Secreto

Santiago vive en Córdoba y tiene un hijo muy parecido a él.

Recuerdo cuando llegó a la familia. Fue un acontecimiento particular. Imposible olvidar.

Nada apasionaba a mi madre, ella nunca estaba alegre. No cocinaba, no bailaba, no cantaba ni se vestía para la ocasión. Cualquier cosa que rompiera la rutina era un llamado de atención.

Ese día me di cuenta de que algo pasaba, porque ella se había arreglado y a mí también. Me puso colonia, los zapatos de salir y una falda elegante. Me tironeó del pelo más de lo habitual y me lo ató con las gomitas ajustadas. Sin lugar a dudas algo memorable estaba por ocurrir, por eso no me quejé de nada. Abrí grandes los ojos, los oídos, cada uno de mis poros y esperé en silencio hasta saber.

Vamos a visitar a la tía, que tuvo un bebé. ¿Lo querés conocer?

Era tan extraño ver así de entusiasmada a mamá, que lo que estaba diciendo tardó en llegar. Me distrajo la cercanía de su máscara oculta. El latido de adrenalina en esos ojos saltones, extraordinariamente abiertos.

La tía tuvo un bebé. Las palabras excitadas volvían en un eco. Eso era raro también. La tía no había estado embarazada. Estaba segura. Vivíamos a pocas cuadras, íbamos todo el tiempo de visita. Ella era muy linda, delgada, pelirroja y siempre alegre. Su marido era médico, usaba barba y era un hombre callado. Tenían un perro grande, un gato anaranjado y ningún bebé en la panza.

No entendí lo que pasaba y no sé si llegué a preguntar, o si la respuesta se anticipó. Mi madre prendió un cigarrillo y entonces dijo todo junto, lo del secreto y lo de la adopción. Mientras hablaba, la nube de humo salía lento a través de la boca en movimiento, desde el fondo del volcán de su garganta.

Esto no se lo podemos contar a nadie, decía mientras me acomodaba los botones del abrigo para salir. Cuando callaba, el humo se le escapaba por la nariz y la bruma tejía una mantilla volátil que le cubría toda la cara, le hacía entrecerrar los ojos y no la dejaba ver.

Madre es quien te quiere, quien te cría, decía y tosía y seguía hablando de lo difícil que era hacer una adopción, con tantos papeleos, una cosa interminable, imposible. Decía. Pausaba. Inhalaba. Exhalaba. La brasa era hipnótica cuando el rojo se volvía más intenso.

A este bebé la mamá no quería tenerlo. No tenía cómo mantenerlo. No podía. La tía ayudó. ¿Entendés? Vos solo tenés que saber que nadie lo tiene que saber. No lo debés contar. ¿Te vas a acordar? Imaginate que nos encariñamos con el bebé y después vienen y se lo llevan. Se pondría muy triste la tía, ¿no?

Tenía mucho pelo, la piel trigueña y los ojos verdes, ese bebé.

La tía lo exhibía orgullosa, con gestos ampulosos y teatrales. Ella era así, un poco exagerada. Divertida. Había tenido ese bebé enorme, que sonreía despierto, distinto de todos lo demás.

Cuando le acaricié la mano me agarró el dedo con fuerza.

No parecía un recién nacido, aunque yo no sabia mucho de recién nacidos.

Uno de sus ojos tenía la mirada extraviada.

Fue instantáneo encariñarse, quererlo.

Guardar adentro las preguntas.

Hacer mío el secreto. Encarnarlo. Temer perderlo.

Nadie iba a llevarse a ese bebé, que ya era nuestro.

 

Ángela Urondo Raboy es poeta.

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