que pasaba entonces, no tenés modo de entender este brete.

La convertibilidad —el célebre uno a uno entre el peso y el dólar— ya producía los efectos que muchos habíamos vaticinado sin ser oídos. (Si me habré peleado con mi familia...) Estábamos hundiéndonos en una crisis machaza. Una de las formas de desviar la atención y así morigerar los efectos políticos de la crisis fue la institución del concepto de inseguridad. Hoy parece que siempre estuvo ahí como parte de nuestra realidad, pero no. Quienes acreditamos una edad respetable recordamos que la Argentina previa a los '90 no era un lugar inseguro en materia de violencia delictiva. Las calles eran un segundo hogar. ¿Cuántas generaciones crecieron jugando en la vereda, sin que sus padres se preocupasen por lo que podía pasarles cuando estaban fuera de casa y lejos de su vista?

La instalación de la inseguridad fue resultado de una campaña político-comunicacional deliberada. Uno de sus mascarones de proa fue el Vicepresidente (hasta el '99) y luego gobernador de la provincia de Buenos Aires (a partir de entonces) Carlos Ruckauf. En cuestión de semanas, todos empezamos a sentir miedo de pisar las calles o volver a casa de noche. Se empezó a hablar de tolerancia cero y a mencionar al alcalde neoyorquino Rudy Giuliani como ejemplo. (Hoy acusado por haber conspirado contra la democracia y declarado formalmente en bancarrota.) Fue como si dejásemos de vivir en Buenos Aires, o La Plata, o Córdoba capital, para pasar a vivir en la Chicago del mafioso Al Capone. (Otro ídolo del actual Presidente, dicho sea de paso.) Lo cual produjo un efecto psico-social tremendo: de repente, la culpa de nuestro malestar emocional y económico no la tenían las medidas avaladas por Menem que había tomado el ministro Cavallo (oia: otro ídolo más de Mirrey, ¡mirá vos!), sino los pibes chorros.

 

La cobertura periodística le dio al asunto la primera plana desde el comienzo.

 

Nuestro drama ya no derivaba de que la convertibilidad era una bomba de tiempo, de que los dólares de las privatizaciones se habían evaporado, de que la competencia con la importación fundió a la industria argentina y generó un ejército de desocupados que se sumó a los rajados de las empresas públicas vendidas a precio vil. No: ahora la culpa de todo la tenía la juventud de los sectores más humildes, convertida en el Enemigo Público No. 1 de la sociedad argentina por mera portación de piel cobriza, gorrita y llantas vistosas. Nadie vivía como intolerable que Menem y Cavallo nos hubiesen fundido, que el valor de nuestro trabajo dejase una limosna en nuestros bolsillos y siguiese de largo, para engrosar las arcas de los "héroes" del momento. Lo intolerable era la posibilidad de que algún pibito nos quitase los dos mangos que llevábamos en la billetera.

En ese contexto, la novela Plata quemada era revulsiva. Ni siquiera necesitabas leerla para enterarte: bastaba con pispear el epígrafe que Piglia eligió para encabezarla, y te caía la ficha en un instante. Era una cita de Bertolt Brecht: "¿Qué es robar un banco, comparado con fundarlo?" Sin negar que robar es un delito en términos legales, el dramaturgo alemán decía que fundar un banco —y por extensión la actividad financiera, esos pases de magia negra con dinero ajeno para generar dinero propio— representaba un delito mucho más grande... ¡aunque fuese legal! Como dije la semana pasada, el capitalismo es un casino donde siempre gana la casa. Los legisladores que le responden y los jueces que ponen en práctica sus leyes determinaron que quien te pone un caño y te saca guita es un criminal, pero quien se queda con la plusvalía y hace trabajar TU mosca en SU beneficio es un ciudadano modelo, un prohombre — un "héroe".

Para colmo, tanto el hecho real como la novela culminan con un gesto que para los poderosos de este mundo era y es francamente obsceno. En vez de usar el botín para negociar con la cana, o de devolverlo intacto para ser usado como atenuante en un futuro juicio y después entregarse, los chorros acorralados decidieron quemarlo, a sabiendas de que eso sellaría su suerte. Hicieron llover billetes en llamas sobre el centro de Montevideo. Lo que se mandaron estos tres locos fue un monumental fuck you al poder establecido. Le pegaron donde más les duele: lo dejaron sin la guita, se la fumaron toda antes de ser fusilados, y mediante el mismo acto cuestionaron el valor simbólico del dinero — lo degradaron, lo envilecieron, demostraron que la moneda por la que tantos viven y se desviven no era más que papel manchado, ceniza en potencia.

 

Una imagen del asedio real al edificio Liberaij en Montevideo.

 

Vuelvo a fines de los '90, a esa sociedad pauperizada que hipnotizaron para que culpase de su desgracia no a los responsables de su miseria, sino a los pibes que podían llevarse un reloj o un celular ajeno. El 17 de septiembre del '99 ocurrió algo que le vino al poder como anillo al dedo y que volvió a nuestro pueblo aún más paranoico de lo que ya estaba — lástima que respecto del enemigo equivocado.

Si me bancan un ratito más, se los cuento.

 

 

 

Taca taca

En esas horas de septiembre del '99, tres ladrones que habían entrado a la sucursal del Banco Nación en Ramallo, provincia de Buenos Aires, tomaron seis rehenes para usarlos como pieza de negociación y escudo durante la fuga. El banco fue cercado por la cana durante horas, mientras la televisión transmitía en directo y le sacaba al asunto todo el jugo que podía. (Irónicamente, esa situación espejó lo ocurrido en el '65, cuando el sitio al edificio Liberaij donde estaban los tres delincuentes disparó una de las primeras transmisiones en directo de la TV uruguaya.) El asunto terminó de forma trágica, gracias al desempeño de una Bonaerense a la altura de su fama. Cuando los ladrones salieron con tres rehenes en un Volkswagen Polo, la cana los ametralló. Mataron a dos de los rehenes, hirieron a la tercera y se cargaron a dos de los chorros: 170 tiros en cuestión de segundos, 46 de los cuales le embocaron al auto. El ladrón sobreviviente apareció ahorcado en su celda al otro día. Dijeron que se había suicidado, obvio, pero una pericia del año 2007 sostuvo que lo habían asesinado.

 

La sucursal del Banco Nación, en Ramallo.

 

Releo el diario de rodaje que escribí en aquella época, y que publicó la editorial Norma junto con el guión de Plata quemada. Entonces escribí: "Durante algunas horas se escucharon en directo sus voces (me refiero a las voces de los asaltantes) diciendo 'señor, señora' a sus víctimas y, cada vez que pedían algo, diciendo 'por favor'. ¿Eran esas voces educadas y muertas de miedo las voces del Hampa, ese Enemigo Público No. 1 a quien el poder político ponía como responsable de todas nuestras desgracias?"

Otros tramos de ese diario demuestran que pescaba bastante de lo que pasaba. No por casualidad, esas frases parecen hablar además de nuestro presente. En un momento me refiero a un país que "ha comenzado a creer que no tiene peor enemigo que los delincuentes a mano armada; como si el presente estado de angustia y entrega se debiera a la violencia de las calles, y no a causas políticas en la que se cruzan otra clase de delincuentes y otra clase de entrega". También hablo de "una sociedad que necesita de los delincuentes para justificar el dinero que gasta en seguridad, y que después los mata para probar (a los delincuentes, pero fundamentalmente a todo el resto) quién es de verdad el dueño del poder". Otro párrafo más, que huele a escrito ayer: "La idea sigue siendo desalentar, desde el Estado, la construcción de una cinematografía nacional, tanto en lo que tiene de imaginario colectivo como de posibilidad industrial. La política de Menem es coherente: desarmar al país, entregárselo a las grandes corporaciones; despojarnos de la condición de sujetos de una Nación". Cambien Menem por Mirrey y la descripción aplica.

 

El auto ametrallado.

 

Ese fue en el contexto en el que Piñeyro y yo nos dirigimos a un público sensible para persuadirlo de que, al menos durante dos horas, mirase la realidad no desde el punto de vista de los dueños del país sino desde tres personajes "marginales, acorralados por una sociedad que sólo los tolera muertos". Para complicarla un pelín, además de chorros, drogadictos y asesinos, dos de ellos eran putos —el Nene y Ángel, Sbaraglia y Noriega—, y encima uno de ellos había sido asiduo visitante de los neuropsiquiátricos de la época — Ángel oye voces... ¡como alguien que yo sé!

Lo fácil sería concluir que fuimos ilusos. Pero no es cierto, porque el público que vio Plata quemada aquí y en el mundo reaccionó bien, lo entendió todo, tanto entonces como ahora. Piñeyro le contó a D'Espósito que el año pasado se hizo una proyección de la película en el cine Gaumont —otro de los escenarios del drama argentino actual—, a sala llena, con público muy joven. "Fue ovacionada por gente que más o menos nació en el momento en que la película se estrenó", dijo. "Les pareció increíble que el film tuviese más de 20 años, lo sintieron súper moderno, súper actual". Lo que sí fuimos fue ingenuos en términos políticos. Porque la Alianza liderada por de la Rúa no había venido a acabar con la corrupción menemista: pronto se reveló que continuaba con las mismas mañas, cuando estalló el escándalo de las coimas en el Senado para aprobar una reforma laboral que desnudó lo precario de la alianza gobernante y condujo a la renuncia del Vicepresidente. (Reforma laboral, alianza disfuncional, una Vicepresidencia disidente: tengo que hacer un esfuerzo por recordar que sigo hablando del 2000.) Y tampoco había venido a arreglar la economía descalabrada: ¡si terminó apelando a su mismísimo autor, al nombrar a Cavallo como ministro nuevamente!

Pronto entendimos, y de la peor manera, que el gobierno de de la Rúa no era progresista ni siquiera en lo cultural. El dictamen de la comisión calificadora dijo que la película hacía apología de la homosexualidad y de las drogas. Las apelaciones de la producción recordaron que ser puto no era delito, por lo cual hacer su apología, en el caso de que esa apología existiese, no resultaba condenable. Pero no sirvió de nada. Dice D'Espósito: "Para quienes no hayan visto la película, la homosexualidad está más sugerida que mostrada de manera gráfica. En cierto punto, hay en el film un estudio de la relación entre cuerpos, pero no se acerca (ni de lejos, de lejísimos) a lo erótico y mucho menos a lo pornográfico. Hay bastante más ternura entre los personajes de lo que puede suponerse leyendo la calificación. Y sí es un relato cuyo punto de vista es el de los marginales, los criminales, donde también se muestra el consumo de drogas. Pero ya entonces había muchas películas similares que pasaban sin problemas".

 

Menem y Cavallo, los ídolos del Presidente.

 

La conspiración contra Plata quemada se extendió más allá del orden oficial, alcanzando otras orillas del establishment cultural. En aquel entonces, poco antes del estreno, el director de una revista de cine muy influyente —jugada a fondo por lo que se llamaba el Nuevo Cine Argentino, lo que afuera se llama cine independiente o indie—, nos convocó para charlar. Lo invitamos a almorzar. Allí dijo que había visto la película en una función privada y que le había gustado... pero que no podía hablar bien de ella. Y argumentó que iba en contra de sus intereses elogiar a una película de producción grande y vocación comercial. ¿Ven que el chiste del "periodismo independiente" no empezó con el anti-kirchnerismo? Por suerte el tiempo puso las cosas en su lugar. Ese señor perdió toda relevancia. Sólo asoma por Twitter de tanto en tanto para que no olvidemos que es un reaccionario irredimible, la variante argenta de los viejitos que en el show de los Muppets criticaban todo desde un palco — pero sin su sentido del humor, lamentablemente.

Hoy pienso que de la Rúa y sus funcionarios culturales operaron contra Plata quemada porque entendieron que iba en contra de sus intereses. La película retomaba la pregunta de Brecht de la que Piglia se apropió, cuestionándose quiénes son los más grandes delincuentes en sociedades capitalistas como la nuestra. Y esa pregunta los incomodaba porque, como terminaron demostrando, ellos también trabajaban en beneficio de los más grandes ladrones legales de nuestro país — fueron sus tinterillos, sus cagatintas, su servidumbre.

La película invitaba a considerar a delincuentes formales no como animales ni demonios, sino como seres humanos. Al dramatizar la circunstancia de personajes que no eligieron nacer donde nacieron ni crecer como crecieron, al ponerle cara y cuerpo a gente a la que la vida repartió barajas de una mano pésima y sólo le presentó opciones de mierda, Plata quemada llamaba a reconsiderar prejuicios, a pensar más allá de la escena diseñada para tu consumo, a conveniencia del poder. Cualquiera puede ser víctima de alguien como el Nene, Ángel y el Cuervo una vez en la vida, o dos, o tres. Pero ellos fueron víctimas de esta sociedad desde que estaban en el vientre de sus madres, de la manera mas impiadosa.

 

Cavallo y de la Rúa, la historia repetida como farsa.

 

A quienes son como ellos la vida no hace otra cosa que cerrarles caminos, hasta que no disponen más que de opciones terminales. En estos días me sacudió un comentario que llegó por casualidad. La lectura del libro El niño resentido, donde César González recrea la adolescencia en la que fue un pibe chorro, le reveló a una psicóloga que lo conoció entonces que otro de los pibes que trató en un instituto de menores se había suicidado. El descubrimiento la entristeció, por supuesto, pero la conclusión que acudió a sus labios fue lapidaria: "No tenía otra salida". Cuando alguien sabe cómo viven esos pibes durante el puñado de años que pasan por el mundo, entiende que la sociedad los jode hasta enloquecerlos, los mete en un túnel en penumbras que se angosta cada vez más hasta inmovilizarlos y asfixiarlos en lo más profundo de un infierno real. Y cuando estás atascado te desesperás, no contás con muchas más opciones que matar o matarte.

Al gobierno de de La Rúa no le convenía que una película popular llamase la atención sobre las circunstancias que convierten a un hombre común en un delincuente y un marginal. ("En la cárcel —dice el Nene— me hice puto, drogadicto, timbero, peronista".) Ese gobierno, que traicionó desde el vamos las expectativas del pueblo que lo había consagrado, necesitaba seguir demonizando a los delincuentes para que no prestásemos atención a los verdaderos ladrones que nos esquilman hora tras hora.

El capitalismo imperante sigue tratándonos como niños, como a las criaturas elementales que en la Antigüedad aceptaban la explotación a cambio del cuento de una vida eterna después de la muerte. Los amanuenses de los poderosos —o sea los políticos de derecha y sus empleados en los medios— nos dicen que los pillos son el cuco, para disimular quiénes son los monstruos que representan el peligro mayor. Y es verdad que los delincuentes formales dan miedo, ¿quién quiere ver un arma en su jeta o morir a manos de un pibe dado vuelta? Pero uno debe considerar las posibilidades de que dispone. Y son mucho menores, infinitamente menores, las posibilidades de que te asalte un chorro, a las que te exponen al afano de los que se quedan con la guita por la que trabajás. Habría que reformular la frase de don Brecht, en la esperanza de que no se ofenda: ¿qué sería un choreo peor, que un pibe te afane el celular o que el sistema te estafe a diario quedándose con la mayor parte de tus ganancias y forzándote a vivir como un esclavo? Las cárceles están llenas de pibes chorros, pero esplendorossamente vacías de los figurones que te cagan la vida objetivamente, los 365 días del año.

 

Bertolt Brecht: "¿Qué es robar un banco, comparado con fundarlo?"

 

Es por todo eso que Plata quemada era una película incómoda en la Argentina del año 2000. Por las mismas razones, imagino, seguiría siendo incómoda ahora, en este país que es un refrito crudo y demencial de la tragedia de los '90. A base de frivolidad y dólares baratos, Menem nos convirtió en una sucursal de Banana Republic hasta que, durante de la Rúa, el globo se pinchó y la miseria arrasó con todo. (Todavía recuerdo cuando, post 2001, me subí al auto para ir al rodaje de Kamchatka en Sierra de los Padres y, en vez de agarrar la ruta, me metí por el Conurbano. Era como circular por los paisajes de Mad Max, donde todos los autos estaban recauchutados con partes de otros autos.)

Hoy Mirrey apela a mecanismos parecidos, sólo que no hipnotiza a sus acólitos en contra de los chorros formales —por el momento, al menos— sino contra el kirchnerismo, los políticos, los artistas, los periodistas que no le son serviles y los maestros y profesores, con el mismo objetivo de que no identifiquemos a los verdaderos verdugos. El otro día escuchaba por la radio a un tipo cualunque que, con tal de no concederle nada bueno a la marcha en defensa de la educación pública, decía que había que "auditivizar" a las universidades. ¿Qué carajo significa "auditivizar"? Estamos rodeados de gente tan sometida, tan brutalizada por su circunstancia de mera supervivencia, que ni siquiera advierte que está justificando a los esclavistas —y como el culo, en este caso— con los mismos argumentos que usan sus amos para esclavizarla.

 

 

Miro para atrás, y entiendo al fin que cuando Piñeyro y el resto de los involucrados creíamos estar actuando en defensa del cine argentino — tratando de asumir nuestra parte en la historia contemporánea del país—, en realidad alertamos sin darnos cuenta sobre un drama aún más grande, que concernía a la totalidad del pueblo y que —a todas luces— no concluyó todavía. Hoy me pregunto si lo que perturbó más al poder para que se pusiese en acción contra una película no fue que revelase el mecanismo envenenado del capitalismo, su juego entongado. Tal vez encontraron intolerable la idea de que, aún en lo más profundo del infierno al que los empujaron, dos lúmpenes como Ángel y el Nene podían encontrar felicidad en su presente, en su ahora. Porque Ángel y el Nene no sólo curtían, estaban enamorados como sólo pueden estarlo los condenados. Y el robo que los llevó a Montevideo no era una empresa encarada con la perspectiva del futuro que el dinero compraría, sino a sabiendas de que sólo podían funcionar bien mientras trabajaban, de que cuando estaban en una juntos podían ser casi felices. Y esa capacidad de habitar el presente los acompañó hasta el final. En los instantes previos a que los amasijen, los Ángel y Nene de Plata quemada están en comunión y experimentan una felicidad que los soretes que hoy hacen sufrir al pueblo no van a conocer en su puta vida. ¿Cómo no iba a irritarlos Plata quemada, cuando no sólo les gritaba que nos pasábamos por el culo la guita por la que se desviven, sino que además sentíamos algo que ellos nunca sentirían? La cosa está presente en la novela de Piglia, pero la película lo pone en primer plano: Plata quemada es, esencialmente, una historia de amor — aquello que por definición no se puede comprar ni con todo el oro del mundo, para ponerlo en términos de Tango feroz.

Para que esta película tuviese un final feliz, Plata quemada debería conseguir la oportunidad de exhibirse a través de alguna plataforma. Pero no suena probable. "Yo he intentado remasterizarla para que vuelva a tener circulación y una segunda vida, porque es una película que me gusta mucho —le dijo Piñeyro a D'Espósito—, pero con los productores no ha sido posible hacerlo. Es como que nadie sabe dónde están los derechos". Alguien debería tener la llave que destrabe este intríngulis. Me pregunto quién, y por qué no lo hace.

 

 

Para que nuestra propia película —la película de nuestras vidas— tenga un final feliz, las probabilidades no suenan más auspiciosas. Hasta ayer nomás, el capitalismo que imperaba en la Argentina te esquilmaba de todos modos pero al menos concedía un tramito de soga que aflojaba el nudo y permitía respirar, vivir, darte un gusto. La versión que impera ahora es la más cruel que haya conocido, no quiere de nosotros más que obediencia y rápida respuesta al toque del látigo. Y esto, como decía al principio, es insostenible porque es inhumano. Necesitamos alivio y contención ahora, no mañana. Necesitamos felicidad al contado, taca taca. Y para eso tenemos que asumir nuestro rol en la historia grande, que en momentos como estos no pasa nunca por la omisión. O actuamos, o fuimos.

Tenemos derecho a un módico de plenitud, ahora, acá: nosotros, nuestros afectos y particularmente aquellos que están en situación precaria. Como decía un cartel que se veía frecuentemente en los negocios y oficinas de mi infancia: No se queje, si no se queja.

Queremos el mundo, y lo queremos ahora.

 

 

 

 

 

 

 

 

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